Abigaíl, una mujer de treinta años, quien es una escritora de novelas de amor, se encuentra en una encrucijada cuando su historia, la cual la lanzó al estrellato, al sacar su último volumen se queda en blanco. Un repentino bloqueo literario la lleva a buscar a su hombre misterioso e intentar escribir el final de su maravillosa historia.
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capítulo 5
**Segundo día.**
Abigaíl llegó temprano, esta vez más preparada, o al menos eso creía. Llevaba consigo una carpeta con informes actualizados, la agenda electrónica sincronizada y una sonrisa profesional que apenas ocultaba su ansiedad. La noche anterior no había podido dormir, reviviendo cada palabra, cada gesto, cada mirada que Eric Black le había dedicado el día anterior.
Pero hoy, la rutina fue distinta.
Desde las ocho en punto, se encontró acompañándolo a reuniones, repasando presentaciones, redactando correos mientras él dictaba con voz firme y clara. Su eficiencia llamó la atención de varios directivos; su atención al detalle, su compostura, incluso su discreta capacidad para anticiparse a las necesidades de Eric, no pasaron desapercibidas.
Él tampoco fue indiferente.
A cada momento en que sus miradas se cruzaban, Eric sentía que algo en su interior se tambaleaba. Había algo magnético en ella. Su manera de tomar notas, de moverse sin estorbar pero sin desaparecer. Cada vez que se inclinaba para alcanzarle un documento, él sentía ese perfume suave y cálido que removía algo en su memoria. Algo que seguía sin poder ubicar.
Y entonces, ocurrió el accidente.
Después de una intensa mañana de juntas, ambos regresaron a la oficina principal. Abigaíl, agotada, caminaba unos pasos detrás de él, revisando unos papeles cuando un cable mal enrollado en el pasillo se enredó en su tacón.
—¡Cuidado! —exclamó Eric, girándose justo a tiempo para atraparla cuando cayó hacia adelante.
Sus cuerpos chocaron con fuerza, su carpeta voló al suelo junto con los papeles, y los brazos de Eric rodearon su cintura como un acto reflejo.
Por un instante, quedaron atrapados en esa cercanía. Ella respiraba entrecortadamente, y él sentía el leve temblor que recorría su cuerpo. Todo en ella —el perfume, la calidez de su piel, esa mirada que parecía esconder algo— lo descolocaba.
—¿Estás bien? —preguntó, con la voz más ronca de lo habitual.
—Sí —susurró ella, sin moverse, como si sus piernas no le respondieran del todo.
Él la soltó con lentitud, casi a regañadientes, y ambos se agacharon para recoger los papeles esparcidos por el suelo. Fue entonces cuando sucedió.
El cabello de Abigaíl, al inclinarse, se deslizó sobre su hombro dejando expuesta la nuca.
Y allí estaba.
Una pequeña flor de loto, tatuada justo donde comenzaba la columna, delicada, negra y ligeramente difuminada en los bordes. Eric se quedó inmóvil por un segundo. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Conocía ese tatuaje.
Lo había visto antes. No en una imagen ni en una red social. Lo había visto… de cerca. Muy cerca. En una noche que su memoria aún se negaba a soltar del todo.
Abigaíl, ajena a la repentina tensión en su cuerpo, alzó la vista justo cuando él la miraba fijamente.
—¿Pasa algo? —preguntó, notando el cambio en su expresión.
Eric pestañeó, reaccionando al instante.
—No. Nada… —dijo, apartando la mirada demasiado rápido—. Solo me distraje.
Ella lo estudió un segundo más, pero no insistió. Terminó de recoger los papeles y entraron en silencio a la oficina.
Pero el resto del día, Eric no fue el mismo.
Continuó con sus tareas, asistió a sus reuniones, incluso intercambió bromas con algunos colegas. Pero por dentro, su mente no paraba. Ese tatuaje lo estaba volviendo loco.
Porque ahora ya no era solo su voz. Ni su perfume. Ni esos ojos.
Era una prueba.
Una flor de loto.
En la nuca.
Como aquella noche.
Y aunque aún no lograba poner todo en su lugar, una verdad comenzaba a gestarse en su interior con fuerza:
*Esa mujer no era una desconocida.*
Oficina del Departamento Legal
Tarde del mismo días Erick decidió ir a la oficina de su mejor amigo,para hablar de todo lo que le estaba sucediendo.
—¿Vas a quedarte parado ahí como estatua o vas a decirme qué demonios te tiene tan distraído desde esta mañana? —preguntó Nicolás sin levantar la vista de su computadora.
Eric cerró la puerta y se dejó caer en el sillón frente a su escritorio. Aflojó su corbata con un gesto cansado, pero no dijo nada enseguida.
—Hay una nueva asistente —murmuró al fin.
Nicolás levantó una ceja, divertido.
—Ajá. Y eso te afecta… ¿por qué? ¿Te cambió el café por descafeinado?
—No. Es solo que… —Eric se pasó la mano por la nuca, molesto consigo mismo por lo que estaba a punto de decir—. Hay algo en ella.
—¿Algo como qué? ¿Piernas kilométricas? ¿Una voz de esas que dan ganas de pecar?
—Nico, en serio.
—Perdón, dale. Estoy concentrado —dijo, cruzando los brazos y apoyando el mentón en la mano—. ¿Qué pasa con la nueva?
