LA FARSANTE

El impacto del golpe de Dinorah y que dejó a Roberto aturdido por un instante, se ha convertido en una bofetada a su ego, su mejilla le arde y la frustración comienza a cobrar fuerza.

Un silencio pesado llena el auto, él tarda unos segundos en procesar lo sucedido. ¿Una bofetada?, ¿ella huyendo?, la confusión se mezcla con una punzada de incredulidad. Creyó tenerla completamente descifrada, una mujer que jugaba sus cartas de una forma que él entendía; sin embargo, esa reacción, esa desesperación y esa huida tan visceral, no cuadra con la imagen de una cualquiera, aunque tal vez, sólo tal vez, continúa con su actuación.

En este momento sus sentimientos están revueltos, piensa que a lo mejor la subestimó; o quizás, la malinterpretó por completo. Aprieta el volante con fuerza y su mirada perdida hacia donde ella desapareció.

La forma en que sus ojos lo miraron, llenos de una mezcla de rabia y dolor que él no había sabido ver hasta ahora, es una escena se repite en su mente.

—¿Qué demonios pasó?— se pregunta en voz alta, porque si ella se presta para fingir, era seguro de que aceptaría su "oferta"...

El sonido de sus tacones resuena en el asfalto, cada paso es una punzada de dolor y rabia; Dinorah siente cómo el aire le falta, no por el beso forzado, sino por la humillación, eso es lo que le oprime el pecho, que precisamente él le dijera palabras tan frías y despectivas, que resuenan, una y otra vez en su mente "una cualquiera", "mi amante". La farsa que había mantenido con tanto esfuerzo se desmoronó por completo.

Sus ojos se llenan de lágrimas mientras va con pasos apresurados, quiere escapar de esa mirada, de esas palabras, de la asfixiante atmósfera de mentiras que la rodea.

Camina sin rumbo fijo, las luces de la ciudad comienzan a encenderse, no sabe cuánto tiempo tiene caminando, ni a donde se dirige, únicamente quiere alejarse de todo, de la farsa, de la humillación, del hombre que ha destrozado su corazón con una sola frase y un beso robado...

Fernando Costa entra con su hijo al estudio, detiene su vista en el escritorio donde hay una serie de documentos meticulosamente ordenados.

—Siéntate, Renzo— ordena Fernando, con una voz inusualmente grave y él obedece preocupado al ver la seriedad de su padre y el despliegue de papeles.

—Papá, ¿qué pasa?, ¿todo bien?— cuestiona y el padre lo mira directamente a los ojos.

—No, Renzo, nada está bien, tenemos que hablar de Víctor— dice sin rodeos mientras ve a su hijo tensarse.

—¿Víctor?, ¿qué hay con él?— pregunta —él es mi amigo, mi compañero de apartamento en Los Ángeles.

—¿Amigo?— inquiere Fernando soltando una risa hueca, para nada divertida —Renzo, he estado investigando tus finanzas, esas "pérdidas inexplicables"— hace comillas —que has tenido desde que comenzaste a despilfarrar la herencia que te dejó mi padre y he encontrado cosas que te van a helar la sangre— dice deslizando una pila de papeles hacia su hijo —Empieza por ahí, son los registros de tus apuestas en línea.

El menor de los Costa frunce el ceño, tomando los folios y sus ojos se abren al ver las cifras, y luego, lo que su progenitor había señalado con un marcador.

—Esto, ¿qué es esta comisión del 5%? ¿Quién está cobrando esto?— cuestiona.

—Víctor— contesta Fernando, con una voz cargada de desprecio —él ha estado quedándose con una parte de cada apuesta que pierdes. ¿te das cuenta que todos estos años se ha quedado con un porcentaje de tus propias pérdidas?, mientras tú te desangras, tu supuesto mejor amigo se enriquece a tu costa.

—No, no puede ser— niega cuando finalmente ha recuperado el habla —Víctor no haría algo así.

—Ah, ¿no?— Fernando empuja otra pila de documentos —y esto, hijo, es mucho peor— le extiende extractos bancarios y solicitudes de préstamos —estos son préstamos que se han solicitado a tu nombre y son préstamos considerables.

—Pero, yo no he pedido ninguno de estos préstamos, esto es un error— dice revisando los nuevos papeles.

