En Las Garras Del Destino

En Las Garras Del Destino

1 ; El valor de una rosa

El silencio en casa era distinto desde que ella no estaba. No era el tipo de silencio cómodo, de los que abrazan. Era frío. Cortante. El tipo de silencio que grita.

Me detuve frente al espejo del pasillo. Mis ojos.

Mi madre decía que eran como los suyos. Verdes, con esa manchita dorada en el centro. Le encantaba mirarme cuando la luz del sol los iluminaba. A veces pienso que a él le dolía mirarme por eso mismo. Porque yo le recordaba que ella ya no estaba.

Acaricié el pétalo seco de la rosa que colgaba en la esquina del marco. Era una de las que logré salvar del jardín antes de que lo dejaran marchitar. “Las rosas necesitan amor constante”, me decía mi madre, con las manos llenas de tierra y perfume. “Si las descuidas un solo día… se marchitan.”

Como ella.

El día que murió no fue culpa mía. Al menos eso intento repetirme cuando los recuerdos me ahogan. Pero fui yo quien insistió. Fue en

Mi cumpleaños.

Tenía nueve años, y solo quería una cosa: que mamá y yo fuéramos solas a recoger el pastel. Lo pedí con una sonrisa, con esa insistencia infantil que no acepta un "no" por respuesta.

—Quiero que sea solo entre nosotras, mami —le dije, enroscando mis brazos alrededor de su cuello, creyendo que el amor bastaba para protegernos del mundo.

Y mamá, con su voz suave, con esa calidez que envolvía cada gesto, me dijo que sí.

Si tan solo hubiera dicho que no…

Recuerdo la lluvia golpeando el parabrisas como si el cielo intentara advertirnos. El chirrido de los neumáticos. El destello de los faros. El impacto.

Luego, el silencio.

El olor a gasolina. La sangre. Y el frío.

—Mamá… —susurré en medio del caos, estirando mi manita hacia su rostro inmóvil.

Ese fue el último día que la vi respirar.

El último día que sentí los dedos de mamá acariciándome el cabello.

El último día que mi mundo tuvo sentido.

Papá… cambió.

No me abrazó cuando volví del hospital. No lloró conmigo.

Solo me miró una vez, con los ojos enrojecidos, la voz hueca, quebrada por algo más que dolor.

—Fue tu culpa —me dijo.

Y aunque nunca lo repitió, esas tres palabras quedaron grabadas en mí como fuego.

Desde entonces, dejó de ser mi papá. Se convirtió en una sombra, en una figura lejana que apenas cruzaba miradas conmigo. Que me toleraba, pero no me quería. Que me alimentaba, pero no me perdonaba.

Yo maté a mamá.

Y aunque era una niña…

Nunca me permití olvidar eso.

...----------------...

Años después...

—Anastasia, ven aquí. Tu padre está esperando para cenar.

El tono de Elena era cortante, impersonal. Como siempre.

Inspiré hondo antes de soltar la rosa que sostenía entre los dedos. El viento nocturno mecía los pétalos con suavidad, pero el aire helado de la mansión Volkova me envolvió en cuanto crucé el umbral.

El comedor estaba impecable, perfecto. La porcelana fina y los cubiertos de plata brillaban bajo la luz del candelabro. Pero la escena era tan fría como quienes la ocupaban.

—Tu padre no tolera retrasos —dijo Elena con su habitual rigidez.

—Lo siento, no volverá a pasar —murmuré, tomando asiento.

—¿Otra vez en el jardín? —intervino Sonya, con una sonrisa en la que se ocultaba veneno—. Deberías ocupar tu tiempo en algo más útil. No todos podemos ser tan… distraídos.

Ignoré el comentario. No tenía sentido responder.

Mi padre se mantuvo en silencio, como siempre. No me miró. No me dirigió una sola palabra. Desde la muerte de mi madre, yo había dejado de existir para él.

La cena transcurrió entre charlas insustanciales sobre negocios y eventos sociales. Sonya se esforzaba por brillar en cada palabra. Yo solo fingía escuchar.

Cuando terminó, me retiré a mi habitación.

Ahí, entre mis paredes, podía respirar.

Abrí el cajón de la mesita y saqué el cuaderno de bocetos. Lo abrí en una página ya conocida: los ojos de mi madre. Los dibujo una y otra vez, como si con eso pudiera conservarlos vivos. A veces creo que si dejo de hacerlo, olvidaré su rostro.

El timbre sonó en la distancia.

Me detuve, el lápiz suspendido en el aire.

