Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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La confesión
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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El silencio no duró tanto como esperaba.
Aina se quedó sentada, sí, pero temblando y no era del frío. Tenía las manos cerradas, los ojos encendidos y la mandíbula tan tensa que parecía que iba a quebrarse los dientes.
Y entonces volvió a hablar.
—Por eso las cosas están como están… —dijo, sin mirar a nadie—. Por eso nada cambia. Porque siempre hay gente dispuesta a justificar a los que hacen daño, a reírse con ellos, a invitarlos a sus casas, a sentarse con ellos como si nada.
Algunos compañeros empezaron a mirarse entre sí, incómodos. Otros simplemente no sabían si reír, intervenir o buscar palomitas.
—Señorita Villanova, por favor… —intentó decir el profesor, con cero autoridad real.
—¡No! —volvió a levantarse—. ¡Basta de tratar esto como si fuera normal! ¡Hay una investigación federal en curso! ¡Este imbécil estuvo detenido por vínculos con crimen organizado, y ustedes están acá preocupados por si la maqueta tiene escala o no!
Eso me sacó un poco de quicio.
—Te recuerdo, por si te olvidaste entre ataque y ataque, que no fui acusado formalmente de nada —le dije, con una sonrisa tan falsa que dolía—. Pero bueno, ¿quién necesita un sistema judicial cuando Aina puede dictar sentencia, no?
Ella me miró. Ese tipo de mirada llena de odio y veneno al mismo tiempo.
—¿Sabes lo que haces? ¿Lo que causas? Todo el mundo a tu alrededor se quiebra, y tú sigues como si nada. Como si el caos te alimentara.
—No todos tenemos la capacidad emocional de un ladrillo, querida —dije en voz baja, pero lo bastante clara para que se oyera.
Y eso fue todo.
Aina empujó su silla con violencia y salió del salón con pasos rápidos, casi rabiosos. Las puertas golpearon contra la pared. El profesor la miró irse sin saber si correr tras ella o esconderse debajo del escritorio.
Yo cerré los ojos. Respiré hondo y me pasé las manos por el cabello como quien intenta despejarse el infierno de encima.
—Lo siento —murmuré sin convicción, recogiendo mis cosas.
Y salí detrás de ella.
El pasillo estaba semivacío. Podía oír sus pasos más adelante. Su respiración entrecortada. El taconeo contra el piso. La furia en movimiento.
—Aina —llamé.
Nada.
—¡Aina!
Giró apenas la cabeza y siguió caminando. Aceleró.
—¡Por el amor a Dios, puedes parar un segundo y hablar como un ser humano?
Y entonces se detuvo. Se giró. Me miró como si le acabara de escupir en la cara.
—¿Hablar? ¿Contigo? ¿Después de lo que hiciste? ¿Después de cómo actúas? ¿Cómo te atreves?
—¿Cómo me atrevo a qué? —me acerqué, bajando la voz pero no la tensión—. ¿A defenderme? ¿A no dejar que me pintes como si fuera un asesino solo porque no puedes manejar lo que sientes?
—¡No me vengas con tu psicología barata! —gritó—. ¡Siempre eres igual! Usando el sarcasmo para evitar la realidad. ¡Para seguir jugando al mártir cool con un trauma familiar!
Varias cabezas empezaron a salir por las puertas del pasillo. Algunos estudiantes se asomaban desde otros salones. Un par ya tenía los teléfonos fuera.
—Aina, bájale —susurré entre dientes—. Nos están mirando.
—¡Perfecto! ¡Que miren! ¡Que vean con quién están estudiando!
Y ahí fue cuando la situación me superó.
La tomé del brazo. No con fuerza, pero sí con decisión.
—Ven. No vamos a hacer un espectáculo.
Pero fue suficiente para que todo explotara.
Ella se zafó con brusquedad. Dio un paso atrás como si yo la hubiera empujado.
