Cathanna creció creyendo que su destino residía únicamente en convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar para los hijos que tendría con aquel hombre dispuesto a pagar una gran fortuna de oro por ella. Y, sobre todo, jamás ser como las brujas: mujeres rebeldes, descaradas e indomables, que gozaban desatarse en la impudencia dentro de una sociedad atrancada en sus pensamientos machistas, cuya única ambición era poder controlarlas y, así evitar la imperfección entre su gente.
Pero todo eso cambió cuando esas mujeres marginadas por la sociedad aparecieron delante de ella: brujas que la reclamaron como una de las suyas. Porque Cathanna D'Allessandre no era solo la hija de un importante miembro del consejo del emperador de Valtheria, también era la clave para un retorno que el imperio siempre creyó una simple leyenda.
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CAPÍTULO TRECE
055 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Olvido, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Se escuchó el sonido de un tren aproximarse. Cathanna levantó la mirada, confundida. Se limpió rápido las lágrimas que habían salido de sus ojos sin que se diera cuenta, y se puso de pie justo cuando el tren apareció enfrente de ella. Era demasiado enorme y, lanzaba humo por todas sus chimeneas que formaban una hilera larga hacia atrás. La puerta se abrió lentamente, mostrando unas escaleras que descendieron del vagón hasta sus botas. Dudó unos segundos antes de poner su pie sobre el primer escalón, subiendo.
Al ingresar al tren, se encontró con un pasillo largo, flaqueado de puertas de madera a cada lado, con el logo del reino en el centro, que llevaban a las diferentes cabinas de esa sección.
Cathanna avanzó con cautela hasta llegar al fondo, donde una puerta más grande la esperaba. Puso su mano en la manija floreada, abriéndola de forma cuidadosa, como si detrás de ella estuviera un monstruo que la devoraría sin dejar nada desperdiciado. Al otro lado, se encontró con un bullicio de personas entrando y saliendo de las cabinas, otras conversando en el pasillo. Sus uniformes eran iguales al de ella, pero con una diferencia muy notable: eran más oscuros.
—Parece que estás perdida. Los aspirantes están al fondo del tren —dijo una mujer, mirándola de arriba abajo, y luego señaló el fondo del tren—. No te quedes ahí parada. Anda, muévete, chica.
Cathanna asintió con la cabeza, tragando con fuerza y comenzó a pasar entre las personas, sintiendo la incomodidad crecer en su pecho. Cuando por fin llegó al fondo del tren, se encontró con los aspirantes que vestían el mismo color de uniforme que ella.
Tomó aire y se metió en una cabina vacía, mirando por la ventana empapada por la lluvia. Ya se encontraba en unas vías, encima de un puente largo que dejaba ver un precipicio sin fondo. La puerta fue abierta por una chica de rostro pálido, casi translúcido, cruzado por finas cicatrices enrojecidas. Su cabello castaño estaba recogido en dos trenzas a los lados. Cathanna la recorrió con la mirada.
—Lo siento mucho por interrumpirte —dijo ella, nerviosa, sin apartarse del umbral—. Pensé que la cabina se encontraba vacía.
—No hay ningún problema —dijo Cathanna, volviendo a mirar por la ventana—. Puedes sentarte aquí si quieres. Hay mucho espacio.
Ella se sentó frente a Cathanna, quien seguía mirando por la ventana, perdida en sus pensamientos. Se sentía demasiado cansada, tanto que deseaba quedarse dormida, pero no quería hacerlo ahí; tenía un mal presentimiento y prefería ahorrarse cualquier cosa.
—Soy Janessa Duncan —habló, captando la atención de Cathanna por unos segundos. Hizo una reverencia pequeña—. Soy de Zharkuun, en la provincia de Currum. ¿Qué hay de ti?
—Cathanna Heartvern —respondió, con un tono aburrido, acomodándose en su asiento, con la mirada en las manos—. Nací en Primanthy, pero antes del reclutamiento, estaba en Dagora.
—¿Con qué Dagora? —Janessa alzó una ceja, intrigada—. ¿Entonces tú también eres una de las bendecidas por el rayo? Porque solo ellos pueden entrar en sus tierras… además del emperador y sus parejas. —Entrecerró los ojos, con una sonrisa pícara—. O quizás seas la mujer de alguno de ellos. He escuchado que, cuando escogen a alguien, no conocen límites con esa persona… y que solo la aman a ella, por toda su vida. Eso es tan jodidamente hermoso.
