Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
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CAP 21
PODER EN EL AIRE
Mientras tanto, en la casa de los Marson, el ambiente era mucho más cálido y doméstico.
Carolain cortaba unas raíces sobre la tabla de madera con esa mezcla precisa de gracia y concentración. Serena removía una olla que comenzaba a soltar un vapor aromático. A su lado, Riura sostenía una charola con vegetales ya picados, observando todo con una mezcla de extrañeza y atención.
—Cuidá que no se te pase —le dijo Serena, señalando con la cuchara de madera—. La cebolla tiene que dorarse, no quemarse.
Riura asintió lentamente. Sus movimientos eran torpes, como los de alguien que apenas comenzaba a entender qué significaban acciones tan simples como cocinar. Y era cierto: esa forma humana todavía era nueva para ella. El concepto mismo de preparar comida resultaba ajeno. No necesitaba hacerlo. Nunca lo había necesitado.
Pero lo intentaba. Por ellas.
Y ni Serena ni Carolain sabían quién o qué era, realmente.
De pronto… se detuvo.
Sus ojos se abrieron como si algo invisible los hubiese traspasado. Un estremecimiento recorrió su espalda. La charola comenzó a temblar entre sus manos.
Y entonces lo sintió.
Esa presión. Esa presencia.
Como un puño invisible apretándole el pecho.
Los vegetales se desparramaron por el suelo. El estruendo del metal al caer hizo que Serena se girara alarmada.
—¿Riura?
Pero ya no estaba allí.
La figura de la joven salió disparada escaleras abajo, cruzando el local como una ráfaga roja, empujando la puerta sin mirar atrás.
Afuera, el bullicio de la ciudad seguía como si nada. Riura se lanzó entre la gente con una velocidad inhumana, esquivando a los transeúntes como una flecha. No miraba rostros. No oía voces. Solo una cosa importaba: llegar.
Desde una esquina, Ayanos observaba todo en silencio.
Él también había sentido el aura.
No solo una. Varias.
Una fuente de maná inmensa, brutal… y otras más pequeñas, torpes, inestables.
Un grupo de aventureros. Inexpertos.
—Qué mala suerte tuvieron —murmuró, sin apartar la vista de la tienda.
Instintivamente, su cuerpo casi se adelantó para correr. Como siempre lo hacía.
Pero no lo hizo.
Vio salir a Riura a toda velocidad, con los ojos encendidos por algo que no era miedo, sino furia.
Y sonrió apenas.
—Será una buena prueba para ella —susurró, antes de perderse lentamente entre la multitud, desvaneciéndose como una sombra entre pasos indiferentes.
Riura siguió corriendo hasta que la calle se quedó atrás.
Y entonces, ya fuera de la vista de todos, se detuvo.
Su espalda se arqueó, sus omóplatos se estremecieron. Un segundo después, dos alas rojas se desplegaron de su cuerpo. Cubiertas de plumas brillantes, elegantes como una joya viva, e imponentes como el recuerdo de su antiguo yo.
Con un solo aleteo se alzó en el aire, acelerando hacia el norte.
Hacia esa presencia.
Hacia él.
Sus pensamientos eran una tormenta.
“¿Por qué apareciste...? Anciano inútil…”
El odio hervía en su pecho. No por lo que era… sino por lo que había hecho.
Y por lo que todavía no podía olvidar.
En una oficina algo apartada del bullicio de Nilsen, las paredes estaban cubiertas por estanterías atiborradas de libros, grimorios antiguos y carpetas desbordadas de documentos. El escritorio central, de madera oscura y gruesa, parecía casi vivo de tanto papel encima.
Gregory Santinn no era un hombre fácil de perturbar.
Pero en ese momento… algo lo sacudió.
Una presión súbita, opresiva, le apretó el pecho con fuerza invisible. La pluma que sostenía cayó de su mano.
Se quedó inmóvil.
El maná del aire… había cambiado.
No era una fluctuación común. Era como si un titán invisible hubiese abierto los ojos. Una corriente de poder brutal, viva, lo atravesaba desde lejos, pero no por eso menos real.
—Cuánto poder… —murmuró, poniéndose de pie lentamente.
Se acercó a la única ventana del tercer piso. Afuera, la ciudad seguía su curso sin alterarse. La gente caminaba, reía, compraba pan como si nada pasara. Nadie más parecía notar el despliegue de poder proveniente del norte.
No todos podían sentirlo. Solo aquellos que sabían manipular maná, aquellos con verdadera sensibilidad mágica.
Y de pronto… la vio.
Una figura corriendo entre la multitud.
