Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 23
...Más tarde, de regreso en la mansión ...
El carruaje se detuvo tras las cocinas, donde nadie miraba. La tarde había caído. Adelaida bajó con la capucha puesta y fue conducida en silencio por Fania hasta la habitación preparada.
Avery entregó a la doncella más fiel la mezcla para el té del Archiduque. El polvo debía verterse en su copa justo antes de la cena. Era una servidumbre comprada con miedo, pero también con gratitud.
—¿Estás segura de esto? —preguntó Fania.
—Él nunca más le hará daño —respondió Avery —. Esta será la última vez que su sombra nos alcance. Prometo que cuando haga caer todos los pilares que sostienen su poder, haré que quede impotente para siempre. Su vida se volverá una miseria.
—Fania, tú te encargaras de llevar una mezcla de hierbas que inducen el sueño, mi madre dormirá como una bebé sin saber nada de nada.
Fania asintió, con la convicción de que todo saldría bien.
...Más tarde...
El Archiduque entró en su estudio, donde lo esperaba una cena ligera y una copa humeante de infusión.
—¿Qué es esto? —rezongó.
—Tisana de valeriana, para sus nervios —mintió la criada—. Orden de la señorita Avery.
El hombre gruñó algo ininteligible, pero bebió —. Que Eliana, mi esposa, venga después de que termine mi cena.
La criada asintió y se marchó.
El Archiduque bebió tres sorbos.
Siete.
Y entonces, como un mecanismo interno oxidado, su cuerpo se entumeció... Una languidez que le nubló el juicio.
Cuando Adelaida entró, vestida con una bata color marfil, la peluca cuidadosamente colocada, la cabeza gacha como le habían indicado, el Archiduque apenas alzó la vista, y no notó la diferencia. El brebaje le nublaba los sentidos, y su mente, ahogada por años de poder impune, creía ver lo que deseaba.
—Eliana… —murmuró, con voz arrastrada—. Al fin has venido.
Adelaida tragó saliva. El nombre ajeno en su boca la atravesó como un veneno. Su corazón golpeaba con fuerza, pero sus pasos eran suaves, casi automáticos. Cada movimiento suyo era una ofrenda que entregaba con rabia muda.
Él extendió una mano hacia ella, y Adelaida la esquivó sutilmente, fingiendo estar distraída con el lazo de su bata. El Archiduque no notó nada; el brebaje lo tenía atrapado en una bruma de deseo y torpeza.
—Siempre tan altiva —se burló él, mientras intentaba incorporarse—. Pero hoy, por fin, mía.
Cuando su mano rozó su cintura, Adelaida tuvo que contener una arcada. No era solo el tacto, era el olor: a sudor rancio, a poder podrido. Cerró los ojos un segundo y se obligó a respirar por la nariz, lenta, controladamente.
Pensó en Avery. Pensó en Eliana. Pensó en todas las mujeres pisoteadas y abusadas.
A cada segundo que pasaba el brebaje cumplía su cometido.
El Archiduque balbuceaba palabras confusas, perdía el equilibrio entre cada intento de acercamiento. El deseo se le escurría entre los dedos, como su virilidad.
Adelaida lo vio luchar por excitarse y fallar. Una sonrisa amarga se le dibujó en los labios.
—¿No puedes? —susurró, sin poder evitar que el desprecio se colara en su tono.
Él frunció el ceño, confundido, frustrado. Apretó los dientes, volvió a intentarlo, pero su cuerpo ya no respondía. La confusión se transformó en vergüenza, y luego en furia.
—¡Esto… esto no es normal! —gruñó, con voz pastosa.
Adelaida dio un paso atrás. Quería gritarle, escupirle la verdad, pero eso habría echado a perder todo. En cambio, se inclinó hacia él.
—Tal vez ya estás viejo, mi señor —dijo, con la voz más dulce que logró fingir.
El Archiduque cayó de rodillas frente a ella, humillado en su propio juego, y ella lo observó desde arriba como quien contempla a un animal enfermo.
En ese instante, se dio cuenta de que él ya no era un monstruo. Era un hombre patético, vacío. Y ahora estaba solo, quebrado por una muchacha disfrazada de su propia víctima.
Cuando salió del estudio. Caminó sin decir una palabra hasta que Fania la recibió en el pasillo.
—¿Estás bien?
—Lo estoy —fue todo lo que Adelaida dijo.
Y caminó hacia la cocina para salir por las puertas traseras.
El amanecer apenas rozaba los tejados cuando Adelaida abrió la puerta del carruaje que Jacob conduciría.
—Cuida a tu madre, que ese bastardo nunca más vuelva a tocarla, y si me necesitas nuevamente, ya sabes dónde encontrarme.
—No habrá una próxima vez, eso te lo prometo—comenzó Avery.
—Que así sea …. adiós.
Adelaida entró al carruaje, y marchó de vuelta al Barrio Rojo.