Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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Capitulo 22: Cuando el enemigo respira cerca
[POV' Anastasia]
Las luces del pasillo parpadeaban como si no quisieran terminar la jornada.
Guardé la carpeta en el último archivador, me quité la bata y salí del consultorio con el cuello tenso y los pies ardiendo. Había sido un día largo. Demasiado.
Al llegar a la entrada, me encontré con alguien nuevo.
—¿Señorita Anastasia? —preguntó con voz neutra.
Asentí.
—Soy Markov. A partir de hoy estaré a cargo de sus traslados.
—¿Y Alexéi?
—Orden directa del señor Ivanov. Cambio de rutina.
No pregunté más. Con Nikolái, ese tipo de cosas no se discuten. Me limité a asentir. No era la primera vez que me cambiaban de chofer o seguridad sin previo aviso. Ya ni preguntaba.
Él caminó delante de mí, marcando el ritmo. Al llegar a la acera, el vehículo negro esperaba con el motor encendido. Pero antes de que pudiera subir, una voz me detuvo.
—No puede ser…
Me giré. Un hombre joven, de traje claro sin corbata, se acercaba con una sonrisa relajada, una carpeta en mano y ese aire de médico que ya ha visto demasiado, pero todavía no se rinde con el mundo.
—Disculpá la interrupción —dijo con tono educado, pero suelto—. ¿Puedo hacerte una pregunta rara?
—Depende de qué tan rara.
Él sonrió más.
—¿Eres hija de Irina, verdad?
—Sí…
—Qué fuerte. Te pareces muchísimo a ella. Esa forma de fruncir el ceño cuando no sabes si confiar… igualita.
Solté una risa corta, incómoda.
—¿La conoció?
—Digamos que… conocí a alguien que la conocía muy bien. —Se encogió de hombros, con una media sonrisa—. Lo suficiente como para saber que tu mamá tenía carácter.
Lo observé bien. Era joven. Seguro no pasaba los treinta. O tenía buena genética. Pero su forma de hablar era tranquila. Casi… encantadora.
—¿Y a mi padre?
Él se quedó pensativo un segundo, luego ladeó la cabeza con picardía.
—Mikhail… sí. Lo vi un par de veces. Aunque para serte sincero… no sé si logro encontrarte parecido.
Lo dijo con un tono tan suave, tan casual, que ni siquiera sonó malicioso.
—Pero bueno —añadió rápido—, ya sabes cómo son los genes. Misteriosos. A veces uno hereda cosas de donde menos lo espera.
Me quedé callada. Él se dio cuenta y bajó el tono, como si no quisiera incomodar.
—Perdón, hablo demasiado cuando estoy cansado. Mal hábito de médico.
Cerró la carpeta, dio un paso atrás y agregó:
—Fue un gusto saludarte, Anastasia. Te recomiendo dormir un poco más. Tienes cara de insomnio... y eso no se arregla con café.
Guiñó un ojo, se dio media vuelta y se alejó con calma.
Subí al auto, pero algo me quedó en el pecho. No fue solo lo que dijo. Fue la forma. Como si supiera más de lo que parecía…
y no tuviera apuro en contarlo.
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Mientras tanto, en la mansión… las cosas iban en otra dirección.
Nikolái bajó al sótano mordiéndose la lengua.
Cada peldaño le tiraba del costado como si lo estuvieran desgarrando desde dentro. El vendaje estaba empapado. Sudor, sangre y quién sabe qué más. La herida dolía más que el primer día, como si su cuerpo estuviera avisándole que no estaba curando.
Pero no podía parar. No ahora.
Cuando llegó al fondo, el olor lo golpeó como un ladrillazo: sangre vieja, orina seca, vómito, sudor frío. Todo eso mezclado en un ambiente sin ventanas. Un lugar donde el aire no circulaba, y todo apestaba.
Lev seguía ahí.
Atado a la misma silla. Un cadáver en cuenta regresiva.
