Los Que Imitan

Emily

Hoy dejé atrás la casa. Dejé a Joel.

Me tomó casi toda la mañana decidirme. El diario, la guitarra y unas pocas provisiones descansaban junto a la puerta mientras yo simplemente me sentaba en el suelo, mirando su tumba a través de la ventana rota. El cristal estaba cubierto de polvo, y en las esquinas crecían telarañas que se movían con la brisa. Desde donde estaba, solo podía ver la parte superior del montículo de tierra, la flor marchita que había dejado sobre las piedras.

Me sentía como una traidora, como alguien que abandona algo sagrado. Había algo en esa cabaña que aún me ataba, como si su presencia siguiera allí, invisible pero constante. Me costaba moverme, como si una parte de mí se resistiera a cruzar la puerta. Pero también sabía que quedarme sería otra forma de morir. Y Joel no me enseñó a rendirme.

Antes de irme, tomé una piedra y grabé su nombre en la pared del interior.

No lo hice bien. Las letras quedaron torcidas, rasgadas, como hechas por una niña con demasiada prisa. Me temblaban las manos. Pero no importaba. Lo importante era que quedara constancia de que existió. De que amó. De que luchó. De que hizo una diferencia en este mundo quebrado.

"Aquí vivió y murió Joel", escribí.

"Humano. Valiente. Amigo."

Me senté frente a esas palabras durante un largo rato. Las repasé con los dedos como si así pudiera grabarlas también en mi piel. Luego empaqué con cuidado. El diario en lo más profundo de la mochila, protegido del polvo y la lluvia. La guitarra colgada a mi espalda como un pedazo de esperanza. Cada objeto pesaba más de lo que debería. No por el peso real, sino por la memoria que cargaba cada uno.

Cada paso que di hacia la puerta me pareció arrancarme algo más del alma.

La carretera estaba vacía, como siempre.

Solo el sonido de mis propios pasos me acompañaba, y el viento susurrando entre los árboles. El cielo era gris, cubierto de nubes densas, pero no llovía. Había una tensión extraña en el aire, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración. Todo parecía más grande ahora. Más vacío.

La soledad ya no era un susurro constante; era un grito en mis oídos.

Mientras caminaba, me sorprendí hablando sola. Murmullos, frases sueltas, recuerdos que escapaban de mis labios como si necesitara repetirlos para que no se desvanecieran.

"Joel habría dicho que este cielo parece una mala pintura", murmuré en voz baja, como si aún estuviera caminando a mi lado.

Pasado el mediodía, mientras bordeaba un claro, vi una columna de humo elevándose en la distancia.

Una parte de mí quiso correr hacia ella, gritar, llamar. Otra parte, la que Joel ayudó a fortalecer, me obligó a detenerme, observar, pensar. No toda señal de vida significa seguridad. No todo fuego promete calor.

Me agaché entre los arbustos, respirando con dificultad, observando el humo elevarse en líneas suaves hacia el cielo. Era delgado, como de una fogata pequeña, no de un incendio. Eso podía significar muchas cosas: una cocción rápida, un refugio temporal… o una trampa.

Decidí acercarme lentamente, manteniéndome entre los árboles, usando cada sombra como refugio.

Joel me enseñó eso. Avanzar sin ser vista, confiar en mis oídos, en mi intuición. A cada paso, mi corazón latía más fuerte. No por miedo, sino por una esperanza tan dolorosa que casi dolía más que el miedo mismo.

La idea de encontrar a alguien, a un ser humano real, era como caminar hacia una ilusión. No quería ilusionarme. No quería encontrar a alguien solo para tener que correr otra vez. Pero aun así, seguí caminando, paso a paso, con la guitarra golpeando ligeramente mi espalda como un recordatorio de lo que perdí… y de lo que aún cargo.

Antes de que anocheciera, encontré una vieja cabaña abandonada a medio camino.

Su estructura tambaleante parecía a punto de colapsar, pero por esta noche, sería mi refugio. La puerta colgaba de una sola bisagra, y el interior olía a humedad, madera podrida y polvo antiguo.

Dentro, entre los escombros, vi huellas de una vida que ya no existía: platos rotos en el suelo, un mantel deshilachado aún aferrado a una mesa tambaleante, un osito de peluche sin ojos tirado bajo una silla volcada. Todo estaba congelado en el tiempo, como si la familia que vivía allí hubiera desaparecido de golpe, dejando todo atrás.

Me senté junto a la chimenea vacía. No había leña. Solo hollín viejo y trozos de ceniza esparcidos.

El diario sobre las rodillas, la guitarra a mi lado.

No escribí de inmediato. Me quedé escuchando el viento colarse por las grietas de la madera, recordando el sonido de la voz de Joel, su risa, su tos seca en las noches frías.

Recordé el momento exacto en que me dijo que debía aprender a sobrevivir sola. Lo dijo sin dramatismo, sin miedo. Como una verdad inevitable.

Y cuando al fin reuní el valor para escribir, supe que cada palabra era una promesa de seguir avanzando, aunque el mundo siguiera desmoronándose a mi alrededor.

Escribir no era solo una forma de recordar. Era una forma de resistir. De existir.

Era mi forma de sostener su voz un poco más.

Esta noche dormiré abrazada al diario.

No por superstición, sino porque en sus páginas está él. Su historia. Su lucha. Y también la mía.

Mañana seguiré.

No sé a dónde me llevará el camino.

Pero sé que seguiré caminando.

Por Joel.

Por mí.

Por todos los que ya no están.

Y por quienes, sin saberlo aún, siguen esperando que algo de este mundo pueda salvarse.