—¿Ah sí?— habla el mayor inclinándose —aquí están las firmas y las fechas, que curiosamente, todas coinciden con noches en las que, según tus propias redes sociales y tus llamadas, estabas en estado de embriaguez severa. Noches de fiesta ¿con quién crees?— hace una pausa dramática —con Víctor ¿verdad?, la mayoría de ellos tienen una cláusula de autorización verbal que tú, supuestamente, otorgaste— concluye y ve como el color abandona por completo el rostro de su hijo.

Renzo mira los papeles, las cifras que indican deudas astronómicas a su nombre, y luego a su padre, con los ojos llenos de una mezcla de vergüenza y rabia, ante la traición...

Finalmente, Dinorah logra calmarse y se apresura a llegar a su apartamento, el sonido de la puerta alerta a Dana.

—Dinorah, ¿eres tú, hija?— se escucha preguntar a la madre.

—Sí, mamá, ya llegué— dice mientras se despoja del abrigo y lo coloca en el perchero junto a la puerta.

—Cada vez llegas más tarde— comenta, pero se alarma al ver los ojos rojos de la chica y el rostro hinchado de llorar.

—¿Qué te pasó hija?, ¿por qué estás así?— pregunta angustiada.

—No te preocupes, mamá, es que creo que perdí este empleo, porque la familia llevará a la señora con ellos y ya no necesitarán mis servicios— miente para justificar su estado; además, está decidida a no volver a ver, bajo ningún concepto a esa familia, así que toma su teléfono móvil y teclea un mensaje para Renzo.

"Hemos terminado este asunto, Roberto nos ha descubierto, ya no me presto más a esta farsa."

Después de enviar el texto Dinorah se tumba sobre la cama y se queda dormida por el cansancio y el llanto, mientras espera la respuesta que nunca llega...

El sol comienza a iluminar la imponente ciudad, Roberto no pudo dormir, en toda la noche se la pasó justificando con una lógica rígida sus sentimientos de culpa por la forma de actuar con la mujer de la que se ha enamorado. De igual forma, su hermano menor también pasó la noche en vela, con todo lo que su padre le reveló en la tarde de ayer.

Renzo baja las escaleras con pesadez y se encamina al comedor dónde Elena y Fernando, se encuentran esperando por el desayuno. Levanta la vista hacia sus padres, con los ojos vidriosos y llenos de vergüenza.

—Buenos días, hijo— saluda Elena, viendo el semblante descompuesto de su hijo menor.

—Buenos días mamá— responde dándole un intento de sonrisa —ya debes saber lo que ocurre y cómo fui tan estúpido.

Fernando lo observa, con tristeza, ayer pudo ver en él rostro de su hijo la incredulidad, el shock, y ahora, la dolorosa humillación.

—No es cuestión de estupidez— dice Fernando, con voz suave, pero cargada de una autoridad —es cuestión de confianza mal depositada y de un depredador que supo explotar tus debilidades.

—Así es hijo— interviene Elena —Víctor no es tu amigo, es un estafador, un parásito que ha estado viviendo de tu ingenuidad, de tu dinero, y del buen nombre de la familia Costa.

Renzo baja la mirada recordando las noches de Los Ángeles, las botellas vacías, las risas fáciles y las incitaciones a jugar y beber de Víctor.

—Papá ¿qué puedo hacer?— la voz de Renzo es un hilo, más infantil de lo que había sido en años y su madre lo mira con dolor reflejado en sus ojos.

—En esto no te dejaré solo— dice Fernando —haremos lo que cualquier persona en tu situación haría, peleamos. Esto no se quedará así, en este país, esto tiene nombre y apellido: robo de identidad, fraude, estafa, y son delitos graves.

—Pero, ¿cómo?— cuestiona decidido a cobrar la afrenta —él está en Los Ángeles, yo aquí.

—No importa— interrumpe Fernando, cortante —las leyes estadounidenses son claras en estos casos. Tenemos las pruebas, cada uno de esos documentos es un arma; vamos a contactar a un abogado especializado en fraude y robo de identidad, uno que opere en Nueva York y Nevada y presentaremos una denuncia, pero debes tener en claro que una vez que iniciemos el procedimiento no habrá marcha atrás, además de que debes hacer el firme propósito de ser responsable con tu propia vida...