En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
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22/04/2026
Hoy Emily me pidió escribir. Dice que también necesita una voz.
Pasamos el día moviéndonos hacia el este. Emily cree que deberíamos dirigirnos a las montañas. "Ellos prefieren las ciudades", explicó. "Les gusta tener acceso a nuestras cosas, a nuestra tecnología. En las montañas tendremos una oportunidad."
No sé si tiene razón, pero al menos es un plan. Hace tiempo que no tengo uno. Caminamos por senderos medio ocultos por la maleza, cruzamos campos abandonados donde las estructuras derrumbadas parecían tumbas de un mundo que ya no existe. El silencio era tan espeso que cada crujido de ramas bajo nuestros pies parecía un grito. A veces me parecía oír algo más… un zumbido a la distancia, un arrastre, un eco. Pero cuando me detenía, todo volvía a estar quieto. Tal vez es mi mente, o tal vez es el dolor.
Mi herida empeora. La mancha en mi camisa es cada vez más grande, y el dolor más constante. Es como si algo adentro se estuviera corroyendo, una punzada que arde y se extiende lentamente, reclamando mi cuerpo centímetro a centímetro. Emily lo notó esta mañana, pero no dijo nada. Solo desvió la mirada hacia mi costado con esa mezcla de preocupación contenida y aceptación que ya hemos aprendido a usar. En cambio, comenzó a buscar hierbas mientras caminábamos. La vi detenerse junto a un arbusto retorcido, arrancar unas hojas y olerlas, fruncir el ceño y luego guardarlas. Hizo eso varias veces. No reconocí las plantas, pero ella parecía saber lo que hacía.
Al atardecer, cuando nos detuvimos para descansar en un viejo granero, sacó las plantas y las machacó con una piedra. Añadió un poco de agua de su cantimplora y formó una pasta verdosa. El lugar olía a madera podrida y tierra húmeda. Había un par de vigas caídas, y los tablones crujían con el más mínimo movimiento. El cielo se tiñó de rojo a través de los huecos del techo. Todo parecía suspendido en un momento detenido, como si el tiempo estuviera observándonos.
Sin decir palabra, levanté mi camisa y limpió la herida con un trozo de tela humedecida. Sus manos eran sorprendentemente suaves. Sentí vergüenza por mi cuerpo demacrado, por las costillas visibles, por la piel curtida y pálida. Pero ella trabajaba con la eficiencia impersonal de un médico. Ni un comentario, ni una mueca. Solo atención. Precisión.
"Mi madre era enfermera", explicó mientras aplicaba la pasta sobre mi herida. "Me enseñó algunas cosas."
El emplaste ardía como el infierno, pero no me quejé. Cerré los ojos y apreté los dientes mientras la mezcla vegetal penetraba en la carne infectada. El ardor fue cediendo poco a poco, hasta quedar como un latido sordo, constante, tolerable. Me recosté sobre una manta raída que encontramos en el rincón del granero. Afuera, los insectos comenzaban su sinfonía nocturna.
Esta noche, cuando le ofrecí el diario, Emily lo tomó con reverencia, como si fuera algo sagrado. Quizá lo sea. Quizás las palabras sean lo único que quedará de nosotros cuando todo termine. Quizás cuando nadie más esté aquí para recordar, esto —estas páginas manchadas de tierra, tinta y dolor— será todo lo que quedará.
La observé mientras escribía, sus ojos entrecerrados en la penumbra, su ceño fruncido en concentración. Por primera vez desde que la conocí, parecía en paz. Sus labios se movían apenas, murmurando algunas frases mientras la pluma recorría el papel. El fuego parpadeaba suavemente, y su sombra danzaba en la pared agrietada del granero.
Por un momento, el mundo allá afuera dejó de existir. Solo estábamos nosotros, las palabras y la esperanza tenue de que, de alguna forma, sobreviviremos a esto.