Leoncio Almonte tenía apenas trece años cuando una fiebre alta lo condenó a vivir en la oscuridad. Desde entonces, el joven heredero aprendió a caminar entre las sombras, acompañado únicamente por la fortaleza de su abuelo, quien jamás dejó que la ceguera apagara su destino. Sin embargo, sería en esa oscuridad donde Leoncio descubriría la luz más pura: la ternura de Gara, la joven enfermera que visitaba la casa una vez a la semana.
El abuelo Almonte, sabio y protector, vio en ella más que una cuidadora; vio el corazón noble que podía entregarle a su nieto lo que la fortuna jamás lograría: amor sincero. Con su bendición, Leoncio y Gara se unieron en matrimonio, iniciando un romance tierno y esperanzador, donde cada gesto y palabra pintaban de colores el mundo apagado de Leoncio.
Pero la felicidad tuvo un precio. Tras la muerte del abuelo, la familia Almonte vio en Gara una amenaza para sus intereses. Acusada de un crimen que no cometió —la muerte del anciano y el robo de sus joyas—
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El abuelo Ulises.
Leoncio Almonte.
No era un secreto para nadie que el heredero de la familia Almonte estaba ciego, ninguna joven veía interesante casarse con un hombre así.
La mansión de los Almonte se alzaba como un símbolo de poder y tradición, rodeada de jardines majestuosos que parecían ajenos al paso del tiempo. Dentro, sin embargo, la vida no era tan espléndida como las paredes de mármol lo sugerían.
Leoncio, el joven heredero, vivía sumido en la oscuridad. No por elección, sino porque la vida le había arrebatado la vista a los trece años tras una fiebre que casi acaba con él. Desde entonces, su mundo era un universo de sombras, de sonidos y aromas, de caricias que le recordaban que aún estaba vivo. Tenía veintitrés años y, pese a su juventud, parecía un anciano cansado de una vida que apenas había comenzado.
El único hombre que parecía realmente preocuparse por él era su abuelo, Don Ulises Almonte. De carácter férreo y voz grave, era respetado y temido por toda la familia. Sabía que sus otros hijos y nietos no esperaban más que verlo morir para lanzarse como buitres sobre la fortuna que había levantado con esfuerzo. Por eso, su mirada siempre se posaba en Leoncio, el único que no conocía la avaricia, el único que no buscaba oro ni poder, porque vivía prisionero en su propio mundo.
—Leoncio —dijo una mañana Don Ulises, entrando en la biblioteca donde el muchacho solía refugiarse—. No puedes seguir así. Necesitas a alguien que esté contigo, alguien que te acompañe cuando yo ya no esté—
El joven alzó el rostro, guiándose por el sonido de su bastón golpeando el suelo.
—¿A qué se refiere, abuelo? —preguntó con voz suave.
—A que necesitas una esposa —respondió el anciano sin rodeos—. Una mujer noble, que te cuide, que te dé descendencia, y que no permita que los buitres te devoren cuando yo falte—
Leoncio sonrió amargamente.
—¿Quién querría un marido como yo? No puedo ofrecer nada, ni siquiera puedo ver su rostro—
Don Ulises lo observó con severidad.
—Te equivocas. Eres un Almonte, y eso ya es suficiente. Además, tienes un corazón noble, y eso vale más que todo el oro que estos muros esconden—
Fue entonces cuando el anciano mencionó el nombre de Gara, la joven enfermera que acudía a la casa una vez por semana para atender al propio Leoncio y al abuelo. Una muchacha sencilla, de rostro dulce y mirada firme, que siempre trataba a Leoncio con respeto y naturalidad, nunca con lástima.
—Ella —dijo el abuelo, con esa seguridad que no admitía discusión—. Gara será tu esposa. Yo hablaré con ella—
Leoncio se quedó en silencio, sorprendido. Una mezcla de miedo y esperanza le recorrió el cuerpo. Él conocía la calidez de la voz de Gara, había sentido la suavidad de sus manos al curarle una herida, pero jamás imaginó que ella podría formar parte de su vida de esa manera.
Mientras tanto, en los pasillos de la mansión, el resto de la familia ya murmuraba. Tíos, primos y sobrinos cuchicheaban con desdén al escuchar que Don Ulises planeaba casar al heredero ciego con una simple enfermera. No lo permitirían. Y si el viejo se atrevía a dejarle todo a Leoncio y a su futura esposa, encontrarían la forma de deshacerse de ambos.
—Abuelo— haciendo una suave pausa —No creo que ella esté dispuesta a destruir su vida a mi lado— El mismo se tenía lástima, no creía que alguien dejara todo a un lado para estar junto a un discapacitado.
—Podrías decir eso de cualquier persona, menos de Gara, ella es la esposa perfecta para ti— el abuelo emocionado resonó el bastón varias veces sobre el suelo.
Leoncio sonrió —Lo dejó en tus manos con una sola condición— Tenía una condición y quería que fuese respetada.
—Dime, lo que tú digas— el hombre mayor se inclinó y escucho las palabras de su nieto.
—Si ella se llega a negar, quiero que te olvides de este tema y me dejes vivir mi vida bajo la oscuridad— Siente que si la propuesta se la hacen a más de una mujer, sería como una súplica, y no quería eso, quería que la propuesta llegue a la mujer indicada y la verdad Gara podría ser.
Ulises tomó su mano y ambos la estrecharon —Trato hecho hijo, será lo que tú digas, ahora prepárate, ella vendrá a rasurarte — Confesó el anciano en medio de la risa.
Leoncio embozó una enorme sonrisa, a la espera de lo que podría cambiar su vida.
Ulises salió celebrando, haciendo un baile de triunfo, sabía que lo más difícil era convencer a su nieto, ahora solo debía esperar a que Gara llegará como de costumbre una vez a la semana.
—Papá, ¿Qué estamos celebrando?— Irene, la madre de Leoncio se acercó con disimulo.
Ulises la miro de arriba a abajo, su hija no era más que un parásito, conectada a una tarjeta de crédito, sin ella no podría vivir, operada desde las uñas hasta el cabello, negada a aceptar que ya es una mujer mayor.
—Nada que te importe, muévete de mi camino— Ulises seguí con su danza, feliz por ver niños correr nuevamente por toda la casa
Irene se cruzó de brazos y le hizo una mueca de molestia, se dio media vuelta y fue a husmear lo que su hijo estaba haciendo, basto asomar su rostro y ver cómo Leoncio sonreír como tonto.
Arrugó su boca con maldad y se fue hacia su habitación, su único hijo, se cuidó su cuerpo por años, decidió tenerlo ya en último momento y el mocoso perdió la vista, dejo de quererlo al darse cuenta de que ahora era inservible.
Ulises se paró en la puerta, a la espera de Gara, una joven dulce y de gran carácter, como un niño impaciente movía su bastón, hasta que la vio llegar, conduciendo su pequeño auto, tan serena, se estacionó y bajo su pequeño maletín de primeros auxilios, un conjunto blanco, amaba verla con esa falda ajustada al cuerpo y su el gorro que esconde su cabello.
Gara al verlo embozo una sonrisa tierna.