Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 11: Más allá de las apariencias.
El cielo empezaba a aclararse cuando el carruaje del conde llegó al hospital. Era una mañana fresca y tranquila. Una ligera bruma cubría los techos de la ciudad, como si el planeta aún estuviera en sus sueños. Magdalena salió con paso decidido, envuelta en un abrigo oscuro de lana que apenas dejaba entrever el modesto vestido que llevaba debajo.
Aunque su vestimenta se asemejaba a la de una institutriz, su presencia era distinta. Se mantenía erguida, era discreta y callada, pero sus ojos estaban atentos y reflejaban una sabiduría ajena a su tiempo.
—Es un honor contar con su compañía esta mañana, señorita Belmonte —dijo el conde Arlington al abrir la pesada puerta de piedra gris del hospital.
Magdalena asintió con una sutil inclinación. En su interior, los nervios bulliciosos reverberaban como agua hirviendo, pero su rostro continuaba sereno.
El hospital, a pesar de su buen cuidado, tenía un aspecto sencillo: paredes de piedra, camas de hierro, ventanales altos y escasa luz. No había electricidad, ni instrumentos quirúrgicos esterilizados, ni siquiera conocimientos avanzados sobre gérmenes. El diagnóstico se basaba en los sentidos, la vivencia… y la intuición.
Freddy la llevó a una habitación donde reposaba un hombre mayor. Su piel era amarillenta y tensa; sus ojos tenían un tono rojizo; su abdomen estaba hinchado. Un médico más joven había diagnosticado una fiebre temporal, pero Magdalena no necesitó más que un vistazo para intuir que algo no iba bien.
Se acercó, tomó su pulso, observó sus labios secos, palpitó suavemente su vientre y estudió detenidamente sus ojos.
—¿Ha orinado con frecuencia, señor? —inquirió suavemente.
—Muy poco, señorita… y el color… oscuro como el alquitrán —murmuró el paciente con esfuerzo.
El conde la miraba en silencio. Magdalena se levantó con tranquilidad.
—Esto no es una fiebre común, mi lord. El hombre presenta síntomas evidentes de ictericia. Su abdomen está hinchado y su pulso es irregular. Me temo que padece una enfermedad hepática aguda. Si no me equivoco… es una intoxicación. Debemos sangrarlo inmediatamente y aplicar compresas frías de vinagre. Caldo de huesos, descanso y evitar cualquier alimento graso. O morirá antes del anochecer.
Freddy la observó sorprendido. Su diagnóstico había sido claro y contundente. Ninguno de sus médicos habituales habría sospechado tal cosa.
—¿Dónde adquirió ese conocimiento?
—Observando, señor. Y recordando lo que otros pasan por alto.
Él no insistió más. Le bastaba ver cómo se comportaba para entender que decía la verdad. Juntos visitaron a otros dos pacientes. Magdalena, nuevamente, dejó a todos boquiabiertos con su precisión. En silencio, él la observaba con respeto, pero también con creciente curiosidad.
Al regresar a la entrada del hospital, Freddy la acompañó hasta la puerta.
—Hoy ha salvado una vida. Tal vez incluso más de una —comentó, mientras le hacía un gesto casi cariñoso—. No me equivoqué al traerla.
—Hice lo que era necesario, mi lord —replicó Magdalena, bajando la vista.
Se separaron en la calle adoquinada. Él volvió a sus patrullas. Ella se encaminó hacia el mercado.
El bullicio del mercado era como otro tipo de medicina: el aroma a pan recién hecho, las voces de los vendedores, el tintinear de las monedas, y el ir y venir de mujeres con cestas colgadas del brazo. Allí la aguardaba Greta, con su vestido desgastado y su delantal sucio.
—¿Qué tal te fue con el conde? —preguntó, interesada.
—Mejor de lo que pensé… y también peor —suspiró Magdalena—. Cada vez que me mira como si descubriera algo nuevo… temo que sepa demasiado.
