Tora Seijaku es una persona bastante peculiar en un mundo donde las brujas son incineradas, para identificar una solo basta que posea mechones de color negro
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Aire de Desesperanza
El aire se quebró en un grito ahogado. Una de las brujas, liberada por el fuego de Syra, no respiraba. Su cuello no había resistido la tensión de la soga; había muerto antes de tocar el suelo. Sus dos compañeras se arrodillaron a su lado, lágrimas ardiendo en sus ojos, y esa tristeza se transformó en ira.
Una levantó las manos y el viento rugió con furia, arremolinándose en espirales que levantaban polvo y piedras del suelo. La otra cerró los puños y un estallido eléctrico recorrió sus brazos, relámpagos que chispeaban como látigos prestos a golpear.
El rugido de sus poderes, sin embargo, chocó contra la realidad: las armaduras de los guardias, cubiertas de runas brillantes, absorbían y repelían la mayoría de los ataques. El viento se dispersaba contra un muro invisible, y los rayos se deshacían en chispas al tocar el metal encantado.
Tora observaba desde unos pasos atrás, los dientes apretados y la impotencia creciendo en su pecho. Estaban rodeados, no había salida, y si intentaba lanzarse sin pensar sería un desperdicio inútil.
Syra, con el corazón acelerado, extendió los brazos y levantó una pared de fuego. Las llamas ardieron altas, el calor se extendió, pero un guardia avanzó implacable, atravesando las lenguas de fuego como si apenas fueran humo. Su armadura chisporroteaba, las runas repeliendo el calor.
La lanza del guardia surcó el aire hacia ella. Syra esquivó con agilidad felina, rodando hacia un costado. En el movimiento, atrapó el asta del arma, se impulsó y giró en el aire con una destreza sorprendente, golpeando la armadura con el impacto de su pie. El metal resonó, pero fue en vano: ni una grieta, ni un daño.
Frunciendo el ceño, Syra juntó ambas manos, concentrando cada partícula de calor en un punto. Su plan era sobrecalentar la armadura desde adentro, hacer que el enemigo sintiera el infierno en su propia piel. Pero aquel esfuerzo le costaba tiempo. Demasiado tiempo.
Una sombra se alzó a su espalda: otro guardia, lanza en alto, dispuesto a atravesarla sin piedad.
Tora, a su vez, esquivaba como podía, retrocediendo entre los destellos de espadas y las zancadas pesadas de los guardias. Cada golpe bloqueado, cada movimiento evitado, lo mantenía apenas con vida. La distancia era su única ventaja; no podía dejar que lo acorralaran.
El cerco se cerraba.
El golpe mortal que caía sobre Syra se detuvo en seco: Tora, jadeante y con la frente bañada en sudor, había lanzado una patada lateral que desvió el asta de la lanza. El metal rasgó el suelo en lugar de la espalda de su acompañante.
—¡Concéntrate en salir, no en pelear! —gritó Tora, mientras bloqueaba otro corte con el filo improvisado de un tubo metálico que había arrancado de una baranda cercana.
Syra apretó los dientes y liberó la energía acumulada en sus manos. Un fogonazo de calor hirviente recorrió la armadura del guardia que tenía frente a ella; este se tambaleó, soltando un alarido sofocado dentro del casco antes de caer de rodillas, tratando de arrancárselo. La runa lo protegía, sí, pero la temperatura interna se volvió insoportable.
El círculo de enemigos se cerraba más rápido de lo que podían romperlo. No resistirían mucho tiempo.
El grito de metal quebró el aire antes de que Syra pudiera reaccionar. Una espada atravesó el costado de Tora con brutal precisión, empujándolo hacia atrás hasta que cayó al suelo, su cuerpo inmóvil, los ojos abiertos en un silencio que pesaba como plomo.
—¡Tora! —exclamó Syra, con un desgarro en la voz que parecía arrancarle el alma.
Su desesperación se convirtió en fuego. Sus manos temblaron, y de su interior brotó una llama mucho más intensa que todas las anteriores. El muro de fuego creció, rugiente, chisporroteando como un mar incandescente. Las partículas de calor escapaban del círculo mismo, extendiéndose y lamiendo las paredes cercanas, tiñendo todo de rojo y naranja. El esfuerzo la debilitaba, sentía su maná drenarse con cada segundo, pero nada la apartó de su objetivo: proteger a Tora.
Entró dentro del círculo, arrodillándose junto a él.
—Respóndeme… dime algo… —suplicó, con lágrimas formándose en los bordes de sus ojos.
Tora, con los labios manchados de sangre, la miró fijamente. No había miedo en su rostro, solo un rastro de ternura y resignación. Una sonrisa se dibujó en su boca, débil pero sincera, un intento desesperado de consolarla en medio de la tragedia.
—Por favor… encuentra una forma de escapar de aquí… —susurró, su voz apenas un eco que se apagaba.
Mientras tanto, en el borde de la plaza, las otras dos brujas ya habían caído. Rodeadas por los guardias, fueron atravesadas por las espadas, sus cuerpos desplomándose en la tierra bajo la mirada exaltada del público.
Sobre el caos, un aleteo irrumpió en el cielo. Un loro, con plumas que brillaban bajo el resplandor del fuego, descendió con rapidez hasta posarse en el centro del círculo ardiente.
—¡Amo! ¿Estás bien? —chilló, con voz vibrante, como si el aire mismo le prestara palabras.
Pero la esperanza fue breve. Una parte del círculo fue sofocada de golpe, como si el fuego hubiese sido tragado por una fuerza invisible. Una runa de agua brillaba en el suelo, apagando las llamas con ráfagas frías y violentas. Al mismo tiempo, desde otro punto, un sello mágico liberó una flecha enorme hecha de pura energía azulada. La flecha atravesó el brazo izquierdo de Syra, arrancándole un grito desgarrador y obligándola a soltar la presión sobre sus llamas.
—¡Ahhh!
Su cuerpo se inclinó, sangrando, resistiendo apenas, con los dientes apretados por el dolor.
—Vaya, vaya… —dijo un guardia con voz áspera, acercándose entre los destellos de agua y fuego apagado. Su armadura negra brillaba con los reflejos de las runas grabadas en ella. —Pero si trajeron un espíritu. Espero que este no sea de los que consume tiempo de vida…
El hombre levantó su espada, con un brillo mortal en el filo, y apuntó directo al corazón de Syra.
El golpe final caería en cualquier instante.
"Por favor amo, por favor despierta"
A unos pasos, el guardia levantaba su espada runada, la hoja centelleando con un resplandor azulado que devoraba la luz del fuego. Syra, sangrando y exhausta, sintió el peso del vacío en su pecho: su maná se había extinguido, y cada movimiento era ya inútil.
Clavó la mirada en Tora, esperando un milagro que no llegaba. Una lágrima resbaló por su mejilla ennegrecida por el humo. Luego cerró los ojos con resignación, dejando caer los hombros mientras el filo descendía hacia ella.