En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.
La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.
En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?
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Un ramo de violetas
La luz matinal se colaba a través de las cortinas de lino, dorando con suavidad las paredes de piedra clara de la recámara. Adeline entreabrió los ojos, sintiendo aún en su cuerpo el eco de la noche anterior. La luna fina seguía dibujándose en su memoria, y la imagen de Juliette, con su sonrisa discreta y su voz firme, le hizo esbozar una sonrisa somnolienta.
Se sentó con lentitud en la cama, estirando los brazos y recogiendo con delicadeza su largo cabello blanco hacia un lado. Su doncella aún no había entrado a despertarla, así que gozaba de unos minutos de silencio. Fue entonces cuando alguien golpeó suavemente la puerta.
—¿Señorita O’Conel? —la voz de una criada del castillo.
—¿Sí?
—Le han dejado esto.
Adeline se acercó envuelta en su bata de dormir. Al abrir, la doncella le tendió un ramo envuelto en papel fino, con un lazo de terciopelo azul. Violetas. Pequeñas, perfumadas, con ese tono entre lila y añil que tanto le agradaba.
Entre las flores, una nota cuidadosamente doblada sobresalía. Adeline la tomó con dedos temblorosos y la desplegó. Reconoció de inmediato la caligrafía recta, masculina, sin adornos:
> “No me podía sacar de la cabeza el momento íntimo que tuvimos durante el baile, como tampoco pude sacarme de la cabeza tus flores favoritas. Por eso decidí comprarlas para ti. —E.”
Adeline frunció el ceño, y luego sonrió con resignación.
—Elliot… —susurró.
Agradeció el gesto, aunque no era el remitente que su corazón había esperado. Por un instante, casi creyó que habría sido Juliette. Pero la princesa no se expresaría de esa manera, ni con palabras tan evidentes. No. Ella era más fuego contenido, más mirada que palabra.
Se sentó junto a la ventana con el ramo en brazos. Aspiró su aroma y pensó en la contradicción que la envolvía. Elliot era encantador, caballeroso, discreto. Cualquier otra muchacha lo encontraría ideal. Pero su corazón no latía por gestos calculados, sino por las grietas inesperadas, las confesiones silenciosas. Por alguien como Juliette, que con una sola mirada decía más que cien cartas.
A lo lejos, el reloj del castillo marcó la hora. Pronto comenzarían los preparativos para la lección de bordado y la caminata del mediodía en los jardines. Los días en la corte estaban siempre medidos, dirigidos, envueltos en rutinas que parecían pensadas para distraer a las jóvenes nobles de sus propios deseos.
Pero Adeline, con su ramo de violetas sobre el regazo y el recuerdo de una princesa grabado en la piel, sabía que ningún protocolo sería suficiente para distraerla.
La mañana avanzaba entre susurros y el tintinear de tazas de porcelana. Adeline, con su vestido Verde claro adornado con encaje Rosado, caminaba por uno de los pasillos de mármol cuando lo vio: Elliot, de pie junto a una gran columna, conversando con un sirviente. Al verla, se despidió con una leve inclinación y se acercó con paso decidido.
—Buenos días, señorita O’Conel —saludó con una sonrisa tranquila—. Me alegra verla de tan buen humor esta mañana.
—Lo mismo digo, caballero.
—¿Le gustaría pasear conmigo? Pero no por los jardines —dijo, bajando un poco la voz con tono cómplice—. Hoy quiero mostrarle el castillo desde otra perspectiva. Rincones ocultos, escaleras que no llevan a ninguna parte… y quizá alguna historia interesante.
La idea despertó la curiosidad de Adeline. Le ofreció una sonrisa y tomó su brazo.
—Me encantaría.
Durante casi una hora caminaron por salones altos con frescos antiguos, pasillos silenciosos bordeados por estatuas de mármol, y pequeñas escaleras que llevaban a balcones secretos con vistas al bosque. Elliot le contaba anécdotas sobre el castillo que había escuchado durante su estancia, mientras ella lo escuchaba con atención y soltaba alguna risa discreta cuando él exageraba los relatos.