Inspeccionaron los puestos rápidamente. Magdalena adquirió lo esencial: vendajes, gasas, jabón negro, aceites esenciales, caléndula, jengibre, manzanilla. Incluso un pequeño frasco de tintura de opio.
—¿Y esto? ¿Vas a abrir una farmacia? —bromeó Greta.
—Quiero estar lista. Aquí no se sobrevive improvisando.
Antes de marcharse, se dio permiso para hacer algo que había aplazado por días. Compró una blusa blanca con bordados, una falda nueva color ciruela y una capa de terciopelo gris. No eran prendas lujosas, pero tenían estilo. Las miradas de los hombres no tardaron en fijarse en ella. Greta levantó una ceja.
—¿Y esto es para el hospital?
—No. Es para mí.
—¿Vas a conquistar al conde con esa ropa?
—No busco conquistarlo. Quiero protegerlo. Él aún no lo sabe… pero necesita que alguien lo cuide.
Greta la observó en silencio. Asintió. Entendía más de lo que Magdalena imaginaba.
Al caer la tarde, regresaron al castillo. Magdalena organizó sus compras con cuidado. Luego se sentó frente al espejo, recogió parte de su cabello con una cinta de encaje y se miró. Por primera vez en semanas, se sintió como ella misma. No solo como Magdalena Belmonte… sino como Lila Fernández, renacida en otro mundo.
Esa noche, el comedor del castillo fue preparado con esmero. Evangelina, como si fuera la dueña de la casa, había decidido un menú completo y había dado instrucciones precisas sobre la vajilla y la música de fondo. Llevaba un vestido burdeos de satén, más apropiado para una ópera que para una cena familiar.
Pero justo cuando iba a servirse el primer plato… la puerta se abrió.
Magdalena entró.
Lucía su nuevo vestido verde esmeralda. De mangas largas, escote modesto, cintura ajustada y falda amplia de terciopelo. Su cabello, suelto por primera vez, caía en suaves ondas, sujetado por una peineta de nácar. Llevaba el collar de Penélope. Sencillo, pero cargado de significado.
El conde se levantó de inmediato. La miró intensamente. El silencio fue absoluto.
—Buenas noches, conde —dijo Magdalena con una sonrisa suave.
—Buenas noches, señorita Belmonte. . . Se ves… muy hermosa esta noche.
—Gracias, mi lord. Greta me ayudó a escoger el vestido. Creí que era apropiado.
Evangelina presionó los labios, esforzándose por sonreír.
—No tenía idea de que las tutores también se vestían para causar buena impresión.
—Y yo no sabía que las invitadas dictaban las normas del castillo —contestó Magdalena con el mismo tono amable.
Penélope se levantó de su asiento para abrazarla.
—¡Finalmente has llegado! No quería cenar sin ti.
—Lo sé, querida. Y aquí estoy.
La cena se desarrolló en un ambiente de tensión silenciosa. Evangelina trataba de sonreír, pero cada comentario del conde hacia Magdalena la afectaba mucho. No probó su comida.
—La señorita Belmonte me brindó ayuda hoy en el hospital —expresó el conde de manera clara—. Detectó un caso de hepatitis que incluso yo había pasado por alto. Tiene un talento especial.
—Es la razón por la que debería quedarse con nosotros para siempre —comentó Penélope con entusiasmo.
El tenedor de Evangelina tembló. La afirmación había sido precisa.
Magdalena bajó la mirada, pero una sombra de satisfacción se dibujó en sus labios.
No había recurrido al veneno. No había planeado una falsedad. Simplemente había actuado como ella misma. Y esa noche… por primera vez, Evangelina se dio cuenta de que su adversaria no era una sirvienta sin educación.
Era una mujer con su propia luz.
Y eso… resultaba más amenazante que cualquier conspiración.
MAGDALENA CON SU NUEVA ROPA.