Ginevra es rechazada por su padre tras la muerte de su madre al darla a luz. Un año después, el hombre vuelve a casarse y tiene otra niña, la cual es la luz de sus ojos, mientras que Ginevra queda olvidada en las sombras, despreciada escuchando “las mujeres no sirven para la mafia”.
Al crecer, la joven pone los ojos donde no debe: en el mejor amigo de su padre, un hombre frío, calculador y ambicioso, que solo juega con ella y le quita lo más preciado que posee una mujer, para luego humillarla, comprometiéndose con su media hermana, esa misma noche, el padre nombra a su hija pequeña la heredera del imperio criminal familiar.
Destrozada y traicionada, ella decide irse por dos años para sanar y demostrarles a todos que no se necesita ser hombre para liderar una mafia. Pero en su camino conocerá a cuatro hombres dispuestos a hacer arder el mundo solo por ella, aunque ella ya no quiere amor, solo venganza, pasión y poder.
¿Está lista la mafia para arrodillarse ante una mujer?
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Llegada y partida.
Hola de nuevo a todos mis lectores.
Quiero comenzar agradeciéndoles por el apoyo que siempre le brindan a mis historias; espero que esta también sea de su agrado.
Debo advertirles que esta no es una historia como las demás: aquí no encontrarán una relación típica ni perfecta. Sé que algunas de ustedes no disfrutan de historias con tantos problemas o giros oscuros, y quiero que lo tengan en cuenta desde el inicio.
Esta trama puede considerarse un poco tabú para algunas personas, debido a que es una mujer con cuatro hombres. Si eres alguien devota al sacramento del matrimonio, probablemente esta historia te hará enojar —y mucho—.
Además, habrá escenas de sexo más explícitas de lo habitual, temas delicados y mucho “picante”.
Así que, queridas lectoras, están totalmente advertidas.
Comencemos.
En Italia, el líder de la Cosa Nostra y su esposa yacían en una enorme cama. El hombre no paraba de besarla mientras reían de sus locuras.
—Amor, cuidado con la barriga —advirtió ella, muerta de risa, y él solo fruncía el ceño.
—Me voy a poner celoso, ya no me quieres... —ella lo abrazó y lo besó; eran dos seres que se amaban con locura, a pesar de que habían pasado por mucho para estar juntos.
El teléfono del hombre sonó aquella noche y, de inmediato, ella contrajo el rostro. Odiaba cada vez que él se iba, porque no sabía si volvería. La mujer lo amaba más que a nada.
—Debo irme, mi amor, pero juro que vuelvo rápido —anunció, dándole un beso en la frente y saliendo rápido del lugar.
Tiziano Marconetti salió de la mansión. Su teléfono no dejaba de sonar: era Eleonora Alfieri, quien lo llamaba sin cesar desde que coincidieron en uno de sus antros. Lo que debía ser un desliz se convirtió en chantajes para obligarlo a estar con ella; cada vez que ella quería verlo, él corría por miedo a que destruyera su matrimonio. Conocía muy bien a su esposa, Giuliana: jamás perdonaría una traición.
El auto de Tiziano recorría a toda velocidad las calles de Italia. Necesitaba ir a poner en su lugar a Eleonora: su esposa lo necesitaba más que nunca y no podía estar llamándolo por estupideces. Mientras conducía, sacó su teléfono, pero la mujer no contestó. Volvió a marcarle, pero no hubo respuesta.
El auto no se detuvo; él solo pensaba en arreglar las cosas para regresar con su esposa embarazada, sin saber que haberla dejado sola le costaría muy caro.
La amante de Tiziano lo acosaba a toda hora. Un día incluso llegó a la mansión para reclamarle porque no había ido a verla. El hombre ni siquiera sabía por qué aún no le había metido un balazo; solo por eso, la mujer pensaba que él la amaba. Aquella vez que se metió a la mansión, Giuliana los encontró discutiendo, y él la presentó como una prima que tenía mucho tiempo sin ver. De hecho, se quedó dos días con ellos, y una de esas noches, él se escabulló para estar con ella en la habitación de al lado.
Esto le facilitó a la mujer entrar aquella noche a la casa. Los guardias la dejaron pasar porque ya era costumbre que se apareciera a toda hora, y su esposa ya no sospechaba nada. La mujer subió hasta la habitación y encontró a Giuliana leyendo en su cama. Tenía un cuento en la mano y lo narraba con alegría mientras sobaba su barriga con la otra mano libre.
—Giuliana, querida, ¿cómo estás? —saludó Eleonora al entrar a la recámara, sonriendo muy convencida.
—¿Qué estás haciendo aquí, Eleonora? ¿A esta hora? ¿Sucedió algo? Mi esposo no está —respondió con inocencia, sin conocer las intenciones de la vil mujer.
—Lo sé. Él me pidió que viniera a hacerte compañía porque creía que se iba a tardar. Mira, te traje esto; la muchacha del servicio lo preparó para ti —le entregó un jugo que ya traía en la mano desde afuera y solo sirvió en un vaso de vidrio.
