Patricia Álvarez siempre ha creído que con trabajo duro y esfuerzo podría darle a su madre la vida digna que tanto merece. Esta joven soñadora y la hija menor más responsable de su familia no se imaginaba que un encuentro inesperado con un hombre misterioso, tan diferente a ella, pondría su mundo de cabeza. Lo que comienza como un simple encuentro se convierte en un laberinto de secretos que la llevará a un mundo que jamás imaginó.
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El brillo de una nueva vida
Punto de vista de Patricia
Regresé al apartamento donde por cinco años fui feliz al lado del hombre que amaba. El olor a su perfume aún flotaba en el aire, una presencia que me rompía el corazón. Saber que su hijo crecía dentro de mí era mi único consuelo, pero la idea de que ese pequeño crecería sin un padre me ahogaba en una tristeza profunda.
Daniela y mi madre no se habían separado de mí. A pesar de las mentiras de Alicia, mi madre se dio cuenta de que todo lo que su hija había dicho sobre mí y Alejandro eran falsedades, movidas por la envidia. Finalmente, había aceptado nuestra relación, apoyándome en el momento más oscuro de mi vida.
Los padres de Alejandro, aprovechando que yo estaba inconsciente, se llevaron el cuerpo de Alejandro y lo hicieron desaparecer. Su poder los amparaba, dejándome a mí al margen de todo. Nadie me permitió ver a Alejandro una vez más. Sus padres me prohibieron asistir al funeral, alegando que su dolor "no lo soportaba". Estaba devastada. Mi vida se había detenido el día en que él se fue. Las noches eran interminables, el insomnio mi único compañero. A veces, solo me sentaba en la sala, con sus fotografías en la mano, preguntándome por qué.
Una noche, Daniela vino a visitarme. Su rostro estaba pálido, y su mirada reflejaba la misma tristeza que me consumía. Tenía que decirle la verdad, tenía que compartir con ella la única luz en mi oscuridad.
—Daniela, necesito decirte algo. Algo que tus padres no pueden saber —le susurré.
—¿De qué hablas? —preguntó, con la voz apenas audible.
—Estoy embarazada...
Su cara se transformó. La sorpresa inicial se convirtió en una inmensa felicidad, una luz que hizo que la tristeza se disolviera en un segundo.
—¿Qué dices? ¿Es en serio? —dijo, una sonrisa temblorosa en sus labios.
—Cuando me desmayé aquel día en el hospital, me hicieron algunos análisis. Salieron positivos sobre el embarazo —respondí, con la voz llena de una emoción que no podía contener—. Siento no habértelo dicho antes, pero tenía miedo de que tus padres se enteraran.
Daniela me abrazó, y su alegría genuina me reconfortó.
—¿Tendrás un hijo de mi hermano? Un pequeño que lleva su sangre está creciendo dentro de ti.
—Sí, amiga. Es la razón por la que sigo luchando. A veces me gana la tristeza, pero después recuerdo a mi pequeño milagro y sigo adelante.
—Te prometo que mis padres nunca sabrán de mi sobrino. Entre las dos lo vamos a cuidar...
—Están equivocadas. Entre las tres lo vamos a cuidar —dijo mi mamá, saliendo de la cocina. Su voz firme nos hizo sonreír a ambas.
La noche continuó, y la conversación se tornó más seria. Daniela se acomodó en el sofá, su mirada perdida en algún punto del pasado.
—Tengo una propuesta. Sabes que estuve en París, y allá hice buenos contactos. Entonces, mientras cumplo la edad requerida en el testamento de mi abuelo y puedo reclamar el control de mis acciones en la empresa, nos podemos ir para allá. Yo puedo conseguir un buen trabajo para las tres.
La propuesta de Daniela era más que interesante; era una tabla de salvación. Era una oportunidad para poner distancia entre la familia Montenegro y yo. Estando lejos, era menos probable que se enteraran de mi hijo. Esa noche, después de mucho pensarlo, decidí aceptar. Una semana después, ya estábamos en el extranjero junto a mi madre, lejos de tanta maldad y con una nueva esperanza.
Los primeros días en París fueron un torbellino de emociones. La ciudad, con su belleza y su ritmo frenético, era un contraste total con el vacío que sentía. El Sena fluía con una calma que yo no tenía, y la Torre Eiffel se alzaba, indiferente a mi dolor. Sin embargo, el aire francés, la nueva rutina, y sobre todo, la compañía de mi madre y Daniela, se convirtieron en un bálsamo.
Daniela consiguió un trabajo casi de inmediato, gracias a los contactos que había hecho en su anterior viaje. Era en una prestigiosa galería de arte, un ambiente que la ayudaba a olvidar el mundo de la alta sociedad y los negocios que sus padres querían imponerle. Por mi parte, mi madre encontró un puesto como chef en un pequeño y encantador restaurante, su pasión por la cocina era un refugio para ella. Yo me dediqué a mi embarazo, y poco a poco, la tristeza se fue transformando en una esperanza suave. Sentía a mi hijo crecer, cada patada, cada movimiento, era una confirmación de que una parte de Alejandro seguía conmigo.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. París se fue convirtiendo en nuestro hogar. Explorábamos la ciudad, reíamos, llorábamos juntas, y en cada rincón, construíamos un nuevo futuro. Mi vientre creció, y con él, mi determinación. Ya no era solo Patricia; era la madre del heredero de los Montenegro. Y eso, lo sabía, me daba un poder que mis antiguos suegros ni siquiera imaginaban. No podía rendirme. No después de todo lo que había pasado.
Un día, mientras tomábamos café en un pequeño bistró, Daniela me miró con una expresión seria.
—He estado investigando, Patricia —dijo, su voz baja y llena de una determinación que no le había visto antes—. Hay una forma de que te conviertas en la única heredera de mi abuelo y así obtener poder sobre las acciones de la empresa. Mi abuelo dejó un testamento alterno en el que estipula que en caso de que mis padres no cumplieran con sus deseos, la herencia pasaría a su descendencia. Mi abuelo nos adoraba y sabía como son mis padres, por eso dejo esa cláusula con un nuevo testamento.
Mi corazón se aceleró. No era solo un plan de venganza, era una forma de honrar la memoria de Alejandro y proteger a nuestro hijo. Aunque el dinero de los Montenegro no me interesaba.
—Se que esto no te importa, pero es el futuro de mi sobrino y no es justo que mis padres se queden con lo que por derecho le corresponde.
—¿Y qué debemos hacer? —pregunté por curiosidad.
—Necesitamos encontrar el testamento. No es el que mis padres tienen. El verdadero está escondido en algún lugar de la mansión. Y una vez que lo tengamos, serás la madre de un heredero legítimo, y mi hijo también heredará su parte por la ley.
—No sé, Daniela. ¿No es demasiado arriesgado? —le pregunté, pensando en el poder de sus padres.
—No hay otra forma —dijo, su mirada fija en la mía—. Mis padres no se detendrán. Si no hacemos algo, nos encontrarán. Y no dejarán que mi sobrino, el verdadero heredero, exista.
La idea de volver a ese infierno me aterraba. Pero la imagen de mi hijo, creciendo sano y salvo, me dio la fuerza para tomar una decisión.
Que buena está la novela