No esperábamos visitas.

Me levanté y caminé hacia la escalera, asomándome con cautela. Olga, la ama de llaves, se dirigía a la puerta con su andar firme.

Cuando la abrió, la figura de un hombre apareció bajo la tenue luz del exterior. Alto. De postura rígida. Inexpresivo.

Algo en él hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

—¿Señor Ivanov? —dijo Olga con respeto—. El señor Volkova lo espera en su oficina.

Mi respiración se volvió pesada.

Ivanov.

Ese apellido.

Lo había oído susurrado en los pasillos, envuelto en conversaciones tensas que se detenían en cuanto alguien se acercaba. Sabía que los Ivanov eran poderosos. Influyentes. Peligrosos.

Mi corazón martillaba con fuerza cuando me deslicé escaleras abajo y me oculté tras una de las columnas cercanas a la oficina de mi padre. No podía verlos, pero cada palabra que cruzaban resonaba en el aire.

El aire en la oficina de mi padre era denso, cargado de algo que me erizaba la piel. Desde mi escondite tras la columna, podía ver cómo él se inclinaba levemente sobre el escritorio, con las manos entrelazadas y los nudillos blancos. Nunca lo había visto así.

Frente a él, señor Ivanov se veía completamente diferente. Relajado. Como si el tiempo le perteneciera. Su presencia no era ruidosa ni agresiva, pero llenaba la habitación de una forma que hacía que incluso el aire pareciera más pesado.

—Agradezco que haya venido —dijo mi padre, con voz seca.

—Vamos a ahorrarnos la cortesía —respondió Nikolái Ivanov con una frialdad que heló el aire—. Sé que necesitas dinero. Y sé que tu empresa no tiene cómo pagarme si te presto lo que pides.

Mi padre. Pidiendo dinero.

Nunca lo había visto en una posición vulnerable. Pero ahí estaba, con los hombros tensos y los dedos tamborileando sobre la madera.

Mi estómago se encogió. Algo no estaba bien.

—Puedo ofrecer algo más que dinero —dijo papá.

Contuve la respiración.

—Te escucho —respondió Ivanov, girando su vaso sin siquiera mirarlo.

El silencio se volvió denso, como si la habitación entera contuviera la respiración junto conmigo.

Entonces, papá lo dijo.

—Mi hija.

El mundo se detuvo. ¿Había escuchado bien?

—¿Tu hija?

—Anastasia. Es inteligente, educada y conoce el valor de la lealtad. Puede ser una pieza valiosa para tu organización… o para lo que consideres necesario.

Sentí las palabras chocar contra mi pecho como un golpe seco. Mis rodillas temblaron. ¿Mi padre… me estaba ofreciendo? ¿Como moneda de cambio?

El silencio de Ivanov no fue de sorpresa, ni de disgusto. Fue analítico. Como quien examina un producto. Como quien considera una compra.

—¿Tu hija sabe que la estás poniendo sobre la mesa como garantía de un préstamo?

Papá no respondió. Bajó la mirada.

—Hará lo que tenga que hacer —susurró, pero su voz no tenía fuerza.

Mis manos estaban heladas. Me llevé una al rostro, cubriéndome la boca para contener un jadeo que amenazaba con salir.

—Mis condiciones no son negociables —dijo Ivanov—. Si tomo lo que ofreces, entonces ella me pertenece. Y si en algún momento decides retractarte… bueno, sabes cómo manejo los negocios.

"Me pertenece."

Esas palabras se clavaron como cuchillas.

—Entiendo —murmuró mi padre.

—No, no entiendes —respondió Nikolái, con una media sonrisa, casi divertida—. Estás tan necesitado que eres capaz de entregar a tu propia hija con tal de no ver caer tu imperio.

Nikolái vació su vaso, se puso de pie y sin mirar atrás diciendo una última palabra.

—Entonces, tenemos un trato.

Mi padre lo miró.

—Espero que no te arrepientas, Volkova. Porque, a partir de ahora, tu hija me pertenece.

Me apreté contra la columna, con los ojos ardientes y la garganta cerrada.

Mi propio padre… acababa de venderme.

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Comments

😍❤️кαяєи🍀🇻🇪

😍❤️кαяєи🍀🇻🇪

estoy leyendo tu historia y desde un principio me gustó. sobretodo por las ideas que son claras y sin errores ortografícos. muy importante jajajaja... ojalá actualices con frecuencia y termines las historias. 😉😉😉☺️☺️☺️

2025-05-15

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