—Gracias, pero no es necesario, eres muy amable —Giuliana se negó, pero Eleonora insistió tanto que no tuvo otro remedio que aceptar. Lo bebió con tranquilidad y conversaron un rato, hasta que Giuliana empezó a tener sueño y se quedó dormida.
Eleonora salió de la mansión sin ser vista y se dirigió rápidamente de vuelta a su apartamento, aunque Tiziano apenas acababa de llegar para encontrarlo vacío.
Tiziano maldecía y arrojaba cosas al suelo.
—¡Siempre es lo mismo con esta mujer! Cuando la vea, la voy a matar —gritaba, lleno de cólera. Su pecho subía y bajaba, y apretaba los puños con fuerza mientras bufaba con rudeza.
Tomó el teléfono y volvió a llamar. Esta contestó un momento para decirle que había salido por unas pastillas porque se sentía mal y que no tardaría.
Unos minutos más tarde, Tiziano estaba desesperado. Al verla, la tomó por los brazos y la sacudió.
—¿Qué demonios haces? ¿Cómo me haces venir para luego irte? ¡Estás loca! —la empujó, tirándola a un sofá.— ¡Que sea la última vez que me llamas, desgraciada, porque te juro que te voy a matar! —sacó su pistola del pantalón y la apuntó en la frente. La mujer estaba demasiado exaltada, pero incluso si esa bala se le escapaba, estaría feliz, porque por fin lograría lo que quería: deshacerse de dos estorbos.
Mientras todo esto pasaba, Giuliana dormía. Lo que se había tomado tenía una sustancia que la dejaría inconsciente. Dos horas después de haberse quedado dormida, despertó con un fuerte dolor; se agarraba el vientre y gritaba, mientras lágrimas le corrían por el rostro. Era insoportable.
Gritaba llamando a alguien. Llamó a Eleonora, a Tiziano, pero por fin una de las empleadas la oyó y llamó a los hombres del señor para que la llevaran a la clínica.
Los hombres llamaron a Tiziano camino a la clínica. El italiano estaba desesperado; solo escuchar que su esposa se sentía mal y no estar ahí lo llenaba de ira.
El hombre manejaba como un demente, sin esperar a nadie. Solo quería que ella estuviese bien. Gritaba que sería la última vez, que jamás volvería a ver a esa mujer si algo le pasaba a su esposa.
Mientras tanto, en la clínica, una mujer entró con el vientre pesado y el rostro pálido. Las contracciones llegaron como olas violentas, arrancándole el aliento.
Los médicos corrieron, gritaron, empujaron carros metálicos y agujas. Pero nada fue suficiente. La hemorragia se extendió como un río negro y silencioso.
El doctor le decía que pujara, pero ella ya sentía que se desgarraba desde adentro; el dolor era insoportable, y el pecho le dolía al respirar. El esfuerzo fue inmenso y, aun así, nada se pudo hacer. La madre murió antes de escuchar el primer llanto de su hija.
Tiziano llegó poco después, desesperado. Se posó detrás del vidrio y vio cómo el corazón de la mujer que amaba se apagaba, mientras el llanto del bebé llenaba el quirófano como un cruel insulto. Maldijo en voz baja por no haber estado ahí, y maldijo al bebé por haberse salvado y haber matado al amor de su vida.
—Lo sentimos, señor. No sabemos qué pasó; todo estaba bien y, de repente, llegó así —el doctor que controlaba a Giuliana no tenía una explicación médica para lo sucedido; en los exámenes, nada salió.
—¡Eres un maldito inútil! ¡Te voy a matar! ¡Porque salvaste a ella y no a mi mujer! ¡Era a mi mujer, no a ese maldito engendro! —lleno de furia, entró a abrazar el cuerpo de su esposa fallecida. La pegó contra su cuerpo mientras las lágrimas le salían del rostro; la sostuvo con fuerza, pero nada la despertó. Le dio un beso, a pesar de que ella seguía helada e inerte. Ese día murió con ella al menos una parte de él.
Desde aquella fatídica noche, Ginevra no fue una hija: fue el recordatorio cruel de la muerte, la culpable silenciosa de la tragedia que destrozó a su padre. Para él, cada latido de la niña era un eco del último suspiro de su esposa.
Esa noche se fue a casa sin la niña. Los hombres la llevaron al día siguiente. Era atendida por sirvientes; a él no le interesaba si comía o no. Soñaba con que su esposa se hubiera salvado y el “engendro”, como le decía a su hija, hubiera muerto.
Se concentró en sus negocios y en desquitar su dolor acostándose con Eleonora. Esto hizo que la dejara embarazada, y un año después de que su esposa había fallecido, nació su nueva hija. Tuvo que traer a Eleonora a vivir con él y hacerla su esposa. Este solo fue el comienzo del infierno para la pequeña Ginevra; al menos respetó el nombre que quería su madre para ella.
Muchas bendiciones y sobre todo sanación a la nena.
Gracias por este capítulo a pesar de la situación actual de salud.
Abrazos
La familia es la prioridad.
Eso sí está novela es para mentes abiertas por algo la escritora lo resalta en el inicio, si no le gusta lo que está leyendo puede pasar de largo no es necesario que escriba algo que ya está albertido.
De resto como me gustan estos 4 Adonis