Brendam Thompson era el tipo de hombre que nadie se atrevía a mirar directo a los ojos. No solo por el brillo verde olivo de su mirada, que parecía atravesar voluntades, sino porque detrás de su elegancia de CEO y su cuerpo tallado como una estatua griega, se escondía el jefe más temido del bajo mundo europeo: el líder de la mafia alemana. Dueño de una cadena internacional de hoteles de lujo, movía millones con una frialdad quirúrgica. Amaba el control, el poder... y la sumisión femenina. Para él, las emociones eran debilidades, los sentimientos, obstáculos. Nunca creyó que nada ni nadie pudiera quebrar su imperio de hielo.
Hasta que la vio a ella.
Dakota Adams no era como las otras. De curvas pronunciadas y tatuajes que hablaban de rebeldía, ojos celestes como el invierno y una sonrisa que desafiaba al mundo
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Capítulo 8: El arte de la guerra
Brendan Thompson no solía perder. No en los negocios. No en el poder. Y mucho menos en las subastas privadas, donde las piezas no eran simples objetos, sino símbolos. Cada compra era un movimiento estratégico, una declaración ante quienes sabían leer entre líneas.
Aquella noche, el salón estaba iluminado por arañas de cristal que colgaban sobre mesas con champán y miradas cargadas de ambición. La élite europea se reunía para disputarse obras que nunca verían la luz del sol. Y él estaba ahí, impecable en su traje negro, esperando ganar una escultura renacentista que, más allá de su valor estético, aseguraría un favor con un coleccionista italiano.
Pero entonces la vio.
Dakota Adams.
Entró como una tormenta vestida de terciopelo. Un vestido esmeralda que se ceñía a su cuerpo con la precisión de un secreto. El cabello castaño, recogido de forma casual pero calculada, dejando ver la curva de su cuello y un tatuaje apenas insinuado. Caminaba con una seguridad que hacía girar cabezas, aunque parecía no notar a nadie.
Brendan sintió un golpe en el pecho, seco, como una advertencia. ¿Qué demonios hacía ahí? ¿Cómo había conseguido una invitación para un evento donde la lista era más cerrada que un círculo de sangre?
Ella lo vio. Claro que lo vio. Y sonrió. No esa sonrisa cortés de sociedad, sino una curva peligrosa, cargada de intención. Brendan apretó la mandíbula. No iba a darle el gusto de moverse primero.
El presentador anunció la primera pieza importante de la noche: la escultura. Brendan levantó la paleta con la tranquilidad de quien ya se sabe ganador. Las pujas comenzaron, y él las superó sin pestañear. Hasta que escuchó esa voz.
—Quinientos mil.
Giró la cabeza. Dakota, sentada a dos filas, lo miraba con descaro, sosteniendo la paleta como quien juega con fuego.
Brendan respondió sin pensarlo. —Seiscientos.
Ella arqueó una ceja. —Ochocientos.
Un murmullo recorrió la sala. No era común que alguien subiera así, tan agresivo. Brendan la estudió, sus dedos golpeando apenas el brazo del sillón.
—Un millón —dijo, su voz firme, un filo contenido.
Dakota sonrió, y en ese gesto había algo perversamente dulce. —Dos millones.
Un silencio denso cayó sobre el salón. Brendan la miró, y en su interior algo ardió. No era el dinero —podía ofrecer diez veces esa cifra—, era el desafío. Era ella, sacándolo del pedestal, retándolo frente a todos.
Podía subir más. Podía humillarla. Pero entonces la vio sostener su mirada, sin miedo, y supo que ese juego no se trataba de la escultura. Se trataba de ellos.
Brendan apoyó la paleta, inclinándose hacia el micrófono. —Me retiro. Felicidades, señorita Adams.
El aplauso fue cortés, pero las miradas decían todo: alguien había osado ganarle a Brendan Thompson. Y ese alguien era una mujer. Una mujer que, al pasar junto a él minutos después, lo miró como si lo hubiera desarmado con una caricia.
—¿Brindamos por tu derrota? —dijo ella, deteniéndose frente a él, con una copa en la mano.
Brendan tomó otra copa de la bandeja de un camarero y la alzó. —Por tu audacia —respondió, su voz grave, envolvente. Chocaron las copas, el cristal sonó como un pacto no escrito.
La música suave cubría la tensión eléctrica que se encendía entre ellos. Brendan dio un sorbo, sin dejar de mirarla.
—Admito que me sorprendiste —dijo, acercándose apenas—. No cualquiera entra aquí sin que yo lo sepa.
Dakota inclinó la cabeza, su sonrisa jugando con él. —Tal vez no sabés tanto como creés.
Brendan dejó la copa sobre la mesa y se inclinó, lo suficiente para que su aliento rozara su oído. —¿Quién sos realmente, Dakota Adams?
Ella giró el rostro, quedando a centímetros de sus labios. Sus ojos brillaban como hielo encendido.
—Si te lo digo… —susurró con un dejo de risa— tendría que matarte.
Brendan sintió algo oscuro y excitante recorrerlo. Rió bajo, un sonido que hizo que algunos curiosos desviaran la mirada.
—Me encantaría ver cómo lo intentás.
Ella se apartó con un movimiento lento, casi felino, y tomó su bolso.
—Entonces seguí adivinando, Brendan. Tal vez tengas suerte.
Lo dejó ahí, mirándola alejarse como una sombra verde entre luces doradas. Y por primera vez en mucho tiempo, Brendan supo que estaba perdido… y le encantaba.