En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
NovelToon tiene autorización de Santiago López P para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Diez y seis
El Chuy, con la cara empapada en sudor, se queda tieso, como si algo le hubiera tronado por dentro. Tiembla y suelta un alarido que retumba contra las paredes grafiteadas de la plaza, como si fuera un perro herido. Santiago, todavía firme en su reto, lo observa desde arriba con esa sonrisa torcida. El Chuy ya no puede más, sus brazos simplemente lo traicionan. Y entonces, cae.
Un silencio de segundos, hasta que alguien destapa una caguama y grita:
—¡A huevo, banda! ¡El nuevo campeón es el Santi!
El eco se riega entre las carcajadas, los silbidos y el choque de los vasos de unicel llenos de Tonayán con Jumex de mango. La música de un estéreo jodido, conectado con cinta negra, empieza a escupir a todo volumen “La Célula que Explota” de Caifanes, como si la ciudad entera supiera que era su momento.
Pero Santiago no se conforma. Con los ojos encendidos, niega con la cabeza, baja con una mano en la espalda y empieza a flexionar solo con el brazo derecho. La banda se queda muda. Sus nudillos se marcan, los músculos tiemblan, pero sube, sube con la pura rabia que lo quema por dentro. Cuando llega arriba, suelta un rugido que se mezcla con las bocinas de los microbuses tuneados que pasan cerca, luces de neón parpadeando en Insurgentes.
—¡Órale, chingón! —grita Pollo, pegándole una patada al cierre metálico del puesto de revistas que estaba pintarrajeado con tags de “Los Chakas” y “Zona Sur 13”.
El resto se enciende. Kevin avienta una Indio contra un parabrisas y la alarma de un Tsuru estacionado empieza a berrear. Doñas en bata de franela y chanclas salen a los balcones, gritando:
—¡Ya váyanse a su casa, pinches malvivientes!
Una señora amenaza con llamar a la tira, pero la banda solo se ríe. El rugido de las motos y vespas —más parchadas que nuevas— se prende al unísono. Latas de cerveza ruedan por el pavimento, el aire huele a gasolina mal quemada y a tacos de suadero de la esquina.
Brayan se acerca a Santiago, dándole una palmada en la espalda.
—Carnal, estuvo de poca, ¿eh? Te rifaste como los grandes.
Santiago escupe a un lado, todavía agitado.
—Nada mal, pero apenas vamos empezando.
En eso, Marcelo, montado sobre su Vespa destartalada, levanta la voz:
—¡Eh, me dijeron que hoy hay pachanga en un depa por Patriotismo, esos fifís que ponen DJ en vez de sonidero!
—¿Y nos van a dejar pasar? —pregunta Kevin, carcajeándose.
—Conozco a una morra que está invitada. —Marcelo guiña un ojo—. Fátima, la güerita de la prepa.
—¡Ah, no mames! ¿La que te bateó en el antro del Bulldog? —le suelta Pollo entre risas.
—Esa mera, pero ahora sí me debe una.
Con un rechinido de llantas, la banda da la vuelta hacia Insurgentes. Nadie respeta el semáforo en rojo. Uno se avienta un caballito frente a un pesero con luces moradas que trae pintado “La Bestia del Asfalto” en el parabrisas. Los claxonazos, la música de Molotov tronando desde un boombox, el olor a mota y el aire frío de la ciudad hacen que todo se sienta como si fueran los dueños de la noche.
