Ginevra es rechazada por su padre tras la muerte de su madre al darla a luz. Un año después, el hombre vuelve a casarse y tiene otra niña, la cual es la luz de sus ojos, mientras que Ginevra queda olvidada en las sombras, despreciada escuchando “las mujeres no sirven para la mafia”.
Al crecer, la joven pone los ojos donde no debe: en el mejor amigo de su padre, un hombre frío, calculador y ambicioso, que solo juega con ella y le quita lo más preciado que posee una mujer, para luego humillarla, comprometiéndose con su media hermana, esa misma noche, el padre nombra a su hija pequeña la heredera del imperio criminal familiar.
Destrozada y traicionada, ella decide irse por dos años para sanar y demostrarles a todos que no se necesita ser hombre para liderar una mafia. Pero en su camino conocerá a cuatro hombres dispuestos a hacer arder el mundo solo por ella, aunque ella ya no quiere amor, solo venganza, pasión y poder.
¿Está lista la mafia para arrodillarse ante una mujer?
NovelToon tiene autorización de Marines bacadare para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Otro detalle más.
Ginevra observa cada arreglo cuidadosamente acomodado en algún lugar del apartamento. Sale con un enterizo blanco de seda, de mangas largas. Su escote es en “V”, pero es lo suficientemente cómodo para pasar el día.
—No debió molestarse, señor Mikhail, aunque me encantó el detalle —dice, mientras camina hacia la cocina. Él la sigue.
—Permítame, le preparo un desayuno y me acompaña, ¿le parece? —comenta, comenzando a buscar qué cocinar. Pero él niega con la cabeza, se quita el saco que cubre su cuerpo, logrando que ella se pierda en la forma en que la camisa se ajusta a su torso cuando estira los brazos hacia atrás para desprender la tela de su espalda.
—Acepto, si soy yo quien cocina —dice mientras se acerca a ella, quedando muy cerca. Estira el brazo para tomar un recipiente del gabinete superior, aunque su verdadera intención es dejarla encerrada entre su pecho y el mesón.
Sus miradas se fijan la una en la otra por un instante.
—No, señor. ¿Cómo cree que voy a dejar que usted cocine? —Él levanta una ceja y responde con voz ronca. Ella debe alzar el rostro para mirarlo, y él se inclina un poco hasta que sus alientos se rozan.
El olor a menta fresca eriza la piel de Ginevra, y su conciencia aparece.
_Tropiézate y bésalo, Ginevra. Después dices que fue sin querer_, piensa. Una pequeña cosquilla se le atora en la garganta, pero reprime la risa que quiere salir a flote.
—Es una orden. Yo cocino —dice él, alejándose apenas mientras comienza a buscar ingredientes. La cocina está bañada por la luz tenue de la mañana, filtrada a través de una cortina blanca que ondea suavemente con la brisa.
Mikhail, de pie junto a la encimera, toma una sartén con la habilidad de quien cocina a diario. El aroma del prosciutto crujiente y la frittata dorándose en la sartén llena el aire con una fragancia exquisita.
Ginevra lo observa desde el umbral, ligeramente recostada, con una taza de café humeante entre las manos. Fue lo único que él le permitió preparar.
—¿Desde cuándo sabe hacer eso? —pregunta con una sonrisa divertida, arqueando una ceja.
Él no se gira, pero se le dibuja una media sonrisa mientras rompe la mozzarella con las manos, dejándola caer sobre el pan tostado.
—Desde antes de conocer a los chicos. Pero no había tenido a quién preparárselo.
Ginevra se apoya más en el marco de la puerta, dejando que el silencio la envuelva por un instante.
—Huele a domingo en Roma —murmura, recordando flashes de su niñez.
—Esa es la idea —responde él, colocando las hojas de rúcula como si fueran parte de un cuadro.
La frittata chisporrotea suavemente al retirarla del fuego. Mikhail se gira al fin, con el plato en las manos.
