Dueña De Tu Sombra

Cinco años. Ya tenía cinco años.

No sé cuándo crecí tanto, pero un día dejé de necesitar ayuda para subir las escaleras, y empecé a elegir mis propios moños. A veces, cuando me miraba en el espejo, me preguntaba si mamá estaría orgullosa. Si papá sonreiría al verme usar sus mismos ojos.

La casa ya no era tan silenciosa como antes. Todavía había días tristes, claro. No todo era perfecto. Pero los abrazos volvían a durar más, y las canciones otra vez sonaban en la cocina.

Axel se había convertido en todo un experto cocinero. Se quedaba en casa cuidándonos, ayudando a Valentín con las tareas y preparándome desayunos con caritas felices hechas con frutas. Él era como mamá: suave, paciente, siempre presente.

Alan y Alex trabajaban medio turno en la ciudad. No ganaban mucho, pero nunca volvían con las manos vacías. A veces traían pan caliente, otras veces caramelos o cuentos viejos que encontraban por ahí.

Benjamín, con 18, era el orgullo de todos. Decían que era el mejor de la universidad. Era el que menos hablaba, pero sus notas hablaban por él. Lo miraba estudiar por horas, con una concentración que parecía de otro planeta.

Valentín tenía 10 y a veces lloraba porque las cosas no le salían bien. Pero siempre lo intentaba otra vez. Con los dientes apretados y el corazón grande. Lo admiraba por eso. Porque no se rendía, ni siquiera cuando quería hacerlo.

Y yo… yo era feliz. Al menos, lo era la mayoría del tiempo.

Aunque... últimamente, notaba algo raro en mis hermanos.

Ya no reían tanto.

Axel se sentaba muchas veces frente a la mesa con la frente entre las manos. Alan y Alex hablaban en voz baja por teléfono. Y una noche, escuché a Benjamín decir algo que me asustó:

“No alcanza, Alan. No alcanza ni para la luz de este mes.”

Eso me hizo pensar en todas las veces que cenamos arroz con huevo, o cuando Axel usaba la misma ropa varios días. O cuando decían que no necesitábamos regalos de Navidad, que con tenernos bastaba.

No entendía de dinero. Pero entendía que algo estaba mal.

Entonces, sucedió algo que cambió todo.

Un sábado por la tarde, mientras ayudábamos a limpiar el desván, Alan encontró una cajita de madera muy vieja. Estaba cubierta de polvo y tenía el nombre de papá grabado en la tapa: Víctor.

Todos nos quedamos en silencio.

Axel fue quien la abrió. Dentro había papeles doblados con cuidado, fotos de mamá embarazada de mí… y una carta. Con letras apretadas. Escrita con tinta negra.

Él la leyó primero. Luego Alan. Luego Alex.

Yo no entendía por qué sus ojos se agrandaban tanto. O por qué sus manos temblaban.

Pero luego, Axel se sentó en el suelo, me cargó en sus piernas y comenzó a leerla en voz alta.

“Queridos hijos.

Si están leyendo esto, es porque el destino nos jugó una mala pasada…”

La voz de Axel se quebró un poco.

“…y ya no estamos con ustedes.”

La carta hablaba de todo: del amor que nuestros padres sentían, del orgullo que tenían por cada uno. De cómo sabían que serían valientes, aunque la tristeza les pesara.

Y después, decía algo más.

Algo que nos dio un poco de luz.

“Si algún día las cosas se ponen difíciles, y sienten que no pueden más, quiero que vayan con un viejo amigo mío. Su nombre es Julián Ávila. Vive en San Marcos. Él sabrá cómo ayudar. Confío en él como un hermano. Y sé que no los dejará solos.”

Un silencio pesado cayó sobre la habitación.

Axel me abrazó fuerte. Alan y Alex se miraban sin decir nada. Benjamín estaba quieto, con la vista clavada en la carta. Y Valentín... tenía los ojos brillantes, como si entendiera más de lo que decía.

Nadie habló durante varios minutos.

Pero algo en el aire había cambiado.

Era como si esa carta hubiera abierto una ventana en medio del encierro.

Una puerta.

Una esperanza.