Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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Entre el odio y la esperanza
Mientras regresaban hacia la manada, Ikki y Magnus se detuvieron para inspeccionar el lugar donde los rogues habían estado.
—Solo se revolcaron en el pasto —dijo Magnus, agachándose para oler la tierra.
—Están marcando territorio para poder avanzar —aclaró Ikki con un gruñido, frunciendo el ceño.
Ikki olfateó el aire con atención, el viento frío agitaba sus cabellos desordenados, y entonces murmuró:
—Vámonos. Ve hasta la entrada del lago.
Magnus asintió y se adelantó corriendo con paso ligero, mientras Ikki lo seguía a pocos metros, tenso, atento a cualquier ataque. El silencio del bosque era inquietante; incluso las aves parecían callar al paso del alfa.
Al llegar a la entrada del lago, encontraron frutos silvestres, pastos con aroma dulce, hongos y maderas caídas. Todo lo fueron colocando dentro del cuenco que el viejo Ent le había dado a Ikki.
—Allí… toma esas hojas finas —ordenó Ikki, señalando con la mano.
Magnus obedeció, recogiendo una gran cantidad. Luego las ató con la misma hierba resistente, la misma que Leda había usado para coser su brazo. Mientras recogían, Ikki observaba cada detalle con una mezcla extraña de fastidio y orgullo. Cuando reunieron bastante de todo, emprendieron el regreso.
Magnus iba a la cabeza, cargando parte de las cosas, e Ikki detrás, con el cuenco lleno entre sus brazos. El viento otoñal les golpeaba la piel desnuda mientras corrían libres, salvajes, con olor a bosque y tierra húmeda.
Media hora después llegaron. La manada era un bullicio de vida: lobos correteando, niños riendo, las hembras charlando. El aroma a fuego y carne asada flotaba en el aire,Leda les enseño a hacer carne asada. Leda estaba sentada bajo el sol otoñal. Vestía un pantalón largo hecho con pieles que ella misma había adaptado, y una especie de remera que cubría sus senos generosos. Su cabello, ahora trenzado, caía sobre su hombro como una serpiente oscura que brillaba con la luz del día.
Cerca de ella, ardía una fogata. Seguía cortando madera, concentrada, mientras Tom le mostraba la olla que había tallado con sus manos. Los lobos silbaban, otros gruñían aprobando, los niños reían y jugaban; más allá, Rina cantaba suavemente, sentada en un tronco. El viejo guerrero de la manada observaba la escena en silencio, con la mirada cargada de historias pasadas.
Ikki se detuvo unos segundos al ver esa imagen. Algo cálido, desconocido y molesto le brotó en el pecho. Su mandíbula se tensó. Magnus, en cambio, sonrió satisfecho. El clima era cálido… demasiado cálido.
Ikki aulló. Su voz grave resonó como un trueno. Todos respondieron al unísono, en señal de bienvenida.
Leda no lo miró. No apartó la vista de lo que hacía. Cuando lo escuchó, la sangre le hirvió. “¿Por qué no se murió por el camino?”, pensó con rabia contenida. Siguió cortando los bambúes como si él no existiera.
Ikki se acercó, con pasos pesados, el cuerpo brillando por el sudor, y dejó caer el cuenco frente a ella con un golpe sordo.
—Mujer… aquí te traje esto —dijo con voz grave, dejando también las hierbas, flores y frutos a su lado. Sus ojos grises la miraban con desesperación, casi suplicantes. Era su manera tosca de pedir perdón, pero ella no lo sabía… o no quería saberlo.
Leda escuchó su voz y sintió rabia, asco. No lo miró ni un segundo. No miró el cuenco. Se levantó bruscamente y caminó hacia Nor, hablándole en voz baja. Luego se metió al toldo donde había varias lobas reunidas.
(Prefiero que estas lobas me coman viva antes que pasar un minuto más con él.)
Se sentó entre ellas, respirando hondo para no llorar, mientras las lobas tocaban curiosas la ropa que llevaba puesta.
—Si quieren, puedo hacer ropa para ustedes —dijo Leda, rompiendo el silencio.
Las lobas se miraron entre sí, sorprendidas. La más grande, Tina, respondió enseguida:
—Yo quiero, Luna.
—Yo también… ¡yo también! —dijeron varias, animándose una tras otra.
Solo una permaneció inmóvil, con una sonrisa arrogante en los labios. Tul, la amante del alfa.
—Mi desnudez es mi ropa —soltó con tono desafiante.
Leda aplaudió despacio.
—Bien… traeré las pieles. ¿Me ayudan?
—¡Sí! —gritaron todas al unísono, ignorando a Tul. Salieron juntas, riendo, a buscar pieles.
Ikki, sentado en su trono improvisado, observaba la escena desde lejos. Pero no veía nada. Sus ojos solo buscaban a Leda. Escuchaba cada palabra. Cada risa. Cuando la vio salir entre las lobas, algo se tensó dentro de él. Se irguió, rígido, con los puños apretados.
Ella lo miró. Tuvo ganas de tirarle un hueso que vio cerca… pero la rabia se disipó cuando sus ojos se posaron en el cuenco.
El cuenco… y lo que contenía.
Se acercó despacio, cuando él ya no estaba mirando. Se arrodilló frente al cuenco y empezó a revisar lo que había dentro. Y entonces sonrió. Una sonrisa amplia, brillante.
(¿Dónde habrá encontrado este cuenco… y esto?)
Comenzó a sacar las flores, las frutas, los hongos. Encontró una hierba que olía y sabía como cebollín. Sus ojos se iluminaron. Estaba feliz. Por primera vez, sonrió desde que llegó. Sonrisa amplia, auténtica.
Ikki, desde la distancia, la vio sonreír y algo explotó en su interior. Una satisfacción feroz. No sabía por qué… pero verla feliz lo hacía sentir un guerrero invencible.
Magnus, parado a su lado, gritó con orgullo:
—¡Mi Luna! Esas flores son para usted… ¡yo mismo las arranqué!
Ikki se giró hacia él. Su mirada era fuego. Magnus no lo notó.
Leda levantó la vista, sonriendo.
—Muchas gracias, Magnus… son hermosas —dijo, oliéndolas con dulzura.
Magnus sonrió satisfecho… mientras Ikki apretaba los puños, sintiendo los celos treparle por la piel como un veneno.