—¡No me toqués! —gritó, tan alto que el eco rebotó en las paredes.
El pasillo quedó congelado. El tipo con el celular bajó la cámara por un instante, sorprendido por el volumen. Otro no. Otro seguía grabando. Porque claro, si no hay video, no cuenta.
Yo solo la miré.
Queriendo decirle mil cosas.
Y sin poder decir ninguna.
Porque ahí, delante de todos, ya no éramos solo dos estudiantes discutiendo. Éramos el titular del día.
Y yo… el monstruo de la película.
Cómo siempre.
Por un momento, se hizo un silencio tan brutal que hasta los murmullos se tragaron.
Yo solté las manos al costado del cuerpo. Lentamente. Como si cada movimiento pudiera ser usado en mi contra.
Aina respiraba con fuerza. El rostro rojo, los ojos desbordando furia y algo más… algo que no quise identificar, dolor, tal vez. O miedo.
Y entonces empezaron las voces. Bajitas. Entre los estudiantes.
¿La agredio?
¿La grabaste?
¿Le gritó que no la tocara?
¿Eso fue una pelea? ¿Tienen una relación?
Sentí cómo se me apretaba la garganta. Un nudo seco de rabia. No por lo que decían. Sino por lo que significaba. Otra vez la misma película. Otra vez la maldita narrativa de “miren al Moretti”. Siempre en el foco, incluso cuando no lo pedía.
—¿Estás bien? —me atreví a preguntar, despacio, bajando la voz para que no sonara como un rugido. Pero también para que no sonara como un chiste.
Aina tragó saliva. Sus ojos se movieron por el pasillo, escaneando rostros, cámaras, miradas pegajosas que querían carnada.
Y entonces simplemente se fue.
No dijo nada. No gritó. No lloró. Solo se dio la vuelta y caminó como si llevara dinamita en los talones.
Me quedé ahí. En medio del pasillo. Sintiendo cómo los ojos me recorrían. Como si estuviera parado desnudo bajo un reflector.
—Qué showcito, ¿eh? —dijo uno de los idiotas de segundo semestre, riéndose como si todo fuera parte de un sketch.
—¿Estas seguro de que quieres meterte conmigo? —le respondí sin mirarlo, con el tono exacto entre amenaza y desprecio.
Y ahí se callaron todos.
El profesor llegó después. Tarde, como siempre. Se detuvo a un metro de mí, mirándome como si fuera un artefacto peligroso que no sabe desactivar.
—Manuelle… ¿todo bien?
—Claro, profe. Todo joya. Sólo me están linchando socialmente en horario universitario, pero tranqui, una experiencia pedagógica más.
Él se rascó la cabeza, incómodo y como buen adulto en crisis académica, eligió hacer lo que mejor sabe hacer: nada.
—Quizás sería bueno que te tomaras el resto del día —dijo con voz de yoga mal hecho.
—Quizás sería bueno que le enseñaran a controlar una clase, pero mire… todos tenemos limitaciones.
Y me fui.
No sabía a dónde. Solo sabía que necesitaba sacar la cabeza de ese edificio antes de que se me ocurriera gritar algo yo también.
Esta vez la maldita de Aina, me había sacado de quicio.
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Llegué al apartamento de Clarissa como si me hubieran disparado en cámara lenta.
Clarissa me había dado las llaves, dado que iba mucho y supuestamente ella a veces la interrumpía en alguna venta importante. Cuando abrí, la vi, tenía el pelo recogido, lentes puestos y una taza de café en la mano. Vestía una camiseta suya y shorts diminutos que en otro momento me habrían arrancado un comentario coqueto. Pero hoy… hoy solo me desplomé en el sofá sin decir una palabra.
—¿Otra discusión? —preguntó suavemente, sentándose a mi lado.
No respondí. Me limité a apoyar la cabeza contra el respaldo y cerrar los ojos.
Clarissa no insistió. Solo me dio la taza que llevaba en la mano.