—Per la signorina —dice, inclinando la cabeza con aire de dramatismo.
Ginevra se ríe y levanta una ceja divertida.
—Casi te confundo con un italiano —bromea, y él hace una mueca graciosa.
—Los italianos son delicados. Nosotros, los rusos, no —ella suelta una carcajada, porque, en parte, no está mintiendo.
Ambos se acercan al comedor y preparan la mesa junto con los expresos. Después de probar la comida, ella lo mira con ambas cejas alzadas.
—¿Sabes qué es lo mejor de esto? —pregunta, tomando una tostada caliente.
—¿El prosciutto?
—Que lo hizo usted —dice con calma. Y, aunque no hay coquetería evidente, él se muerde el labio. Está decidido a hacerla suya, sin importar que a su amigo le moleste.
Después del desayuno, él se retira. Ella se queda con ganas de ducharse, porque cada uno de ellos hace estallar su centro de maneras diferentes, pero con igual intensidad.
_—Al menos este sí cocina._ _Creo que sería más fácil manejarlo; solo debo parecer más frágil de lo que aparento ser_ —se dice a sí misma, dirigiendo sus pasos hacia la ducha. Deja caer su ropa y, por un momento, cierra los ojos, imaginando a ese hombre en su espalda, su aliento a menta rozando su cuello y su gran mano bajando desde su pecho, recorriendo cada fibra de su piel. Vuelve a la realidad y decide meterse en la bañera para apagar el fuego que la consume.
Toma su laptop y pasa la mayoría de la tarde trabajando, limpiando empresas desde su computadora. Se le hace fácil hacerlo de manera remota; no por nada fue la mejor de su clase.
Recibe mensajes de varios de sus jefes, porque ahora resulta que no es uno, sino son los cuatro los que se dan cuenta de cómo entra en los sistemas, y la regañan para que descanse, aunque los ignora.
—Si todo sale como espero, eso también será mío. Debo cuidar mi patrimonio —murmura con una sonrisa mientras desliza la pantalla con el dedo, haciendo a un lado los mensajes.
Ya entrada la tarde, el timbre de su puerta vuelve a sonar. Ya nada le sorprende. Tal vez es Aleksei con alguna locura nueva. No lo sabe, y tampoco le molesta.
Se levanta. Esta vez tiene puesto un pijama de pantalón largo y una camisa de botones, manga corta, en tono lila. Sus pantuflas afelpadas le dan ese tono cómodo que quiere para descansar. Vuelve a abrir la puerta por segunda vez en el día y se queda de piedra al ver a tres hombres parados allí.
La mirada de la joven los recorre. Da un paso hacia un lado, quedando cerca del jarrón decorativo donde esconde un arma, porque no tiene ni idea de quiénes son esas personas.
—Tiene que salir. Ahora, señorita De Santis. Orden del señor Vladimir —uno de los hombres, alto, moreno, con el cabello muy bajo y una cicatriz que cruza su ojo, dice con una voz grave y amenazante.
Ella parpadea y les da un vistazo a los otros dos, altos, vestidos de negro, tatuajes en sus manos, cuellos, y uno de ellos hasta tiene una serpiente pintada en la cara. Se paran frente a ella, dejándole claro que no tiene de otra que acompañarlos.
—¿Trabajo? —pregunta, mientras trata de buscar algo que los conecte con el señor Vladimir, y es cuando ve un pequeño tatuaje de león en el dorso de la mano de cada uno.
—No se preocupe. Todo está bajo control —Ginevra asiente y, sin demostrar un gramo de miedo, habla con el mentón arriba y la espalda recta.
—Perfecto. Si me da un momento, me cambio y regreso —ninguno pone negativas, simplemente asienten, y ella cierra la puerta dejándolos parados afuera. Va directo a su habitación y comienza a buscar lo que se va a poner. Elige un outfit blanco: es un vestido con mangas largas y cuello alto, su falda es corta y con dos prisas a cada lado. Se coloca unos guantes a juego y decide ponerse unas botas blancas, donde va escondida una pistola y una navaja; ni siquiera se notan. Se maquilla en el espejo: simplemente labial y máscara de pestañas. Se peina batiendo su cabello para que las ondas suaves vuelen al viento.