Finalmente llegaron a una galería olvidada, con ventanas de arco que daban a un patio amplio, rodeado de glicinas y jazmines en flor. La brisa era suave y el canto de los pájaros creaba una atmósfera apacible.
Ambos se sentaron en un banco de piedra, bajo la sombra de una columna antigua. Elliot contempló el paisaje por un momento y luego habló, casi como si pensara en voz alta.
—Me encantaría tener una casa con un gran patio como ese… —dijo, señalando el jardín que se extendía más allá—. Y compartirlo con mi futura esposa e hijos. Tener tardes como esta, caminar entre flores, enseñar a mis hijos a plantar su primer árbol.
Adeline lo miró, sorprendida por la sinceridad con la que hablaba. No era el típico comentario cortés que uno escuchaba en los salones, era un deseo verdadero, transparente.
—Pues de seguro lo tendrás —dijo, con una leve sonrisa.
Elliot la miró entonces, con interés genuino.
—¿Y tú, Adeline? ¿Cuál es tu sueño?
Ella desvió la mirada por un instante, como si pesara cada palabra antes de pronunciarla.
—Trabajar de escritora —dijo con claridad—. Tener una pequeña casa con un jardín lleno de flores silvestres, vivir tranquila… sin esposo ni hijos. Solo escribir historias y cuidar de mis pensamientos.
Elliot no se rió ni alzó las cejas como lo hacían otros. Al contrario, sonrió.
—Qué peculiar —dijo con suavidad—. Me agrada.
Adeline sintió algo cálido en el pecho. Aquella afirmación, tan sencilla, tenía el peso de un respeto que pocos le ofrecían. Salvo su padre, nadie había escuchado sus sueños sin intentar corregirlos.
—Es extraño, ¿no? —añadió—. Que para algunas personas, soñar con la tranquilidad sea casi escandaloso.
—Tal vez por eso tu sueño es más valioso —respondió Elliot—. No busca complacer a nadie más que a ti.
Por primera vez en mucho tiempo, Adeline se sintió libre de hablar. Le habló de sus ideas para una novela, de los personajes que imaginaba por las noches, de cómo encontraba inspiración en los rostros anónimos que cruzaba en los salones. Elliot escuchaba con interés sincero, sin interrumpirla ni juzgarla.
Cuando regresaron al ala de los invitados, el sol ya estaba alto en el cielo. La vida en el castillo seguía su curso, pero Adeline sentía que ese paseo había marcado un pequeño punto de inflexión. Quizá no todos los hombres eran como Miller. Quizá, incluso entre los pretendientes, podía encontrarse algo de humanidad.
Y sin embargo, mientras Elliot se despedía con una leve inclinación, la imagen de Juliette volvió a ocupar su mente. Su voz, su mirada intensa, y ese momento en que le había dicho “Te veías hermosa esta noche”… Todo ello seguía brillando en ella como la luna que solo se deja ver al caer la noche.
Poco después del paseo por el castillo con Elliot, los rumores de la corte volvieron a girar en torno a Adeline O’Conel. Su presencia no pasaba desapercibida, y ya no solo se hablaba de su cabello níveo y sus ojos azules con aquella peculiar media luna en cada pupila, sino también de su actitud. Reservada, cortés, pero dueña de un carácter sereno que comenzaba a inquietar a muchas familias nobles.
Esa misma tarde, en el salón de las magnolias, la princesa Juliette apareció como un rayo de autoridad y belleza. Su vestido lila ondeaba suavemente a cada paso mientras todos los presentes se ponían de pie. Con voz clara, se dirigió a la sala:
—¿Se encuentra aquí la señorita Adeline O’Conel?
Adeline, sorprendida, se levantó lentamente. Un murmullo se expandió como una ola en el salón.
—Estoy aquí, su alteza —respondió, haciendo una reverencia respetuosa.