Cabello blanco con mechas negras, corto y alborotado por el viento. Una chaqueta roja que flotaba con cada zancada. Pantalones cortos. Piernas firmes. Energía palpitante.
Una joven. Hermosa, sí. Pero no era eso lo que capturó su atención.
Era el aura.
Rojiza. Viva. Como si estuviera ardiendo por dentro.
No era humana. Al menos, no del todo.
Gregory entrecerró los ojos, y sin dudar, abrió la ventana. Saltó.
Cayó como una hoja sin peso, y apenas tocó el suelo, comenzó a seguirla. No volaba, no usaba ningún conjuro visible. Simplemente corría, y la ciudad se abría a su paso como si reconociera que no debía interponerse.
Riura seguía adelante, cegada por sus emociones. No miraba atrás. Solo quería llegar.
Pero de pronto…
Gregory se detuvo en seco.
Sintió algo detrás de él.
Una mirada.
Una intención.
Fría. Punzante.
Como una daga invisible rozándole la nuca.
Se giró de golpe, con los sentidos extendidos al máximo, buscando entre los tejados, los callejones, las ventanas.
Nada.
Pero la sensación persistía. Como si alguien hubiese estado a un centímetro de su cuello… y se hubiese esfumado justo cuando intentaba enfrentarlo.
—Esa sed de sangre… —murmuró, con la mandíbula tensa.
No era una amenaza común. No era un asesino. Era algo más preciso. Más despiadado. Más… paciente.
Y ya no estaba.
Gregory exhaló con frustración.
—¿Qué está pasando en esta ciudad? —dijo en voz alta, sin esperar respuesta.
Giró de nuevo.
La joven de chaqueta roja se había desvanecido entre los tejados.
La había perdido.
A lo lejos, sobre uno de los techos más altos de Nilsen, un joven observaba la escena.
Manos en los bolsillos.
Ojos tranquilos, casi aburridos.
Ayanos.
Había seguido a Gregory desde el instante en que este saltó por la ventana. Había visto la persecución. Y había visto su pausa.
—Que buenos sentidos... —susurró.
El viento le revolvía el cabello.
Su expresión era neutral, pero sus ojos lo veían todo.
Riura. Gregory. Claurest.
Todo comenzaba a conectarse.
Y en su pecho, una certeza: el tablero había empezado a moverse.
Y ya no se detendría.
Riura volaba como una flecha, dejando un rastro de viento caliente a su paso. Sus alas rojas, majestuosas y firmes, cortaban el aire con furia. Su cuerpo temblaba. No por miedo, sino por rabia contenida.
Una rabia vieja.
Una que había vivido dormida en su sangre hasta ese momento.
Y entonces… lo vio.
Allí, en el horizonte, su figura oscurecía el cielo. Claurest. El Padre Dragón. El titán cuya sola presencia alteraba el mundo.
Su silueta negra como la noche dominaba el paisaje, con sus alas extendidas y su mirada de desprecio eterno sobre los pequeños seres del suelo.
No lo dudó.
No pensó.
No titubeó.
La velocidad de Riura se multiplicó. Un grito se ahogó en su garganta, pero no era necesario. Era un rayo carmesí cayendo sobre una tormenta negra.
¡PUM!
El impacto fue brutal. Un estruendo seco y colosal que recorrió todo el valle como un latigazo. Claurest fue arrastrado hacia atrás, sus garras araron la tierra y su cuerpo se inclinó, sorprendido por la fuerza inesperada.
Los héroes miraron con los ojos desorbitados.
Bruno ni siquiera alcanzó a reaccionar. Solo atinó a proteger a Amelya del polvo y los restos que volaron por el choque.
—¿¡Qué...!? —alcanzó a decir.
Y entonces, desde el cielo, como una estrella furiosa, descendió ella.
Riura.
Su cabello flameava al ritmo de su propia aura, que ardía como llamas vivas. Sus ojos rojos brillaban con un resplandor profundo, más viejo que su forma actual, más íntimo que su propio nombre.
Se quedó flotando frente a la bestia gigante. Su respiración era agitada, pero no se movía ni un centímetro.
Claurest la miró.
Y entonces ella gritó:
—¡Maldito anciano! ¡¿Cómo te atreves a venir aquí?!
El rugido de su voz no fue menos imponente que el del dragón. Era una voz de rencor puro, de heridas abiertas desde otra era.
—¡Pagarás por lo que le hiciste a madre!
Por un momento, el viento se detuvo.
Y en esas palabras, en ese grito desgarrado, no solo había ira.
Había tristeza.
Había pérdida.
Había una niña dragón que creció sin respuestas, sin justicia.
Y que, finalmente, lo tenía frente a ella.
El símbolo de todo lo que perdió.