—No, realmente. Tampoco soy la pareja de nadie —respondió, encogiéndose de hombros con aparente indiferencia, aunque sus dedos jugueteaban nerviosos con el borde de la túnica—. Soy Elementista. Y estuve ahí porque… porque estaba investigando algo. —Titubeó un segundo, bajando la mirada—. Terminé atrapando a un criminal y… bueno, aquí estamos. Rivernum ha decidió acogerme. Espero lograr superar el Finit para convertirme en una de las suyas.
Cathanna quiso soltar una carcajada por la mentira.
—¡Ser Elementista es aún más increíble, Cathanna! —chilló con emoción, aplaudiendo y provocando incomodidad en ella—. ¿Entonces ya tienes un dragón? ¿Cómo es el tuyo? ¿Es grande, rudo, amigable? ¿A qué edad se vincularon? ¿Cómo ocurrió el proceso?
—Primero que nada, Janessa: no tengo un dragón, y no sería mío, ya que los dragones son seres independientes como nosotros. No pertenecen a alguien, se unen a alguien —dijo, rodando un poco los ojos de manera disimulada—. Y realmente me da igual no poseer un destino. No es algo que me quite el sueño, la verdad. Es irrelevante.
Eso era muy real: decir que los dragones, criaturas majestuosas que dominaban los cielos, pertenecían a un humano, era una falta gravísima de respeto hacia ellos y hacia su autonomía, pues eran seres con su propia mente, costumbres y cultura, como los humanos. Sin embargo, no muchas personas querían ver más allá del egocentrismo y simplemente se llenaban la boca diciendo que el destino al que los dioses lo habían unido era suyo, cuando no era así.
—Por los dioses, huele a perfume barato —dijo Cathanna, tapándose la nariz al tiempo que la puerta era abierta nuevamente, esta vez por un profesor vestido con una túnica oscura que le cubría todo el cuerpo—. Bueno, no es barato... quise decir exquisito. Algo único en el mundo. —Soltó una risa nerviosa.
—Dentro de unas horas estaremos llegando al castillo —dijo el hombre entre dientes, mirando a Cathanna con desagrado—. No salgan del compartimento, porque pasaremos bajo la cueva de los muertos. Y si no quieren encontrarse con uno, quédense aquí, aspirantes —finalizó, cerrando la puerta con fuerza.
—Vaya, parece alguien olvidó cómo funciona el sentido del humor —murmuró Janessa, riendo bajo—. ¿Perfume barato? ¿En serio fuiste capaz de decir ese comentario?
—Es la verdad. —Se encogió de hombros—. No entiendo cómo no pueden oler las cosas que se ponen encima. —Infló las mejillas y jugueteó con el brazalete en su muñeca.
El tiempo pasó rápido hasta que el tren se detuvo de golpe, provocando que Cathanna saliera disparada de su asiento y se golpeara la cabeza con fuerza contra el respaldo de enfrente. Llevó la mano a su frente, soltando un chillido de dolor.
Se incorporó lentamente con una mueca de fastidio y salió de la cabina junto a Janessa, quien observaba todo el lugar como si fuera una niña pequeña descubriendo el mundo por primera vez.
Tras unos largos minutos caminando por el pasillo, salieron del tren, encontrándose con la fuerte luz del amanecer contra sus rostros, haciéndolas cerrar los ojos. El lugar donde estaban era extenso, y frente a todos los aspirantes —que fueron los únicos que bajaron del tren en ese momento— se alzaba un pequeño estrado delante de unas imponentes murallas que parecían atravesar el cielo, con tres vociferadores, necesarios para que todos escucharan.
Cuando Janessa estuvo por hablar, un rugido poderoso estremeció a todos los aspirantes. Cathanna levantó la mirada hacia el cielo y se quedó boquiabierta ante lo que sus ojos observaban: tres dragones se aproximaban en dirección a donde estaban ellos.
El primero de todos era Vearhion, conocidos por ser los reyes indiscutibles de las tierras heladas alrededor del mundo. Su sola presencia bastaba para helar la sangre de las personas que los tenían demasiado cerca, no por crueldad, sino porque su naturaleza lo dictaminaba así. Existían muchísimas clases dentro de esa especie, pero todos compartían el mismo aliento gélido, capaz de congelar el propio aire y convertir cualquier superficie en una tundra que ni el fuego podría ser capaz de derretir con facilidad.