Tenía el rostro desfigurado, los labios partidos, la piel amoratada. Los ojos cerrados, uno hundido, el otro apenas hinchado. Tenía sangre seca por toda la camisa rota. El disparo de la pierna seguía sin tratar. Supuraba. Y además… el segundo disparo.
Ese que Nikolái le dio a quemarropa.
En el costado, bajo la última costilla. No lo mató. Pero lo dejó gritando como un animal antes de desmayarse.
Llevaba dos días ahí. Sin comida. Sin agua. Solo lo mínimo para que no muriera antes de hablar.
Dmitri se agachó frente a él y le dio una palmada en la mejilla hinchada.
—Mirá lo que quedó de ti, Lev… —susurró, dándole un toque en el mentón con los nudillos—. El gran soplón.
Lev abrió un ojo. Apenas. Un hilo de voz:
—Hijos de… puta…
Nikolái se acercó cojeando. No lo podía evitar. El cuerpo le pasaba factura con cada paso.
—Tienes una sola bala de tiempo. O hablás… o no ves el amanecer.
Lev respiró hondo. Le dolía hasta eso.
—La… casa…
Dmitri levantó la ceja. Se acercó más.
—¿Qué casa?
Lev tragó saliva. Le temblaba el cuello.
—Funeraria… vieja… Afuera de la ruta este… camuflada. No hay cámaras. Se usó para reuniones. Una semana antes del… tiroteo…
—¿Quién fue? —le soltó Nikolái—. ¿Quién te llevó?
—No lo vi. Solo escuché. Era alguien que hablaba con seguridad. Como si supiera todo lo tuyo...
Nikolái se agachó frente a él. El dolor en el costado le punzaba cada vez que se inclinaba.
Pero le importaba un carajo.
—¿Un nombre?
Lev tragó sangre.
—Uno.
(dijo apenas audible)
"Maranta"...
así le decían. Pero nunca vi un rostro. Solo órdenes.
Nikolái se quedó quieto.
—¿Qué más?
—Nada… más…
Estaba por desmayarse.
Él se incorporó.
La respiración ya era corta. La herida palpitaba como si fuera reciente. Y el calor bajo el vendaje le decía que probablemente estaba empezando a infectarse.
—Se acabó.
Miró a Alexéi y Dmitri.
—Esta noche. Sáquenlo de acá. A la casa vieja. Que no llegue vivo al amanecer.
Dmitri asintió.
—Con gusto.
—Quiero que desaparezca. Pero antes… que sepa que va a morir.
Alexéi no respondió. Solo miró a Lev con frialdad.
Unas horas más tarde, el operativo ya estaba en curso. El plan era claro. Lev no iba a llegar al amanecer. Y nadie debía saber que salía de la mansión. Organizaron el traslado en dos vehículos.
Lev iría en la camioneta negra delantera, custodiado por Bogdan y Yuri. Hombres fríos, metódicos. Sabían cuándo hablar y cuándo no.
Atrás, Alexéi y Dmitri en otro auto, manteniendo la distancia. El trayecto fue silencioso. Ruta asegurada. Comunicaciones limpias.
La casa donde lo iban a enterrar —porque eso era lo que se haría— quedaba lejos. Oculta entre montañas, sin cobertura, sin vecinos. Solo campo y tierra seca.
Cuando llegaron, ya había hombres esperándolos.
Dos en la entrada.
Uno en la torre de vigilancia.
Otro patrullando el perímetro.
Alexéi bajó primero. Dmitri salió detrás.
—Revisen el lugar. Nadie entra, nadie sale —ordenó él.
Uno de los custodios se adelantó a abrir la puerta trasera del vehículo donde venía Lev.
Y entonces todo se detuvo.
El silencio cambió de tono.
—¡Jefe…! —llamó Bogdan, pálido.
Ambos se acercaron.
Lev estaba desplomado en el asiento.
