Lucia Bennett, su vida monótona y tranquila a punto de cambiar.
Rafael Murray, un mafioso terminando en el lugar incorrectamente correcto para refugiarse.
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Capitulo 2
La bodega de The Reading Nook olía a polvo antiguo y madera húmeda.
Lucía encendió una vieja lámpara de pie, iluminando un espacio atiborrado de cajas apiladas, estantes bajos y libros que parecían haber olvidado su propósito.
El lugar era estrecho y acogedor, con el tipo de caos que solo alguien como ella podía entender.
Rafael descendió detrás de ella, su silueta oscura contrastando con la luz amarillenta.
Sus ojos no dejaban de moverse, inspeccionándolo todo, como un lobo al acecho en territorio desconocido.
Lucía sonrió mientras se agachaba junto a una pila de libros encuadernados en cuero.
—No es muy glamoroso, pero aquí es donde guardamos los tesoros olvidados —comentó, con una chispa de orgullo en la voz.
Rafael dejó que su mirada se posara brevemente en ella.
Había algo en su manera de hablar, de moverse, que no encajaba con la velocidad feroz de la ciudad afuera.
Era como... una grieta en el mundo.
Lucía sacó varios libros y los fue apilando con cuidado sobre una pequeña mesa.
—Mire este —dijo, tendiéndole uno—. Matar a un ruiseñor, edición de los 60s. No es una primera edición... pero es especial.
Rafael tomó el libro.
Sus dedos rozaron los de ella durante un brevísimo instante.
Lucía retiró la mano de inmediato, como si el toque hubiera sido una descarga eléctrica.
Se aclaró la garganta, intentando recuperar la compostura.
—Y este otro —continuó, agachándose para abrir una caja polvorienta—. Una edición rara de poemas de Walt Whitman. Me costó semanas conseguirlo...
La voz de Lucía se fue desvaneciendo cuando Rafael ladeó la cabeza, su cuerpo tensándose de golpe.
Había escuchado algo.
Un chirrido.
Un roce de pasos sobre la acera afuera, demasiado lentos, demasiado calculados.
Alguien rondaba cerca.
En ese mismo momento, el celular de Rafael vibró en su bolsillo interno.
Sacó el dispositivo con movimientos rápidos y controlados.
Una llamada entrante, sin identificación.
El código.
No era buena señal.
Lucía, al ver su expresión endurecerse aún más, frunció el ceño.
Instintivamente, dio un paso más cerca de él, como si pudiera ofrecerle algo —protección, refugio, comprensión— aunque no supiera contra qué.
—¿Todo bien? —preguntó en voz baja, casi un susurro.
Rafael no respondió de inmediato.
En cambio, apagó el celular, ignorando la llamada, y se movió instintivamente, posicionándose entre Lucía y la pequeña escalera que llevaba a la puerta de la tienda, como un muro humano.
Los pasos afuera se detuvieron.
Silencio.
Por un segundo interminable, ambos permanecieron inmóviles, apenas respirando.
Tan cerca que Lucía podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, tan cerca que Rafael podía oler el aroma a libros viejos y a algo más... algo dulcemente humano.
Ella levantó la vista hacia él, sus ojos grandes y claros como el agua en primavera.
Y por un instante, Rafael —el hombre acostumbrado a frialdad, peligro y traición— se sintió tambalear.
Lucía, tímidamente, rompió el silencio.
—Si necesitas esconderte... puedes quedarte aquí. —Su voz era apenas un soplo, pero cargada de una convicción inesperada.
Rafael la miró como si viera algo imposible.
Una puerta abierta en un mundo donde todas siempre habían estado cerradas.
No dijo nada. Solo asintió, una vez. Y en ese instante, sin saberlo, firmaron un pacto silencioso.
Lucía sostuvo la mirada de Rafael un momento más, como buscando confirmar que había entendido. Después, con esa tranquila seguridad que tan pocas veces mostraba, dijo en voz baja:
—Quédate aquí... si quieres. —Señaló un pequeño rincón al fondo, donde unas cajas formaban una especie de refugio improvisado—. No bajan muchos clientes a la bodega. Estarás a salvo.
