aveces el amor no es lo uno espera
NovelToon tiene autorización de sil Deco para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 6 – La mujer del silencio
Los primeros tres días sola fueron una tortura.
No por el lugar. No por el frío o el silencio o la cama prestada que crujía al mínimo movimiento.
Era el miedo.
El miedo era lo que me mordía los tobillos cada vez que cerraba los ojos.
El miedo era lo que me hacía revisar las ventanas tres veces antes de bajar las persianas.
Lo que me empujaba a caminar agachada, a no encender más luces de las necesarias, a comer rápido, como si alguien fuera a arrancarme el plato.
Cada noche escribía en el cuaderno. A veces solo la fecha y mi nombre.
“Luna.”
Una palabra. Una declaración.
Emilia me había dejado una radio vieja. A la mañana ponía una estación local. Las voces de la gente me hacían sentir que el mundo seguía girando. Que aunque yo estuviera detenida, afuera había canciones, cumpleaños, ofertas de leña y empanadas para el fin de semana.
El cuarto día, salí.
Fueron cinco pasos fuera de la puerta. Con el sol en la cara, y el corazón retumbando como tambor de guerra.
Nadie me miró. Nadie me persiguió.
Volví adentro llorando.
No por miedo.
Por alivio.
El quinto día, caminé hasta la esquina.
Y el sexto, Emilia me dejó una nota escondida en una bolsa de pan.
“El almacén de la esquina busca a alguien para ordenar estantes. Pequeño. Seguro. Solo un par de horas al día. Pensalo.”
Lo pensé.
Y el día siete, me até el pelo, me puse la campera más neutra que encontré, bajé la mirada y caminé hasta el almacén.
Se llamaba Don Arturo.
Era un local chico, con estantes desordenados, olor a fiambre y piso de mosaico viejo.
Me atendió una mujer de unos cincuenta y largos, cabello gris recogido en una colita. Tenía un delantal con manchas de harina y manos grandes, trabajadas.
—¿Sos la chica que mandó Emilia? —me preguntó.
Asentí.
—¿Nombre?
Tragué saliva.
—Luna.
Me miró. No preguntó más.
—Vas a ordenar estantes. No me importa si hablás mucho o poco. Pero si te encerrás en el baño a llorar, tomate cinco minutos y volvé. Acá nadie juzga.
Esa fue mi entrevista de trabajo.
Y fue la más honesta que tuve en mi vida.
Los días en Don Arturo me salvaron.
La señora se llamaba Mirta. Al segundo día me dio un mate. Al tercero, una medialuna. Al cuarto, una historia: que su hija también había escapado de alguien. Que las mujeres fuertes saben cuándo marcharse. Que la culpa no era mía.
—Pero yo me quedé mucho tiempo… —le dije.
—Y aún así, saliste. ¿Sabés cuántas no lo logran?
Me acarició el brazo con ternura.
Ese gesto simple… me quebró por dentro.
Me hizo llorar en silencio, mientras acomodaba los paquetes de yerba.
A veces, sentía que Patrick estaba detrás de mí.
Cada sombra, cada ruido fuerte me hacía girar.
A veces soñaba que me agarraba del pelo, que me arrastraba fuera del colchón. Me despertaba gritando.
Pero entonces prendía la luz, escribía en el cuaderno:
“No estoy ahí.”
“Él no está acá.”
“Sigo viva.”
Y me volvía a dormir.
Una tarde, mientras barría la vereda del almacén, un nene se me acercó.
—Hola, ¿vos sos nueva? —me dijo con una sonrisa sin dientes.
Asentí, nerviosa.
—Yo me llamo Iván. Mi mamá me deja venir solo porque Mirta me cuida. Vos sos amiga de Mirta, ¿no?
—Sí… amiga —dije, por primera vez en voz alta. Me costó. Pero lo dije.
—¿Querés venir a mi escuela a contar cuentos? Porque las chicas nuevas siempre tienen cuentos.
Me reí. Una risa cortita, tímida, oxidada.
—Capaz algún día.
—¿Te puedo dar un abrazo?
Miré alrededor. No había nadie más.
—Sí —dije.
Y el abrazo de ese nene… fue como un bálsamo.
Pequeño. Sincero. Inocente.
Esa noche, me cociné unos fideos. Canté bajito mientras revolvía la olla. Y aunque seguía con miedo, aunque todavía no podía dormir sin revisar todo dos veces…
…por primera vez en años, no me sentí rota.
Solo… en reparación.
Y eso ya era un comienzo.