—Me gustaría invitarla a tomar el té conmigo mañana por la tarde. He oído tantas cosas sobre el diamante de la época, que siento gran curiosidad por conversar con usted en persona.
Aquella frase fue como una máscara elegante que ocultaba un anhelo más profundo. Adeline captó la intención detrás de la sonrisa de Juliette y, con la cabeza erguida y el corazón palpitante, aceptó:
—Será un honor, su alteza.
Al día siguiente, Adeline eligió con cuidado su atuendo. Pidió que le prepararan el vestido de terciopelo rojo, uno que rara vez usaba por lo atrevido de su tono. Al ponérselo, su reflejo en el espejo le recordó a una rosa abierta al anochecer: apasionada, fuerte, pero aún reservada. Su cabello recogido en un moño bajo dejaba ver claramente su rostro pálido y sus ojos enigmáticos.
Cuando entró al salón privado donde la princesa la esperaba, los guardias abrieron las puertas en silencio. Juliette estaba de pie junto a una ventana, pero al ver entrar a Adeline, giró sobre sus talones y su rostro se suavizó.
Durante un instante, la princesa no dijo nada. Sus ojos recorrieron a Adeline de arriba abajo con una mezcla de asombro y algo más profundo, casi vulnerable.
—El rojo es tu color, señorita Adeline —dijo Juliette con voz suave, pero firme.
Adeline sonrió, sintiendo cómo algo en su interior se estremecía. No por el cumplido, sino por la forma en que había sido dicho: como una confesión disfrazada de frase inocente.
—Gracias, su alteza. Quería estar a la altura de la invitación.
Juliette señaló una pequeña mesa servida con porcelana fina, pasteles, y una tetera humeante.
—Ven. Que el ojo público tenga su espectáculo, y que nosotras… disfrutemos del té.
Adeline tomó asiento con gracia, cruzando las manos sobre el regazo. El terciopelo rojo de su vestido contrastaba con la delicada porcelana blanca y azul de la mesa. Juliette se acomodó frente a ella, sirviendo el té con una destreza que delataba su crianza real.
—¿Azúcar? —preguntó la princesa, sin apartar la vista de Adeline.
—No, gracias. Me gusta el té tal como es. —respondió ella.
—¿Fuerte y honesto? —inquirió Juliette, con una media sonrisa.
—Exactamente —dijo Adeline, sosteniéndole la mirada.
Un leve silencio se asentó entre ambas mientras el murmullo de los sirvientes y cortesanos se mantenía a distancia prudente. Ninguna quería ser la primera en romper esa barrera invisible, pero fue Juliette quien se atrevió.
—¿Te gusta el castillo? —preguntó, moviendo distraídamente su cucharita.
—Mucho. Es frío y cálido a la vez… como ciertas personas que viven en él.
Juliette alzó una ceja, divertida.
—¿Y yo en qué categoría entro?
Adeline la miró con serenidad, pero con la chispa danzando en sus ojos.
—En ninguna que se pueda nombrar sin correr riesgos —dijo.
La princesa rió suavemente, cubriéndose los labios con la mano como mandaba la etiqueta.
—Eso fue una respuesta peligrosa, señorita O’Conel.
—Y sin embargo, se la esperaba de mí, ¿no es cierto?
Juliette no contestó de inmediato. En cambio, tomó un pequeño pastel y le dio una mordida delicada, sin dejar de observarla.
—Dime… —dijo finalmente—. ¿Qué fue lo que pensaste cuando te invité delante de todos?
—Que querías probarme —respondió Adeline sin dudar—. O protegernos, a tu manera.
—¿Y cuál crees que fue?
—Ambas.
Un breve estremecimiento recorrió el aire. La conversación, ligera a los ojos de los demás, estaba llena de palabras que decían más de lo que ocultaban.
Juliette se inclinó apenas hacia adelante.
—He escuchado rumores sobre ti.
—¿Buenos o malos?
—Peligrosos.
Adeline bajó la vista por un instante, dejando que la sombra de sus pestañas hiciera el trabajo de ocultar el temblor en su pecho.