Rafael asintió otra vez, sin palabras.
Su lenguaje corporal era una mezcla tensa de agradecimiento y desconfianza.
Lucía dio un paso hacia la escalera, luego se detuvo a mitad de camino.
Se volvió, su cabello castaño moviéndose suavemente.
—Voy a atender arriba. —Su voz era serena, aunque sus manos nerviosas traicionaban su calma—. Si quieres subir después... puedes hacerlo.
—Hizo una pausa, bajando un poco la mirada—. No tienes que explicarme nada.
—Y luego, en un tono más suave todavía—: Confío en ti.
Era tan simple como eso.
Tan simple, y tan devastador.
Rafael se quedó inmóvil mientras ella subía las escaleras, su silueta desapareciendo lentamente entre la luz que se filtraba desde la tienda principal.
Arriba, el sonido de la campanilla anunció la llegada de más clientes.
Lucía respiró hondo, enderezó los hombros y cruzó la puerta de la bodega hacia el mostrador, como si nada fuera diferente.
Aunque su corazón latía con fuerza, consciente de la sombra peligrosa y desconocida que había decidido proteger.
En la penumbra de la bodega, Rafael se apoyó contra la pared, su celular aún frío en su mano.
Escuchaba las voces amortiguadas arriba: risas, conversaciones casuales, el mundo normal girando.
Y por primera vez en mucho tiempo, sintió algo extraño anudándose en su pecho:
un atisbo de pertenencia, algo que no tenía nombre.
Podía quedarse escondido.
Podía desaparecer.
Era lo que siempre hacía.
Pero en aquella librería, bajo aquella luz tibia, había una posibilidad diferente, por primera vez en años, consideró quedarse.
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Rafael subió los escalones lentamente, cada paso calculado.
La puerta de la bodega crujió apenas cuando la empujó, y la luz de la librería lo envolvió con una tibieza inesperada.
Se detuvo en las sombras, fuera de la vista directa de los clientes.
Desde allí, vio a Lucía detrás del mostrador, sonriendo mientras envolvía un libro en papel de regalo.
Frente a ella, una mujer joven —una madre— sostenía de la mano a un niño de no más de cinco años, que brincaba de un pie al otro, emocionado.
—¿Quieres abrirlo aquí o en casa, campeón? —preguntó Lucía con una calidez genuina.
—¡En casa! —gritó el niño, apretando el libro contra su pecho como si fuera un tesoro.
La madre rió suavemente y agradeció a Lucía con un gesto cansado pero amable.
Pagó en efectivo, recogió las bolsas y se despidió.
Lucía agachó la cabeza en un pequeño saludo mientras los veía salir por la puerta, el sonido de la campanilla acompañando su partida.
Rafael observaba todo en silencio.
Había algo en la forma en que Lucía se movía, en la ternura natural con la que trataba a esas personas, que le provocaba una sensación incómoda en el pecho.
No pertenecía a ese mundo.
Él era parte de la oscuridad que esas mismas personas temerían si tan solo supieran.
Cuando el último cliente se fue, Lucía se apoyó levemente en el mostrador, soltando un suspiro cansado pero satisfecho.
Fue entonces cuando levantó la vista... y lo vio.
Rafael salió de entre las sombras como un espectro elegante.
Lucía le sonrió, esa sonrisa tímida pero luminosa que parecía no requerir motivos.
—¿Todo bien? —preguntó en voz baja.
Rafael se acercó despacio.
Por un instante, no respondió.
Finalmente, con su tono grave y contenido, dijo:
—Gracias.
—Se detuvo, como si quisiera decir más, pero se contuviera—. No tenías que ayudarme.
Lucía ladeó la cabeza, dejando caer un mechón de cabello sobre su mejilla.
—A veces... las personas solo necesitan un lugar seguro —murmuró.
Rafael bajó la mirada, como si aquellas palabras fueran más difíciles de soportar que cualquier amenaza.
Se pasó una mano por el cabello, inquieto.
—No puedo quedarme —añadió, casi disculpándose—. Pero te debo una.
Lucía negó suavemente, su voz apenas un susurro:
—No me debes nada.
