Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 19
La luz del amanecer se filtraba suavemente entre los cortinados de encaje, dibujando sombras doradas sobre las sábanas revueltas. El aire estaba impregnado de un perfume dulce: mezcla de lavanda, calor de piel y susurros de la noche anterior. Griselda dormía profundamente, su cuerpo enroscado entre las sábanas, el cabello suelto desparramado sobre la almohada como un velo de tinta oscura.
Filip no dormía. Desde hacía un rato, la observaba en silencio, acariciando con la yema de los dedos la curva de su espalda desnuda. No había prisa. Sólo ella. Solo ese momento.
Se inclinó y, con suma delicadeza, comenzó a besarla. Primero en la nuca, luego en el hombro, hasta que la sintió moverse ligeramente.
—Mmm… —Griselda murmuró, con los ojos aún cerrados.
Pero Filip no se detuvo. Sus labios subieron por su espalda hasta su cuello, dejando un rastro de fuego que la hizo estremecer. Ella giró lentamente, aún atrapada entre el sueño y la conciencia. Al encontrarse con sus ojos, sus labios se rozaron en un beso suave… pero esa suavidad duró poco.
El príncipe intensificó el contacto, pasando una mano por la cintura de Griselda y acercándola más a él, hasta que no hubo distancia entre sus cuerpos. La temperatura del cuarto pareció elevarse en segundos. La habitación, aún envuelta en penumbra matutina, fue testigo muda de cómo la pasión volvía a encenderse entre ellos.
—Filip… —susurró ella, ya completamente despierta, con la voz cargada de deseo.
Él respondió con otro beso, esta vez más hambriento, más demandante. Sus manos exploraban su piel como si necesitara memorizarla, como si un día sin ella fuera una condena insoportable. Ella lo rodeó con las piernas, buscando más de ese calor, de esa unión, de esa chispa que siempre encendía cuando estaban juntos.
Los jadeos se entrelazaron con los suspiros. La cama crujió bajo sus movimientos sincronizados, urgentes, entregados. Griselda se arqueó contra él, su piel vibrando al ritmo de los besos, caricias y susurros roncos que escapaban de los labios de Filip.
—No tienes idea de lo que provocas en mí… —murmuró él, con la voz grave, mientras enterraba el rostro en su cuello—. Eres la tentación hecha carne.
Ella rió bajito, ahogada por la sensación que crecía dentro de su vientre.
—Tú… tú no eres ningún santo, mi príncipe.
Se besaron una y otra vez, perdiendo la noción del tiempo. El ritmo se hizo más intenso, más profundo, hasta que ambos se deshicieron entre gemidos compartidos y cuerpos entrelazados. La respiración agitada y los corazones al galope llenaron la habitación de un eco invisible.
Minutos después, aún enredados entre sábanas, Griselda yacía apoyada sobre su pecho, acariciándolo con dedos perezosos. Filip jugaba con un mechón de su cabello, todavía jadeante.
—¿Sabes? —dijo él, sin apartar la mirada de sus labios—. Tenerte así… desnuda junto a mí… es una tentación imposible de resistir.
—Y por tu culpa llegaré tarde… —susurró ella, con una sonrisa entre divertida y exhausta.
Filip volvió a besarla, esta vez lento, como si no quisiera dejarla ir.
—Siempre habrá un motivo para volver a hacerte llegar tarde… sobre todo si me miras así.
Estaban por comenzar una segunda ronda de besos cuando un golpe seco en la puerta los sacó de su burbuja.
—¡Griselda! ¡¿Estás despierta?! —era la voz de Anastasia, clara, molesta y divertida—. ¡La reina te espera! ¡No puedes hacerla esperar en la mañana de la boda!
Ambos se quedaron inmóviles un instante. Griselda soltó un gemido, ocultando el rostro contra el pecho del príncipe.
—¡Dile que ya voy! —gritó después, con voz apagada pero firme.
Desde el otro lado de la puerta, Anastasia suspiró:
—Apresúrate. No quiero ser la responsable si llegas despeinada a tu ceremonia.
El silencio regresó por un segundo. Filip sonrió, le acarició la mejilla y volvió a besarla despacio.
—¿Quieres que la atienda yo? Tal vez entienda por qué estás tan... ocupada.
—Ni lo sueñes —le dijo ella entre risas, dándole un leve empujón—. Basta, debo levantarme.
Ella se levantó torpemente, cubriéndose con una sábana mientras caminaba hacia el baño. El cabello desordenado caía sobre su espalda desnuda, y su andar aún tenía el eco de lo que acababan de compartir.
Filip la observó con ojos hambrientos y sonrisa encantada.
—Dame cinco minutos y estarás de vuelta en esta cama…
—¡Y yo en camino al altar despeinada! —gritó desde el baño, aunque su tono claramente no era de enojo.
—Tú te ves hermosa incluso despeinada… —le dijo él, alzando la voz.
Griselda apareció de nuevo en la puerta del baño, envuelta en una bata blanca que había encontrado colgada.
—Y tú… —lo miró con una ceja alzada, y una sonrisa traviesa —. Eres peligroso para mis horarios.
—Pero bueno para tu corazón, espero.
Ella rodó los ojos, aunque sonreía.
—Vístete, príncipe travieso. O tendré que explicarle a la reina por qué tienes marcas de uñas en la espalda.
Filip rió fuerte, pero obedeció. Se levantó, se puso una bata de lino y caminó hasta ella para darle un último beso en la frente.
—Te amo —murmuró.
—Y yo a ti… pero si no salimos de esta habitación ahora, no habrá boda...
Salieron de la habitación minutos después, con el cabello aún húmedo, las mejillas rosadas y miradas cómplices. Los pasillos del palacio ya estaban llenos de sirvientes, damas corriendo con flores y telas, trompetistas afinando y voces ansiosas esperando el gran momento.
Pero entre ellos, el mundo seguía siendo solo de dos.
Ese día, mientras se preparaban para convertirse en marido y mujer, sabían con certeza que no habría imperio, ni protocolo, ni etiqueta que pudiera competir con lo que habían construido.
Porque entre sábanas y suspiros… ya eran uno.