La cabeza inclinada hacia el hombro.
Ojos abiertos, fijos.
Un agujero limpio en la sien.
Sin sangre en la tapicería.
Alexéi revisó el cuerpo.
—Disparo silencioso. A quemarropa.
—¿Y los de la camioneta?
—Dicen que no escucharon nada. Que lo sedaron como siempre.
Dmitri los miró con la mandíbula apretada.
—¿Revisaron la jeringa?
Uno asintió.
—Venía cargada desde antes.
Alexéi lo miró.
—Esto no lo hizo un novato.
Dmitri bajó la vista al cadáver.
—Esto lo hizo alguien que sabía que esta era su última oportunidad.
Levantó la vista.
La casa se alzaba frente a ellos.
—Quemen el cuerpo —ordenó—. Nadie debe saber que no murió por nuestras manos. Mientras tanto, en la residencia privada, ubicada en la zona alta de Petrogradsky.
La casa estaba en penumbras. No había música, ni televisión, ni un solo ruido más allá del leve zumbido del refrigerador y el tic-tac constante de un reloj colgado junto a la cocina. Cada segundo retumbaba como si midiera su paciencia… o el tiempo que le quedaba para estallar.
Él caminaba lento por el salón, con el saco aún puesto, el cuello de la camisa abierto y los zapatos manchando la alfombra con rastros que nadie se atrevería a limpiar.
Iba y venía. Una vuelta, luego otra. De vez en cuando se detenía frente a la ventana, pero no miraba hacia afuera. Solo se quedaba ahí. Quieto. Respirando fuerte, con los dientes apretados como si tuviera algo picándole por dentro.
El celular vibró sobre la mesa. Una sola vez. Corto. Lo ignoró al principio. Pero no porque no le importara.
Solo cuando se detuvo por tercera vez frente al vaso medio lleno, se acercó. Lo leyó sin tocarlo, como si las letras le estuvieran gritando:
> “hicimos el trabajo, pero Lev habló. Más de lo que esperábamos.”
La mandíbula se le tensó. Los dedos tamborilearon contra el borde de la mesa… hasta que el vaso voló. El cristal se partió en pedazos sobre el suelo, pero él no parpadeó. Ni miró hacia abajo. Solo alzó la mano ensangrentada, como si no le doliera, y la limpió contra la pared blanca como si fuera un mal recuerdo.
Se llevó los dedos a la frente. Apoyó la palma sobre el rostro. Se rió. Bajo. Apenas audible. Como si no pudiera creerlo.
—Siempre tan certero, ¿no?
Giró sobre sus talones. Fue hasta el espejo del pasillo. Se observó a sí mismo.
—Siempre tan putamente exacto…
Golpeó el marco con la palma abierta. Luego con el puño. El espejo vibró, pero no se rompió. Ni el espejo ni él.
—Maldito cabrón.
Ese era el problema. Nikolái.
Lo frío que era. Lo clínico. Lo metódico.
Lo jodidamente persuasivo cuando tenía que serlo.
—Relajate —susurró al reflejo— No vas a hacer ninguna estupidez. Ni una sola jodida reacción impulsiva… como el resto.
Volvió al salón. Abrió una carpeta negra sobre la mesa.
Papeles. Planos. Imágenes. Rostros. Nombres subrayados. Tachó una hoja con tanta fuerza que rompió el papel y parte del escritorio. Los bordes de la uña se le quebraron contra la madera, pero no lo notó.
Sacó una foto. Y por un segundo… se quedó mirando ese rostro Lev.
—Uno menos. Pero suficiente para joderme el 30% del plan.
Apretó los dientes.
—Quédate con tu orden, Kolya. Con tus putas reglas y control que a todos les da confianza…
Sonrió.
Pero no era una sonrisa normal.
Era torcida. Peligrosa. Esa que hacen los que no tienen alma.
—Cuando se te caiga una sola ficha… te voy a mirar desde arriba.