❄️En lo profundo de los bosques nevados de Noruega, oculto entre pinos milenarios y auroras heladas, existe un castillo blanco como la luna: silencioso, olvidado por el mundo, custodiado por un único dragón que ha vivido demasiado tiempo en soledad.
Sylarok Vemithor Frankford, un príncipe de sangre de dragón antiguo, parece un joven de veinticinco años... pero ha vivido más de dos siglos sin envejecer, sin amar, sin pertenecer. Su alma es fría como su aliento de hielo, su vida, una rutina congelada entre libros, armas y secretos.
Hasta que una muchacha cae inconsciente en su bosque, desmayada sobre la nieve como un copo a punto de morir.
Celeste, una nómada de mirada estrellada y corazón herido, huye de su pasado, de los bárbaros que arrasaron su familia, y del invierno que amenaza con consumirla.
Y Sylarok aprenderá que no hay armadura más frágil que el hielo cuando el calor del amor comienza a derretirlo.
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La carne de dragón no se cocina mucho
Un suave ulular interrumpió su sueño ligero. Celeste se incorporó de golpe, aún confundida, solo para ver al búho blanco del invernadero posado sobre el respaldo de una silla. Tenía una mirada penetrante, casi condescendiente, como si esperara que ella lo entendiera.
—¿Tú... quieres que te siga? —pregunta, sintiéndose algo ridícula.
El ave aleteó una sola vez agitando la cabeza que sí, con la solemnidad de un guía ancestral, y salió volando por el pasillo. Celeste, aún medio incrédula, se levantó y lo siguió. La criatura dobló esquinas con seguridad, y cruzó pasillos que crujían bajo los pies como si susurraran secretos antiguos.
Finalmente, el búho se posó en una viga sobre la cocina. Celeste entró, algo maravillada. Era una cocina enorme, blanca y de piedra, con ventanales que dejaban pasar la tenue luz del bosque nevado. Había especias colgando del techo, tarros llenos de conservas… y carne cruda. Mucha carne cruda.
—Oh. Claro... —murmuró, mirando los cortes rojos y jugosos—. Tiene sentido. Un tipo como ese, con esa mirada medio salvaje y ese lobo como mejor amigo, no iba a desayunar tostadas.
Recordó lo que le había dicho Ryujin:
"Al joven le gusta la carne… pero no muy cocida. Y si piensa cocinar, que no le deje la carne como suela de bota."
Celeste suspiró, tomó una tabla de madera y un cuchillo más grande que su antebrazo.
—Perfecto. Carne sangrante para el señor príncipe de hielo.
Mientras cocinaba ella preguntaba al búho en broma.
—Se ve delicioso ¿cierto?
El búho negaba con la cabeza.
—¿Tú qué sabes de términos de coccion?
Mientras comenzaba a preparar algo que a duras penas podía considerarse un desayuno, oyó pasos detrás de ella. Se tensó.
—No es recomendable andar sola por el castillo —dijo una voz masculina detrás de ella. Sylarok la observaba desde la puerta, con la mirada ladeada, curioso.
—¿Y por qué no? ¿Acaso me van a salir alas o algo? —respondió sin mirarlo, revolviendo las especias con aire distraído.
—No, pero el joven al que estás cocinándole… también tiene muy buen instinto de caza. Si te ve con ese cuchillo y carne cruda en la mano, podrías parecerle una presa en movimiento.
Ella se giró lentamente, alzando una ceja.
—¿Eso fue una advertencia... o una mala broma?
Él sonrió apenas, como si esa fuera su manera de pedir disculpas por asustarla. Luego caminó hacia ella y se asomó sobre su hombro.
—Eso está demasiado cocido —dijo, sin tacto—. Así no sabe a nada.
—¡¿Cómo que no sabe a nada?! ¡Eso no está cocido, eso está sellado!
—Los animales saben lo que hacen y como me gustan las cosas, aprende a escucharlos y a entenderlos—dijo él, señalando al búho—. Tú estás aquí gracias a uno de ellos.
El se gira y se dirige a la puerta.
—¿Y tú? ¿Qué animal eres exactamente?—murmura pensando que no la habían escuchado.
Hubo un silencio. Un relámpago de duda pasó por el rostro de Sylarok, pero no respondió. Se limitó a caminar hacia la puerta.
—Come algo tú también. No puedes pagar tu deuda desmayada otra vez en la nieve. Y si vas a trabajar aquí… necesitas energía. Esa está bien para tí, haz otra para mí, menos cocida. Tienes algunos días para aprender.
Celeste parpadeó. ¿Había dicho trabajar? ¿Él lo había aceptado?
—¿Eso fue un sí… o fue sarcasmo de príncipe consentido?
El lobo Sky pasó trotando a su lado y se detuvo junto a Sylarok, mirándola con ojos inteligentes. El dragón de hielo solo dijo antes de irse:
—No lo sabrás hasta que pruebes cómo te quedó la carne.