Unos aretes brillantes, un bolso de mano negro y una boina blanca completan. Sonríe y decide caminar de regreso con los hombres. Para ella no pasa desapercibida la manera en cómo la observan, con hambre, pero solo es un momento, porque de inmediato quitan su mirada de ella.
Ya en el coche negro, que espera con el motor encendido, no hay explicaciones. Solo silencio y asientos de cuero con perfumes varios, ninguno de su agrado.
Momentos más tarde, llegan a un edificio inmenso. Ya subida, se tensa hacia los hombres, lista para tomar su arma de ser necesario. Ellos se le adelantan con la mano y comienzan a entrar al lugar.
Cuando la puerta se abre, un vestíbulo lujoso de mármol oscuro se deja ver. No entiende por qué la han citado allí. Un asistente de traje gris la recibe sin mirarla directamente y la conduce hasta un ascensor privado. Nadie dice una palabra, pero ella no deja de observarlos por los reflejos metálicos del ascensor.
Llegan al último piso, y al abrirse las puertas, un silencio pulcro la envuelve. Su imagen se refleja en los ventanales de piso a techo. Frente a ella, Vladimir.
Vestía de negro, un traje perfectamente cortado. Un reloj sin manecillas visibles. No sonríe, pero sí logra que su cuerpo hierva.
_¿Por qué no les puede faltar un ojo a alguno, o los dientes? Esto cada vez es más difícil,_ pelea consigo misma.
—Llegas tarde —dice. No es una queja. Es un hecho. Uno que no requiere disculpas.
—No sabía que me esperaba usted —replica ella, sintiendo la rigidez en sus propios hombros. Él asiente con lentitud y la observa como si ya supiera exactamente lo que ella pensaría antes de que lo hiciera.
—Este lugar es tuyo —extiende una pequeña llave plateada sobre la mesa de cristal, cerca de él. Ni una palabra de más. Solo eso.
Ella frunce el ceño, dudando.
—¿Cómo que mío?
Él camina hacia la ventana, con las manos en los bolsillos, dejando que ella aprecie su espalda ancha y musculosa. La ciudad se extiende a sus pies como un tablero de ajedrez.
—Lo elegí. La vista es correcta. La seguridad, adecuada. La ubicación, conveniente. No acepto devoluciones —añade, girándose para enfrentarla. Su mirada es gélida, pero no vacía. Hay intención detrás.
Ginevra entrecierra los ojos.
—No le pedí nada, señor Vladimir.
—Tampoco pediste flores —responde él. Su voz es baja, directa, como un filo que no deja marcas visibles, pero corta igual. Da un paso más cerca, y la pequeña cruza sus brazos en el pecho.
—No se trata de lo que pides. Se trata de lo que mereces. Y de lo que yo decido darte —su dedo roza la llave, aún sobre la mesa, pero no la empuja hacia ella. Espera que la tome por voluntad propia.
Ella parpadea. No puede negar que todo allí huele a poder: piel, acero, vidrio. Nada es blando, mucho menos él.
—¿Y qué quiere a cambio, señor Vladimir? —pregunta finalmente. El tono sale más desafiante de lo que pretende.
El ruso sostiene su mirada por un largo segundo.
—Tiempo. Lealtad. Tal vez, eventualmente... más... —deja la frase colgando en el aire, sin apurarse en completarla.
—¿Más qué? sea directo, señor Vladimir —levanta una ceja con una mirada llena de fiereza.
—Más, como confianza para delegarle más responsabilidad... —contesta, pero ella sabe muy bien que no se refiere a eso.
—Ahora, pase adelante. Porque no le dije un detalle: esto es una orden.