Fui la mujer perfecta
En la oscuridad descubrí el placer, descubrí que mis piernas no eran para cerrar, que mi lengua podía acariciar y herir con el mismo arte.
Aprendí a gemir con rabia y a dominar con las caderas.
Ahora regreso. Con vestidos de seda y piel perfumada, con un cuerpo que aprendí a usar como un arma.
Él cree que vuelvo para cumplir aquella promesa. Cree que aún soy suya.
La mujer perfecta ha muerto. Lo que queda… es una diosa del placer y la venganza.
No viene a buscar amor. Viene a cobrar.
NovelToon tiene autorización de Gloria Escober para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Entre risas e hilos invisibles
La boutique de novias era amplia, blanca y bañada en luz natural. Vestidos colgaban como fantasmas etéreos en perchas de madera pulida. Angeline se movía entre ellos con un brillo nuevo en los ojos, mientras su madre se mantenía cerca, como una sombra elegante, señalando detalles, opinando con una sonrisa apretada.
—Este tiene demasiadas piedras… parece una virgen de altar —dijo su madre, tocando una tela con desdén.
—Pero es hermoso —murmuró Angeline, con una leve sonrisa—. ¿Y este? Mira el escote… es delicado, pero elegante.
—Delicado, sí. Pero demasiado escote, hija. Recuerda que no solo es tu boda, es también la imagen de tu futuro. Tu suegra estará ahí. Y toda la familia Jones. No querrás parecer… innecesariamente atrevida.
Angeline asintió, aunque su mirada se quedaba enganchada en el vestido.
La dependienta llegó con una caja en los brazos.
—El señor Jones pidió que se le mostrara este modelo en particular. Dijo que lo había visto en una revista de Milán y creyó que te encantaría.
Angeline se sonrojó. Era el primer gesto que Víctor hacía sin supervisión, sin corregirla, sin controlar. Solo pensó en ella.
El vestido era sencillo, con encaje bordado a mano, mangas de tul suave, y una cola discreta. Angeline lo tocó con los dedos, casi con reverencia.
—Es… perfecto.
Su madre sonrió. Era la sonrisa de quien moldea con paciencia. No forzaba a su hija, la dirigía. Como una costurera que hilvana sin que el maniquí se dé cuenta.
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Esa noche, en casa, Angeline dejó el vestido cuidadosamente sobre la cama. Tenía el corazón acelerado. Víctor había llegado con flores. No rojas. Blancas. “Pureza”, le había dicho, besándole la frente. Luego la llevó a cenar. Le habló de los muebles de la casa que estaban decorando juntos. Le preguntó si quería hijos pronto, si soñaba con tener una hija que se llamara como ella. Él no mandaba. Consultaba. Y eso la hacía sentir importante.
—Eres la mujer perfecta, Angeline —le susurró al oído antes de despedirse.
Ella durmió con esa frase acariciándole el pecho como una canción.
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Pero al otro lado de la casa, el ambiente era distinto.
—¿Dónde estuviste anoche, Mónica? —preguntó el padre, con la voz áspera pero disfrazada de preocupación.
—En un bar. Con amigos. Hombres y mujeres. ¿O vas a pedirme ahora la lista de nombres, papá?
—Mónica… sos una señorita. Tenés que cuidarte. Las apariencias…
—¿Las apariencias? ¿Como Angeline? ¿Como mamá, que nunca alza la voz pero te manipula con dulzura hasta que pensás que fue tu idea? ¿Querés otra hija muñeca, que diga “sí, papá”, “sí, amor”, “sí, suegra”?
El padre frunció el ceño.
—No te permito…
—Claro que no me lo permitís. Pero igual lo hago. Porque yo no soy ella. Yo no quiero ser perfecta. Quiero ser libre. Aunque te duela.
Dicho eso, Mónica se encerró en su cuarto. Puso música. Alta. Sucia. Como una declaración de guerra.
Angeline, desde el pasillo, lo escuchó todo. Pero no dijo nada.
Miró su vestido. Luego la puerta cerrada de su hermana.
Y por primera vez, no supo si debía sentirse orgullosa… o asustada.
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Al día siguiente
El cielo estaba pintado de un tono dorado que anunciaba la caída del sol. Angeline caminaba del brazo de Víctor por el parque central, con una sonrisa tímida en los labios y una flor recién cortada entre los dedos. Él había insistido en salir a caminar “como la gente normal”, dijo, haciendo una mueca de exagerado agotamiento.
—¿Seguro no quieres que te traigan el parque a tu oficina? —le preguntó ella, divertida.
—Ya hice la solicitud, pero al parecer los árboles no caben por el ascensor —respondió él, con tono seco pero los ojos chispeantes.
Angeline soltó una carcajada. Víctor se rio también, de forma contenida, pero sincera.
—¿Y si tenemos tres hijos? —preguntó él de pronto, deteniéndose para mirarla.
—¿Tres? ¡Con uno me vas a tener llorando en el baño por meses!
—Entonces mejor cuatro. Así el primero tiene con quién pelearse y tú tienes excusa para llorar por turnos.
—Estás loco —dijo ella, dándole un empujón juguetón.
Él la tomó por la cintura, fingiendo que se tambaleaba.