Rafael asintió una vez, solemne.
Antes de irse, echó un vistazo rápido alrededor: la calle, las esquinas, las ventanas de los edificios cercanos.
Sus sentidos se agudizaron, midiendo riesgos, buscando peligros invisibles.
Cuando estuvo seguro de que era seguro, se volvió hacia ella una última vez mirando brevemente su pecho viendo el pin con su nombre.
—Cuídate, Lucía —dijo, su voz rozando una ternura que ni él mismo reconocía.
Lucía simplemente asintió, viéndolo desaparecer entre las sombras de la noche.
Y mientras cerraba la puerta con llave, pensó que algo había cambiado.
No sabía qué era.
No sabía cuánto.
Pero su mundo, tan pequeño y seguro hasta ese momento, acababa de abrir una grieta.
Una grieta por donde podía entrar algo peligroso. O... algo verdaderamente hermoso.
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La ciudad brillaba a sus pies como un manto de estrellas caídas cuando Rafael llegó a su penthouse.
Las ventanas de piso a techo dejaban ver el espectáculo de luces y sombras de Nueva York, pero él apenas reparó en ello.
Cerró la puerta de acero reforzado tras de sí y dejó caer las llaves en una bandeja sobre la consola de entrada.
Todo era silencioso, impoluto.
Demasiado perfecto.
Demasiado frío.
En el amplio salón, tres de sus hombres de confianza ya lo esperaban.
Vestían de negro, discretos pero peligrosos, como extensiones de su propia voluntad.
Uno de ellos, Gabriel —el más antiguo, el más brutal— dio un paso al frente.
—Señor Murray. —Hizo una leve inclinación de cabeza—. La situación está controlada... en parte.
Rafael se despojó del abrigo con movimientos medidos, revelando la pistola oculta en su cinturón.
La dejó sobre la mesita de cristal como si fuera un simple accesorio.
—¿El traidor? —preguntó, su voz como una hoja afilada.
Gabriel intercambió una breve mirada con los otros dos antes de responder.
—Lo tenemos identificado. Se movía para el clan Rivetti. —Escupió el nombre como si fuera veneno—. Alguien lo alertó... escapó antes de que pudiéramos cerrarle el paso.
Rafael apretó la mandíbula, un músculo saltándole en la sien.
Sus ojos, fríos e implacables, brillaron bajo la luz tenue.
—¿Y la filtración?
—Sellada, por ahora. —Gabriel asintió—. Eliminamos a los intermediarios. No hay rastro que nos conecte.
Rafael caminó lentamente hacia la barra de whisky que adornaba una esquina del salón.
Se sirvió un vaso sin hielo, la bebida ámbar brillando como fuego líquido.
Bebió un sorbo y luego se apoyó contra el borde de la barra, pensativo.
—Doblen la vigilancia —ordenó finalmente—. No quiero sorpresas.
—Entendido.
Hubo un momento de silencio pesado, hasta que uno de los hombres, más joven, se atrevió a preguntar:
—Señor, ¿necesita que limpiemos el área donde se refugió?
Rafael giró la copa entre los dedos, pensativo.
Por un momento, la imagen de Lucía apareció en su mente: su sonrisa tímida, sus ojos limpios, el aroma a papel y esperanza.
Negó con la cabeza, lento pero decidido.
—No.
—Su voz no admitía discusión—. Esa librería... no se toca.
Los hombres asintieron sin cuestionarlo, aunque intercambiaron miradas curiosas.
Rafael acabó su whisky de un solo trago y dejó el vaso sobre la barra con un leve golpe.
Después, caminó hacia el ventanal, contemplando la ciudad que alguna vez pensó dominar.
Sin embargo, en esa noche de amenazas veladas y traiciones, solo una cosa ocupaba su mente.
Una pequeña librería.
Y una chica de mirada limpia que, por alguna razón, había dejado una grieta en su mundo blindado.
Y Rafael Murray sabía algo con absoluta certeza:
Las grietas... siempre se abren, nunca se cierran.
Éste hombre no duerme?
Caramba!!!
Éste tipo ya la localizó
y ahora?