—¿Y te asustan?
—Me intrigan. No hay mayor placer que descubrir un secreto a plena luz del día.
—Pero yo brillo de noche —respondió Adeline, casi en un susurro.
Juliette quedó inmóvil. Durante un largo momento, solo se oyó el golpeteo suave de una cucharilla en una taza lejana.
—Entonces tendré que observarte cuando nadie mire —dijo Juliette finalmente.
Ambas sabían que cada palabra tenía filo, como los cuchillos ocultos en los bailes cortesanos. Pero entre ellas no había guerra, sino una danza: delicada, peligrosa, hermosa.
Cuando el té terminó, Juliette se levantó con la misma elegancia con la que había llegado.
—Gracias por aceptar mi invitación. El ojo público estará satisfecho.
—Y nosotras también —añadió Adeline, poniéndose de pie.
Ambas se inclinaron en una reverencia perfecta, como dictaban las normas. Pero mientras bajaban la cabeza, sus ojos se encontraron por un segundo que parecía suspendido fuera del tiempo.
No hacía falta tocarse. Lo que sentían ya ardía en el aire que compartían.
La noche era joven aún, y el castillo dormía en una quietud aparente. Las sombras se deslizaban como seda por los pasillos de piedra, y los candelabros encendidos parecían titilar como estrellas enclaustradas. Adeline se escabulló con el corazón palpitando, los pies apenas tocando el suelo. Juliette la esperaba en la vieja torre sur, donde los ventanales redondos dejaban entrar la luna como un huésped silencioso.
Cuando llegó, la princesa ya estaba sentada sobre uno de los bancos de piedra, mirando hacia el cielo con una expresión que oscilaba entre la nostalgia y el anhelo.
—Pensé que no vendrías —dijo Juliette, sin girarse.
—Y fallar a una cita contigo... sería un pecado —replicó Adeline con una sonrisa suave, acercándose.
Se sentó a su lado, y durante un rato ninguna dijo nada. Solo las hojas de los árboles afuera susurraban con la brisa.
—¿Por qué me haces sentir así? —murmuró Juliette, al fin, sin mirar a Adeline.
—¿Así cómo?
—Como si tuviera que olvidar todo lo que he aprendido. Como si desear algo… o a alguien… no fuera un error.
Adeline bajó la mirada, sintiendo la calidez de esa confesión como un fuego dulce en el pecho.
—Porque no es un error —susurró—. Aunque el mundo diga lo contrario.
Juliette se giró hacia ella. Sus ojos eran un lago profundo donde el deseo y la duda nadaban juntos. Se inclinó, muy despacio, como si temiera romper algo invisible entre ambas. Adeline contuvo el aliento. La distancia entre sus rostros era apenas un suspiro.
Y entonces, un golpe seco.
Un pájaro, desorientado por la luz, chocó contra el ventanal con un aletazo sordo. Ambas se sobresaltaron. Juliette se incorporó rápidamente, y Adeline se llevó una mano al pecho.
—¡Por los cielos! —exclamó la princesa, mirando al ave que yacía aturdida en el alféizar.
Durante unos segundos, solo el sonido agitado de sus respiraciones llenó la torre.
—Quizá… el destino aún no quiere —dijo Juliette en voz baja, sin atreverse a mirar a Adeline de nuevo.
—O quiere que lo deseemos un poco más —respondió ella, con una sonrisa melancólica.
Ambas quedaron en silencio otra vez. La tensión no había desaparecido. Solo había sido aplazada.
Finalmente, Juliette recogió el ave con suavidad, asegurándose de que no estuviera herida. La colocó sobre el alféizar y la observó volar, torpe pero libre, hacia la noche.
—Deberíamos volver —dijo.
—Sí. Antes de que alguien más se estrelle contra una ventana —bromeó Adeline con suavidad, provocando una sonrisa en la princesa.
Mientras se alejaban por pasillos distintos, el aire aún temblaba con lo que casi fue.
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