Lucia Bennett, su vida monótona y tranquila a punto de cambiar.
Rafael Murray, un mafioso terminando en el lugar incorrectamente correcto para refugiarse.
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Capitulo 5
La mañana amaneció fría y clara, como si el mundo intentara disfrazar su peligrosa fragilidad bajo un cielo impecable.
Lucía caminó hacia la librería con una bufanda de lana envolviéndole el cuello y una taza de café caliente entre las manos.
Todo parecía igual a cualquier otro día: las mismas calles bulliciosas, el mismo aroma a pan tostado saliendo de la cafetería de la esquina, los mismos clientes madrugadores que saludaban con una sonrisa somnolienta.
Y, sin embargo, dentro de ella, nada era igual.
Mientras acomodaba los libros en los estantes y abría las ventanas para dejar entrar el aire fresco, su mente volvía una y otra vez al hombre desconocido. Ese hombre de mirada intensa y silenciosa. Ese hombre que no había querido decirle su nombre... pero que se había quedado grabado en su memoria con una fuerza inquietante.
Lucía apoyó la frente contra el lomo frío de un libro de tapa dura y suspiró.
—Idiota —murmuró para sí misma, sonriendo apenas.
Y aún así, cuando alguien empujaba la puerta de la librería, su corazón saltaba de forma estúpida, como esperando que fuera él.
Pero nunca era él.
No aún.
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A kilómetros de allí, Rafael contemplaba la pantalla de su computadora desde su penthouse con un vaso de whisky en la mano.
Los informes llegaban en tiempo real:
---El traidor seguía sin dejar rastros claros.
—Las cámaras habían captado imágenes borrosas de su fuga.
—Sus hombres estaban peinando la ciudad.
Pero su mente no lograba concentrarse del todo en los informes.
Cada cierto tiempo, sin proponérselo, sus pensamientos derivaban hacia ella: Lucía.
No sabía su historia completa. Solo había obtenido información básica: 23 años, huérfana de madre desde los 16, un padre ausente, criada en casa de una tía anciana. Amante de los libros, trabajadora, discreta, sin enemigos conocidos, sin vínculos peligrosos.
Una vida sencilla.
Demasiado sencilla para su mundo.
Demasiado limpia.
Y sin embargo, ahora estaba en el radar de sus enemigos. Por su culpa.
Rafael apretó el vaso en su mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
No podía arrastrarla a su infierno.
Pero tampoco podía alejarse.
Ni siquiera sabía si tenía un segundo nombre.
Apoyó la frente contra el vidrio frío de la ventana y cerró los ojos.
Algo en él, algo que había creído muerto hacía mucho tiempo, empezaba a despertar.
Y no estaba seguro de si eso lo aterraba... o lo salvaba.
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En las calles, entre las sombras, un auto oscuro pasó frente a la librería sin detenerse.
Un rostro conocido —el traidor— miró a través del cristal con una sonrisa calculadora.
La partida apenas comenzaba.
Y esta vez, la pieza más vulnerable del tablero era también la más preciosa.
La campanilla de la puerta sonó una y otra vez a lo largo de la mañana.
Lucía atendió clientes habituales, recomendó novelas románticas, ayudó a un joven nervioso a elegir un regalo para su primera cita, y hasta charló unos minutos con la señora Miller, que pasaba todos los martes en busca de thrillers históricos.
Todo era rutinario.
Todo debería haber sido tranquilo.
Pero en el fondo, Lucía no lograba sacudirse la sensación incómoda que le rozaba la espalda como un soplo frío.
Era como si alguien, en algún lugar fuera de su vista, la estuviera observando.
No era paranoia.
Era instinto.
Varias veces alzó la vista hacia el ventanal que daba a la calle, pero no vio a nadie conocido. Solo el tráfico habitual, la gente apresurada bajo sus paraguas, la vida de Nueva York siguiendo su curso.
Y, sin embargo, algo en su interior no dejaba de tensarse.
A media tarde, mientras organizaba una mesa de novedades, el sonido vibrante de un motor al ralentí la hizo girar la cabeza.
Un auto negro, de vidrios polarizados, estaba estacionado frente a la librería.
Demasiado tiempo.
Demasiado quieto.
Frunció el ceño, inquieta.
Pero justo entonces, el vehículo arrancó suavemente y desapareció entre el tráfico.
Lucía se obligó a volver al trabajo, diciéndose que seguramente solo era casualidad.
Que el mundo no había cambiado porque un desconocido se hubiera refugiado una noche en su librería.
Que ella seguía siendo solo... Lucía.
Pero en el fondo, ya sabía que no era así.
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A pocas cuadras de distancia, Rafael caminaba por uno de sus despachos privados en el edificio Murray, revisando papeles que en otras circunstancias habrían captado toda su atención.
El zumbido de su teléfono cortó el silencio.
Respondió al primer timbrazo.
—¿Sí?
La voz de Víctor, rápida y tensa:
—Detectamos un vehículo sospechoso frente a la librería. Vidrios polarizados, modelo reciente, sin placas visibles. Se detuvo por unos minutos, luego se alejó.