Cathanna sonrió levemente, con la boca entreabierta, mirando al dragón envuelto en rayos que venía detrás del Vearhion, un Xyphara, la única especie de dragones que habitaba entre las tormentas sin resultar heridos. Esas espinas que lanzaban desde sus colas eran armas poderosas que podrían atravesar hasta el más resistente de los muros, como si fuera solo papel mojado.
Eran demasiado intimidantes, tanto que nadie quería tenerlos como destino, a excepción de los Trushyanos, quienes los aceptaban no por valentía, sino por afinidad, pues al ser ambos engendros de la tormenta, se respetaban porque sabían que su naturaleza hacía gritar al mismísimo cielo sin mostrar piedad.
Y el último era la tan famosa especie de fuego, Blazefire, bestias hechas de rabia pura y extremadamente territoriales cuando se trataba de su compañero humano —si es que llegaban a aceptar uno, porque odiaban a los humanos a muerte—. No creaban vínculos fácilmente, y si alguien cruzaba su límite, su aliento de fuego los incineraba sin piedad, como a simples cucarachas.
El silencio se hizo pesado cuando las personas desmontaron de sus destinos. Eran dos mujeres de cuerpo robusto y un hombre con cicatrices en todo el rostro. Subieron al estrado y, tras intercambiar unas palabras en voz baja, se colocaron frente a todos los aspirantes.
—¡Todos pongan atención! —exclamó una de las mujeres, de cabello rubio, frente al vociferador negro—. Desde este momento están bajo la mirada del castillo. Recuerden: todavía no son nada hasta que pasen la prueba y se conviertan en reclutas. Mi nombre es Chantal. —Llevó la mirada a la mujer tras de ella—. Thalassa. Y él es Wasa. —Señaló con un dedo a su compañero.
—Es mejor que no perdamos tiempo con ilusiones baratas —dijo Wasa, recorriendo la mirada de todos los presentes que lo observaban desde abajo—. Aquí nadie va a tratarlos como príncipes, mucho menos como reyes, ni a consolarlos cuando estén llorando. Si esperan compasión por parte de Rivernum, den media vuelta ahora mismo y regresen a casa para ponerse bajo las faldas de su mamita. —Tensó la mandíbula—. Si se quedan, prepárense para sangrar.
—Esto no es un juego —agregó Thalassa, sonando más amigable que sus compañeros—. A nosotros no nos importa de dónde vengan, que apellido tengan o que sueños traigan consigo, no sirve de nada en Rivernum. Porque lo único que interesa aquí es su poder.
Chantal sonrió de lado mientras sacaba un pergamino arrugado de su cinturón y lo desenrolló con calma, dejando que su mirada recorriera lentamente los nombres escritos en él. Cuatrocientos, igual que el día anterior. El proceso de reclutamiento en Rivernum siempre se extendía durante dos días, distribuidos en distintas zonas del castillo según la carrera elegida, aunque al final, la prueba resultaba igual de mortífera para todos los aspirantes.
—Presten atención: cuando escuchen su nombre, avancen con el pergamino de citación en mano y formen filas rectas, cincuenta aspirantes por grupo. Si tu nombre no está en la lista, ahórrate el tiempo y vuelve a casa. A mitad del próximo año podrás intentarlo de nuevo y probablemente ser aceptados.
Cathanna se puso nerviosa de inmediato. No tenía ningún pergamino de citación. Y peor aún: si su nombre no estaba en esa lista, significaba que debía irse. ¿Pero a dónde iría? Aunque tampoco quería quedarse en ese lugar. De pronto, un olor intenso se le metió por la nariz. Era a limón. Entrecerró los ojos, intentando dar con el origen de aquel aroma, pero por más que buscaba, no lograba encontrarlo.
Comenzó a respirar pesado mientras veía cómo todos sacaban sus pergaminos. Su mirada se posó en Janessa, que sacaba el suyo del bolsillo del pantalón. Así que, imitando esa acción, metió la mano en sus propios bolsillos, buscándolo, aunque algo dentro de ella le decía que no lo encontraría. Pero, para su suerte, encontró un rollo mediano, igual al que tenía Janessa. Lo desenrolló y ahí estaba la citación: su nombre falso y la información que no tuvo tiempo de leer.