—Locamente enamorado. Pero si te ríes así siempre, me vas a tener de rodillas para el resto de mi vida.
Ella bajó la mirada, avergonzada, pero contenta.
—Estás diferente hoy.
—¿Diferente cómo?
—No sé… más liviano. Como si no quisieras controlarlo todo.
—Quizás me estoy curando. O quizás tú me estás curando.
—O capaz que ya no me temes —dijo ella en broma.
—¿Temerte? Siempre voy a temerte un poco, mi amor. Porque tienes el poder de destruirme solo con una mirada. Pero si vas a usar ese poder para hacerme reír… no me importa.
Y sin decir nada más, la alzó en brazos.
—¡Víctor! ¡Bájame! —rió ella, nerviosa pero feliz.
—No. Estoy practicando para cuando te lleve así cruzando la puerta de nuestra casa. Con tus pies descalzos, tu pelo mojado y un anillo que te quede perfecto.
—Estás loco —repitió, pero esta vez en un susurro que sonaba a "te quiero".
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Cuando Angeline regresó a casa, todavía tenía una sonrisa colgando del alma. Dejó el bolso en la sala y fue directo a la cocina, donde su madre estaba organizando flores en un jarrón de cristal.
—Llegaste tarde —dijo ella sin voltear.
—Fui a caminar con Víctor… —respondió Angeline—. Estuvo tan dulce hoy, tan atento… hablamos de hijos, de la casa… fue hermoso.
Su madre dejó las flores y se dio vuelta, con una sonrisa medida.
—Me alegra que estés contenta. Pero recuerda, hija, los hombres no son perfectos. A veces se distraen, se equivocan… incluso pueden tener algún desliz.
Angeline frunció el ceño, incómoda.
—¿Desliz?
—Nada grave, claro. Muchas capillas pueden cruzarse en el camino, pero lo importante es que tú seas la catedral. La mujer a la que siempre regresa. La que representa el hogar, la estabilidad, la virtud.
—No me gusta pensar que el amor es una competencia…
—No es una competencia, Angeline, es una misión. Ser esposa no es solo tener un anillo o una boda. Es saber cuándo hablar y cuándo callar, cuándo exigir y cuándo ceder. A veces, proteger el amor significa tragar palabras… otras, sonreír aunque duela.
Angeline bajó la mirada. Esa dulzura en la voz de su madre era como un perfume espeso que se pegaba en el alma.
—Yo solo quiero que sea feliz conmigo. Que me elija. Siempre.
—Lo hará —respondió su madre, tomando sus manos—. Pero nunca olvides: una buena esposa no exige amor perfecto, construye un amor posible. Y para eso, hay que ser fuerte… y sabia.
En el presente
Débora estaba de pie junto a la ventana del estudio. Las luces de la ciudad parpadeaban como constelaciones artificiales mientras el viento nocturno golpeaba el vidrio con suavidad. Sostenía una copa de vino entre los dedos, pero no la había probado. Su mirada estaba perdida en algún punto que no pertenecía al presente.
En su mente, el pasado regresaba como un eco: su madre arreglando flores, Víctor alzándola entre risas, su hermana Mónica gritándole que se estaba atando una soga al cuello…
Un leve golpe en la puerta la hizo volver al presente.
—Señorita Débora —dijo uno de sus empleados al asomar la cabeza—. El señor Iván está aquí. Pregunta si puede verla.
Ella tardó unos segundos en responder, con el rostro imperturbable.
—Déjalo pasar.
El hombre asintió y se retiró en silencio. Minutos después, Iván cruzó la puerta. Llevaba un abrigo oscuro y el rostro marcado por la tensión. Cuando el empleado cerró tras de él, no dijo ni una palabra: fue directo a ella.
La besó sin pedir permiso, sin titubear. Con la urgencia de alguien que sabe que está perdiendo algo que no puede reemplazar. Débora, por un instante, correspondió. Sus labios se fundieron en un beso que hablaba de todo lo que no habían dicho. De lo que fue. De lo que pudo ser.
Pero entonces ella se separó. Respiraba agitada, los ojos brillaban, pero su voz salió firme:
—Iván… no puedes seguir viniendo así.
—No quiero dejarte —dijo él, mirándola con una mezcla de desesperación y deseo—. No me importa si me escondes del mundo, si nunca dices mi nombre. Quédate conmigo, aunque sea en secreto.
—Esa decisión ya está tomada —respondió ella, bajando la mirada.
—Débora…
—No —lo interrumpió con suavidad, pero sin dudar—. Esto no es amor, Iván. Es necesidad. Es hambre. Y eso siempre se termina devorando a uno mismo.
Él la miró como si no la reconociera. Como si esperara que su voz temblara. Pero ella se dio media vuelta, tomó su copa de vino, y antes de salir del estudio, dijo:
—No vuelvas esta semana. Tengo cosas que ordenar… y entre ellas estás tú.
Y sin mirar atrás, cerró la puerta.
Victor a tenido paciencia con Angeline está enamorado realmente o siente culpa por lo que le pasó.
Son muchas interrogantes y ya uno siente ansiedad por saber.
Porque ese suspenso que nos tienen como fue y porque se transformó en Débora y no siguió siendo Angeline.
Que tendrá que ver Victor y su hermana
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