Rafael se irguió de inmediato, sus ojos endureciéndose.
—¿Alguna imagen?
—Estamos recuperándola de las cámaras cercanas. Pero no fue uno de los nuestros.
Rafael caminó hasta su escritorio, apoyando ambas manos sobre el mármol frío.
—Refuercen la vigilancia. Discreción total. Si se acerca alguien más, quiero saberlo antes de que cruce la maldita calle.
—Entendido.
Colgó.
Su mandíbula se tensó.
El traidor no había terminado.
Y ahora, no cabía duda: Lucía estaba en la mira.
Rafael se pasó una mano por el cabello, frustrado.
No podía acercarse demasiado... aún.
Pero tampoco podía quedarse al margen.
No otra vez.
Mientras el día comenzaba a declinar, en su interior se sellaba una decisión silenciosa y brutal:
Quien se atreviera a tocarla, no viviría para contarlo.
La tarde cayó sobre la ciudad como una sábana gris.
Nueva York, siempre despierta, comenzaba a encender sus luces mientras el frío se volvía más punzante.
Lucía bajó la persiana de la librería con movimientos automáticos, asegurándose de trabar la puerta y de activar la cerradura adicional que la dueña le había instalado meses atrás, cuando una ola de robos azotó el barrio.
Pero esa noche, más que un acto de rutina, fue casi un ritual de protección.
Se ajustó la bufanda alrededor del cuello y echó un último vistazo a la calle antes de salir.
No había nada inusual.
Nadie parecía esperarla.
Y sin embargo, el peso en su pecho seguía ahí, como una mano invisible apretándole el corazón.
Apresuró el paso, deseando llegar a su pequeño apartamento en el quinto piso de un edificio antiguo.
Un lugar sencillo, pero cálido, lleno de plantas y libros apilados en cada rincón.
Cuando por fin cerró la puerta tras ella, apoyó la espalda contra la madera y soltó un suspiro largo.
Estaba a salvo.
O al menos eso quería creer.
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Mientras tanto, en el piso 38 del edificio Murray, Rafael revisaba las imágenes borrosas captadas por las cámaras del sector.
El vehículo negro.
La librería.
El traidor.
Todo se conectaba.
Dejó el vaso de whisky a medio terminar sobre el escritorio y giró hacia Víctor, que esperaba en silencio.
—Quiero dos hombres fijos en las inmediaciones de la librería —ordenó Rafael—. Turnos de doce horas. No deben ser vistos. No deben acercarse, salvo emergencia.
—¿Y si alguien la sigue?
Rafael lo miró, frío y letal:
—Si alguien la sigue, quiero saberlo antes de que ella lo note. Y si es necesario… actúen.
Víctor asintió sin hacer preguntas.
Rafael sabía que aquello rompía sus propias reglas. No solía proteger a civiles. No solía involucrarse. Pero Lucía Bennet había cruzado esa línea sin siquiera proponérselo.
Y ahora, el destino de ella estaba atado al suyo.
Quisiera o no.
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Esa noche, mientras Lucía preparaba una taza de té caliente y trataba de concentrarse en un viejo libro de aventuras, sus pensamientos volvían una y otra vez al hombre de mirada sombría que había aparecido de la nada en su vida.
No sabía nada de él.
Solo sabía que, desde aquella noche, el mundo había dejado de ser un lugar completamente seguro.
Y una parte de ella —una parte que no entendía— no estaba asustada. Estaba... esperando.
Sin saberlo, en las sombras, alguien ya velaba por ella.
La partida seguía en marcha. Y pronto, el primer movimiento sería inevitable.
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En algún punto perdido del bajo Manhattan, en un estacionamiento abandonado, dos figuras intercambiaban palabras en la oscuridad.
El traidor —un hombre de cabello revuelto y cicatriz en la ceja derecha— sostenía el teléfono contra su oído, escuchando las instrucciones de alguien al otro lado de la línea.
—¿Estás seguro de que es ella? —preguntó una voz áspera.
—La vi en la librería —respondió el traidor, encendiendo un cigarrillo con manos curtidas—. No sabe quién es Rafael. Apenas lo conoce. Pero... —sonrió de lado, sin humor— hay algo. Se le nota en los ojos.
—¿Qué planeas?
El traidor lanzó una bocanada de humo al aire helado.
—Primero, acercarme.
Conocerla.
Ganar su confianza.
Una pausa.
—¿Y si no coopera?
El traidor dejó escapar una risa breve, seca.
—Entonces la tomaremos por la fuerza.
Él vendrá corriendo.
Y ahí acabaremos esto.
El otro lado de la línea guardó silencio unos segundos, luego cortó sin despedirse.
El traidor guardó el teléfono en el bolsillo y aplastó el cigarrillo bajo su bota.
La noche olía a humedad, a hierro, a sangre anticipada.
Sonrió para sí mismo.
Pronto, muy pronto, Rafael Murray conocería lo que era perder algo que no podía proteger.
Y esa dulce chica de la librería sería su perdición.
Éste tipo ya la localizó
y ahora?