—Janessa Velkra. —Janessa dio un paso adelante, formando la primera fila—. Ji-soo Dalum; Ryen Portian; Celine Haelin; Jared Rowen; Cathanna Heartvern...
Cathanna respiró hondo nuevamente y avanzó con paso torpe, sintiendo que cada paso pesaba más que el anterior. Se colocó en la fila con la cabeza baja, evitando cualquier contacto visual. No quería levantarla y cruzarse con los ojos fuertes de la mujer que caminaba entre ellos, escudriñándolos como si pudiera leer sus pensamientos. Tenía miedo, y no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo.
—¿Muy nerviosa, chica? —susurró Thalassa en su oído, tan cerca que el aliento cálido le erizó la piel—. Muéstrate segura si no quieres que te hagan llorar a base de entrenamiento. Hombres como Wasa disfrutan torturar a mujeres que huelen a miedo… como tú.
—No tengo miedo —intentó decir con firmeza.
—¿Segura? —preguntó, rodeando sus hombros, como si de amigas de años se trataran—. Tu cuerpo tiembla, tu mirada está clavada en el suelo y tu voz... Por favor, tu seguridad es tan falsa como el respeto que dicen tenernos. Consejo de mujer a mujer: no demuestres cobardía. No llegarás a ningún lado de esa manera.
—Sí, señora.
—¿Señora? —dio un paso atrás con el ceño fruncido—. ¿Cuántos años crees que tengo, mocosa? Para ti, y para todos los hijos de puta que se meten en este infierno, soy teniente. ¿Entendido? Teniente —remarcó la palabra con una mirada que podría partirla en dos—. No me rompí el culo entrenando día y noche para que me llamen “señora”, como si fuera una perra abuela.
—Sí, teniente —dijo Cathanna rápido, tragando duro.
—Eso está mejor, chica. —Le dio varios golpecitos en la cabeza—. Tienes suerte de contar con la protección de cierta persona aquí dentro; de lo contrario ya estarías comiendo tierra.
—¿Protección? —repitió, reuniendo las cejas.
—Solo dame el maldito pergamino.
Cathanna extendió el pergamino tan rápido como pudo. Los nombres continuaron sonando, uno tras otro. Del grupo numeroso que había llegado, poco más de la mitad fueron llamados. El resto comenzó a murmurar con rostros tensos, algunos se aferraban a la esperanza, otros simplemente aceptaban el rechazo en silencio.
—Antes de la prueba, hay ciertos temas que deben quedar claros —indicó Chantal, colocando las manos detrás de su espalda recta—. Primero: si logran superarla, tendrán seis meses de entrenamiento intensivo. Durante ese periodo, podrán retirarse sin enfrentar consecuencias graves. Pero una vez hecho el juramento... ya no habrá vuelta atrás. Cualquiera que intente desertar después de ese punto enfrentará un castigo severo, impuesto por la corte suprema.
—Las formaciones pueden darse en cualquier momento del día —dijo Thalassa, recorriendo a todos con una expresión que nadie supo descifrar —, así que no se acostumbren a tenerlas solo por la mañana. Podrían ser en la madrugada o en la noche, como se le pinte al líder.
—Creo que con esto ya tienen suficiente información sobre lo que ocurre dentro del castillo —agregó Wasa, cruzando los brazos con seriedad—. Si logran sobrevivir a este entrenamiento, no serán solo armas mortales, serán embajadores de la muerte. Y les aseguro que todos en el reino les tendrán mucho respeto.
Tras segundos de suspenso, comenzaron a avanzar por un camino estrecho, donde se oía el canto de las hadillas —esas criaturas pequeñas que, aunque parecían inofensivas, eran tan letales como el veneno de una rana verde—. Cathanna solo podía hacer muecas de asco, pues el olor que emanaba el lugar era nauseabundo.
Después de largos minutos de caminata, llegaron finalmente a la tan temida torre de Rivernum, y con razón. Su tamaño era tan absurdo que parecía una burla de los ingenieros que la construyeron, para que ningún aspirante pudiera llegar arriba. Se alzaba entre la niebla oscura que cubría los cielos, con escaleras en espiral.
—Esto debe ser un maldito chiste —dijo Cathanna, dejando escapar un suspiro dramático—. ¿Cómo vamos a subir eso sin morir?