Y se fue.
Los días siguientes fueron un ejercicio constante de paciencia… y frustración. Cada mañana, Celeste preparaba cuidadosamente el filete. Lo sazonaba con especias que apenas reconocía, cuidaba los tiempos, lo dejaba casi crudo como le gustaba a Sylarok, pero con un intento de darle un sabor distinto.
Y sin falta, él llegaba, daba un solo bocado, masticaba lentamente y luego dejaba el plato. A veces ni siquiera decía nada. Solo salía de la cocina como si nada.
“¡Ni un maldito ‘gracias’!”, pensaba Celeste, furiosa, mientras golpeaba la tabla de picar con el cuchillo. El búho blanco, su único espectador constante, apenas parpadeaba desde la viga, como si supiera que la testarudez de la humana tenía un propósito más grande.
La noche del cuarto día, Celeste tomó una decisión.
—Si ese condenado dragón cree que voy a rendirme, se equivoca. No me voy a dormir hasta que haga el filete más sangriento, jugoso y celestial que haya probado. Aunque me desmaye sobre la sartén.
Y lo dijo en serio.
Se ató el cabello, limpió la cocina entera, encendió todas las lámparas de aceite y comenzó. Filete tras filete. Corte tras corte. Ajustaba los tiempos, mezclaba especias, probaba nuevas combinaciones. Algunas eran un desastre, otras prometían algo.
El búho ululó una vez al amanecer, como si marcara el fin de su prueba.
La cocina era un campo de batalla: platos sucios, hierbas por el suelo, jugos de carne salpicados por doquier. Celeste estaba hecha un desastre, con harina en el cabello y un delantal que parecía haber sobrevivido una guerra. Pero frente a ella, sobre una tabla de madera, descansaba su obra maestra: un filete sellado apenas, con el centro jugoso y brillante, cubierto con una salsa oscura que olía a gloria.
Cayó dormida con la cabeza sobre la mesa, la mano aún aferrada al cuchillo.
Fue Ryujin, el mayordomo de orejas puntiagudas y humor irónico, quien la encontró. Entró a la cocina silbando, como cada mañana, y se detuvo al verla.
—Vaya, vaya… la princesa de los cuchillos ha caído —murmuró con una sonrisa ladeada. Se inclinó y olió el plato aún caliente—. Hmm. Sangriento, jugoso… y con un toque a moras silvestres. Interesante.
El búho lo observó desde su viga. Ryujin lo miró también, como si compartieran una broma interna.
—Apuesto a que hoy el joven señor se lo come entero.
Cuando Sylarok entró esa mañana, su andar fue más lento de lo habitual. Quizás percibía algo distinto en el aire, o tal vez el lobo Sky, que lo seguía con la lengua afuera, notaba un aroma que lo inquietaba.
El dragón de hielo se detuvo en seco al ver la escena en la cocina: Celeste, dormida sobre la mesa, el cuchillo aún en mano, el rostro manchado con una mezcla de harina y ojeras. A un lado, el plato con el filete resplandecía bajo la luz matinal como una joya sangrienta.
Sylarok se acercó con cautela. Observó el plato, luego a ella. Algo en su expresión, normalmente impasible, se suavizó. Tomó cuchillo y tenedor. Cortó un trozo. Lo llevó a la boca.
Un silencio largo. Inmóvil.
Luego cerró los ojos.
Era perfecto.
El sabor de la carne era puro, intenso, con un dejo ácido y dulce a la vez. La textura era exacta, la temperatura ideal. Por primera vez desde que podía recordar… sentía hogar.
Y antes de que pudiera pensarlo dos veces, actuó.
Se acercó a ella.
—¡Oye, lo lograste! —dijo, casi sin aliento, mientras la tomaba entre sus brazos y la levantaba del banco como si fuera una pluma—. ¡Por los cielos, señorita! ¡Lo lograste!
Celeste abrió los ojos lentamente, apenas despertando, confundida, atrapada en ese abrazo firme que irradiaba calor.
—¿Sylarok...? ¿Estoy… muerta? —murmura, aún medio dormida.
Entonces él pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo. Se congeló. Bajó los brazos de golpe, como si lo hubieran electrocutado, dando un paso atrás con torpeza.
—Y-yo... perdón. Solo… me emocioné. No debí.
Y, para horror de su orgullo inquebrantable, su rostro —normalmente tan frío como el hielo— se tiñó de rojo hasta las orejas.
—Estaba bien. Muy bien. Excepcional. Ya puedes... trabajar en la cocina —dijo, sin atreverse a mirarla directo, antes de darse media vuelta con él plato en la mano, tan rápido que casi tropieza con Sky.
Celeste se quedó mirándolo irse, parpadeando lentamente.
—¿Eso fue una felicitación… o un colapso emocional contenido?
El búho ululó una vez.
Ella sonrió.
—Sí. Yo también estoy confundida.