—Toma. Está cargado, como tu semana.
Solté una risa bajita, agrietada. Casi triste.
Ella me acarició el cabello, como si tuviera once años y acabara de perder un partido de fútbol.
Y por un segundo, deseé no ser yo. No tener este apellido. Esta maldita carga. Esta manía de atraer el caos como si fuera un faro para gente herida.
Por un segundo, solo quise quedarme ahí, con Clarissa, con su café, con sus dedos en mi cabello, con su silencio.
Pero sabía que el mundo afuera seguía girando.
Y con Aina desbordada, Mi padre solucionando el problema familiar, Villanova presionando, y medio internet listo para cancelarme… quedarme quieto era un lujo que no me podía permitir.
—¿Quieres hablar, corazón? —preguntó Clarissa en voz baja.
No le respondí y ella entendió que realmente solo quería estar ahí en silencio y así fue.
La noche había caído sin pedir permiso.
Seguíamos en el sofá, con la luz cálida de la lámpara y el murmullo lejano de la ciudad entrando por la ventana abierta. Clarissa tenía las piernas cruzadas sobre el cojín y jugaba con el borde de su taza vacía. Yo la miraba, sin decir nada, sintiendo que el corazón me latía fuerte.
No era fácil. Nunca lo era.
Pero si no lo decía ahora… no iba a decirlo nunca.
—¿Puedo preguntarte algo? —dije al fin.
Ella me miró, arqueando una ceja.
—Si es sobre qué almorcé, la respuesta es “probablemente no suficiente” —suspira—y ya no me regañes con eso de que le emtrego mucho tiempo a mis obligaciones, que no me cuido…Blah..blah
Solté una risa suave.
—No… es más bien sobre nosotros.
La broma se apagó de golpe en sus labios.
Clarissa bajó la vista, dejó la taza a un lado, y supe que lo había notado. Que lo había sentido. Que estaba esperando que lo dijera.
—No sé cuándo pasó —empecé, con voz baja, sincera—. Pero dejaste de ser solo… ya sabes, “la amiga con quien a veces me acuesto para olvidarme del caos”.
Ella no se movió.
—Me gusta estar aquí contigo. Me gusta cuando me consuelas sin preguntar, cuando me dejas estar aquí sin juzgarme. Me gusta cómo me miras cuando piensas que no me doy cuenta. Y juro que no era el plan, Clarissa. No era la idea.
Tomé una pausa.
Ella aún en silencio.
Yo tragué saliva, pero terminé.
—Lo que intento decir es que… quiero que esto sea algo más. Tú y yo.
Silencio.
Ella no parpadeó.
Solo me miró con esos ojos grandes, pero ahora serios.
Casi dolidos.
—Manuelle…
Y supe que venía algo feo.
—Esto no puede pasar de lo que ya es.
Me congelé.
—¿Cómo?
—No pue…no quiero —dijo, muy bajito, corrigiéndose—. No lo veo. No… no contigo. No de esa forma.
Sentí una punzada en el pecho.
Ella siguió hablando.
—Lo siento mucho. Sé que te he acompañado, y que hemos estado más cercanos, y que soy buena contigo… pero eso no significa que esté enamorándome. No soy ese tipo de persona. No puedo serlo contigo.
Quise decir algo.
Pero no salió nada.
Solo me quedé ahí, mirando el espacio entre nosotros, que de repente se había hecho del tamaño de una maldita galaxia.
Clarissa se puso de pie.
—Tal vez estás confundido. Es mejor que descanses. Mañana seguro será otro día de mierda.
Se fue a su habitación, dejándome en el sofá con la taza vacía y un nudo en el pecho que ya no era ansiedad ni rabia ni culpa.
Era tristeza.
Pura y honesta.
Me dolió, mucho más de lo que admitiría y no quería dejarlo así, considerando que presentía que no estaba siendo completamente honesta conmigo.