Subir hasta la cima les tomaría al menos una hora si la torre lo permitía, porque no se trataba de una cuestión de altura simplemente, ya que algunas escaleras se desmoronaban sin previo aviso, como si la estructura misma quisiera deshacerse de los débiles. Otras conducían de vuelta al inicio, atrapando a quienes no sabían leer las marcas ocultas en las paredes, que solo unos pocos eran capaces de ver.
Lo peor era que cuando uno cometía un error y era transportado al principio, todos los demás aspirantes debían bajar y empezar de nuevo con él. Por eso ya muchos se encontraban agotados, con la desesperación quemándoles la piel.
Había gritos de enojo y después un silencio pesado tras cada caída, porque ella no perdonaba a nadie, ni a los que le imploraban que no los tocara. Era larga y extremadamente letal. Un viaje directo para ir a conocer a los dioses, los mismos que, según muchos relatos, abrían el camino al Alípe para unos pocos; los más dignos.
—Tú puedes hacerlo —se animó a sí misma, retomando el ascenso a la cima, ya que alguien fue arrastrado por la escalera de vuelta al inicio—. No puedes rendirte ahora... sería una locura. —Por un momento, su mirada se volvió borrosa, y cuando pensó que caería, un agarre en su brazo la llevó nuevamente a la realidad.
—No caigas, Cathanna —dijo Janessa, apretándole el brazo con fuerza—. Descansa si estás demasiado agotada. Quédate atrás si quieres, pero no caigas. Pase lo que pase, llegarás a la meta.
—Gracias —indicó Cathanna con dificultad.
—Te espero en la cima... si es que alguien más no lo arruina antes. —Le soltó el brazo suavemente—. No caigas, por los dioses.
Cathanna se pegó contra la pared, intentando recuperar el aliento. Para su mala suerte, esta se movió de repente, deslizándose hacia un lado y dejándola caer en un salón enorme, iluminado por una luz extraña de color rojo. Estaba lleno de mesas repletas de comidas exóticas que parecían demasiado perfectas para ser reales. Pero antes de que pudiera reaccionar, un gruñido profundo y áspero le erizó la piel. Desde la oscuridad, comenzaron a salir muertos arrastrándose con movimientos grotescos.
Giró, buscando una salida, pero la pared por la que había entrado ya no estaba. Lo único que encontró fue una escalera que giraba en espiral en el centro del salón. Corrió hacia ella con la poca fuerza que le quedaba, esquivando los brazos podridos, y cuando creyó que no lo lograría, puso un pie en la escalera, la cual se sacudió con fuerza, deseando hacerla caer, pero ella trepó como si su vida dependiera de ello —porque lo hacía— y abrió la puerta al final... solo para caer, aunque para su suerte, alguien la sostuvo a último segundo.
Cathanna miró hacia abajo y por un instante pensó que ahí se acababa toda su vida. Sin embargo, con la ayuda de dos aspirantes más que la sujetaron desde arriba, logró subir. Y sin decir nada, ellos empezaron a escalar otra vez, dejándola atrás, con la respiración rota.
—Maldita torre de mierda.
Se tomó un momento para recuperar el aliento antes de seguir subiendo, esta vez con pasos más lentos. Ya no le quedaban fuerzas para ver sobre su hombro a las personas que venían detrás. Se concentró en subir, contando del uno al diez, y entonces un coliseo comenzó a alzarse en la cima, rodeado de columnas gigantes que sostenían figuras colosales de los dragones inmortalizados en piedra blanca: Blazefire; Nyssaneth; Zyarehte; Vearhion; Terrovas; Xyphara; y Valkiria. Curvó una ceja, sonriendo de felicidad.
Minutos después, llegó a la cima con el corazón golpeando su pecho una y otra vez. Se apoyó sobre las rodillas, respirando con dificultad, mientras sus ojos se clavaban en el coliseo que se alzaba frente a ella. Al fina había terminado el tormento, según ella.
—Esto apenas empieza —anunció Janessa, surgiendo de la nada junto a Chantal y Wasa—. Lo que viene después les va a robar el aire… y quizá algo más valioso.
—¿Esto no es la prueba? —inquirió Cathanna, parpadeando varias veces, dándose aire con las manos.
—Por supuesto que no —intervino Chantal, sonriendo apenas—. Ustedes subieron al lugar donde será la prueba. —Su dedo índice señaló el coliseo—. Apresúrense.