—Se llama Abigaíl Ferrer. Y desde que entró, siento que ya la conozco de algún lado. Pero no puedo ubicarla. Hay gestos, miradas… hasta el perfume. Y hoy… vi su tatuaje.
—¿Tiene tatuaje? Bueno, eso cambia las cosas —bromeó Nicolás con una sonrisa pícara—. ¿Dónde?
Eric lo fulminó con la mirada.
—En la nuca. Una flor de loto. Pequeña. Negra.
Nicolás bajó lentamente la mano. La sonrisa se desdibujó, aunque no desapareció del todo.
—¿Estás diciendo que…?
—No lo sé. Podría ser una coincidencia. Hay millones de mujeres con tatuajes de flores. Pero… juro que es igual. Y la forma en que me mira a veces… como si supiera algo. Como si me conociera también.
Nicolás se reclinó en su silla, cruzando las piernas.
—Creí que ya la habías superado —dijo con tono ligero, pero con una carga de verdad—. La mujer fantasma de hace cinco años. ¿Cómo era que la llamabas? ¿"La noche sin nombre"?
Eric no respondió.
—Te volviste un monje después de eso, amigo. Abandonaste las pistas, el whisky y las modelos de pasarela. Si esa mujer fue solo una noche más, definitivamente fue la más jodidamente intensa de tu historial.
—No sé si fue ella.
—¿Y si sí?
Eric se tensó, pero no contestó.
—Entonces —continuó Nicolás, con esa chispa en los ojos que solo aparecía cuando algo lo intrigaba de verdad—. Digamos que me interesa conocer a esta Abigaíl Ferrer. No porque esté buenísima, claro —bromeó—, sino porque me encanta resolver acertijos… y esta chica suena como uno bastante jugoso.
Eric se pasó una mano por el rostro, frustrado.
—Solo quiero saber si la conozco. Eso es todo.
—Perfecto —respondió Nicolás, con una sonrisa apenas contenida—. Yo también. Así que… dejala cerca. Observá. Y si la flor de loto resulta ser la llave del pasado… lo vamos a descubrir.
Ambos se quedaron en silencio por unos segundos, compartiendo la misma tensión sin admitirlo.
Porque algo, después de cinco años, había vuelto a moverse.
Y su nombre era Abigaíl Ferrer.
**
Pasillo exterior de la sala de juntas – Un par de días después
Nicolás Herrera caminaba con paso relajado por el pasillo de cristal, su carpeta en una mano y el celular en la otra. Se detuvo al ver, a través de las puertas entreabiertas de la sala de juntas, a Abigaíl de pie junto a Erick, entregándole unos documentos.
Ella hablaba en voz baja, seria, como siempre. Con sus gafas de pasta negra, su moño impecable, y ese conjunto gris perla que no dejaba espacio para distracciones... o eso parecía.
Nicolás se apoyó con descaro en el marco de la puerta, sin hacerse notar aún. Observó la manera en la que ella inclinaba levemente la cabeza al escuchar a Erick, cómo se le escapaba una sonrisa apenas curvada cuando él decía algo que no alcanzó a oír. Y, sobre todo, notó cómo, al agacharse para recoger un bolígrafo del suelo, la tela de su falda se tensaba justo lo suficiente para imaginar sin ver.
Sus ojos se entornaron con interés genuino.
—Vaya, vaya... —murmuró para sí, antes de avanzar en silencio por el pasillo hasta que Eric salió de la sala, cerrando la puerta tras de sí.
—¿Qué hacías ahí, espiando como acosador corporativo? —preguntó Eric, alzando una ceja.
—Observar, Eric. Es un arte. Vos deberías intentarlo más seguido —respondió Nicolás con una media sonrisa—. Así que… *ella* es Abigaíl Ferrer.
Eric no dijo nada, pero su mirada lo confirmó.
—Tengo que admitirlo —dijo Nicolás mientras caminaban rumbo al ascensor—, tiene una sobriedad que impone. Fría, profesional, distante. Una secretaria modelo.
—Lo es —respondió Eric con firmeza, quizás demasiado rápido.
—Pero —añadió Nicolás, girando apenas la cabeza para mirarlo de reojo—, debajo de ese moño ridículo y esas gafas de bibliotecaria… hay una mujer que haría temblar al más cabrón de los hombres. Sexy. Seductora. Sensual. Y si me apurás… incluso atrevida.
Eric frunció el ceño.
—No le hables así. Es mi asistente.
—Por eso mismo no lo hago frente a ella —rió Nicolás—. Pero vamos, no me digas que no lo ves. Esa mujer se viste como si quisiera desaparecer, pero su cuerpo grita lo contrario. Y esos ojos… parecen saber demasiado.
Eric se mantuvo en silencio, incómodo.
—¿Y vos decís que no recordás de dónde la conocés? —preguntó Nicolás con fingida inocencia.
—No con certeza. A veces estoy seguro de que sí, otras veces... me digo que es solo una idea que me inventé.
—¿Y si no lo es? ¿Y si es *ella*?
Eric desvió la mirada, molesto. Nicolás sonrió.
—Tranquilo, amigo. Yo solo miro. Observo. Y si algo puedo decirte es esto: esa mujer… no está aquí por casualidad.