aveces el amor no es lo uno espera
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Capítulo 13 – Raíces y sombras
Desde aquella noche en el galpón, todo había cambiado.
Luna había llegado a mí con los ojos llenos de miedo, la espalda cargada de años de dolor, pero también una chispa. Una chispa que, aunque temblorosa, se negaba a apagarse.
Ahora la veía llegar cada tarde con los guantes en la mochila y una mirada que decía “no voy a dejarme vencer”. A veces se reía cuando caía al suelo después de una llave mal hecha. A veces lloraba cuando recordaba algo sin querer. Pero nunca dejaba de intentarlo.
Y eso, para mí, era lo más valiente que había visto en mi vida.
—¿Lista para la práctica, luchadora? —le decía con tono burlón, mientras ella se ataba el cabello con fuerza.
—Más te vale no subestimarme, Tomás. Hoy te tumbo.
No podía evitar sonreír con ella. Tenía esa forma de desafiar la oscuridad que me desarmaba. Aunque sus golpes aún no fueran certeros, cada uno era una declaración de guerra a sus propios fantasmas.
Durante las prácticas le enseñé a golpear con precisión, a usar su cuerpo como escudo y como impulso. Pero, en realidad, ella me enseñaba más a mí: cómo levantarse con la piel marcada y el alma intacta.
Fuera del galpón, la vida empezó a tejerse de forma más serena. Algunas tardes la acompañaba al vivero, donde empezó a trabajar unas horas ayudando a una mujer del pueblo con las plantas. Luna se movía entre las macetas como si ahí encontrara consuelo. Le hablaba a las hojas, a las semillas. Las acariciaba como si entendiera el idioma de todo lo que alguna vez fue herido pero sigue creciendo.
Mirta me decía:
—Ese corazón de Luna está floreciendo, nene. Pero no te confíes. Las tormentas siempre vuelven a probar qué tan fuerte echaste raíces.
Y tenía razón. Porque aunque Luna sonriera más, comiera mejor, y su cuerpo empezara a recuperar peso, la sombra de Patrick no desaparecía. A veces, cuando algo crujía afuera de noche, se despertaba de golpe. Yo la encontraba en el porche, abrazándose a sí misma, con los ojos perdidos en la oscuridad.
—No está acá —le decía, apoyando mi mano en su hombro.
—Lo sé… pero mi cuerpo no siempre se lo cree.
Entonces nos sentábamos en silencio, hasta que el temblor pasaba.
Un miércoles por la tarde, después de entrenar, fuimos al río. Ella se quitó los zapatos y metió los pies en el agua helada. La miré desde el pasto. Tenía el cabello recogido en un moño desordenado, la piel levemente dorada por el sol, y una expresión... tranquila. Por primera vez, realmente tranquila.
—¿Pensás quedarte en el pueblo? —me preguntó sin mirarme.
—Mientras vos estés acá, sí —respondí.
Se volvió hacia mí. Había algo en sus ojos. Una mezcla de miedo y ternura que me encogió el pecho.
—¿Y si él viene?
—Entonces me va a encontrar parado entre vos y él.
—¿Y si yo me quiebro?
—Entonces te ayudo a armarte de nuevo. Las grietas no son debilidades, Luna. Son entradas de luz.
Se mordió el labio, como si esas palabras le dolieran por lindas. Y se acercó. Apoyó su frente contra la mía. No hizo falta beso. No hacía falta nada más que ese contacto simple, tibio, lleno de confianza.
Esa noche, volviendo por el sendero, vimos algo extraño: unas huellas frescas en la tierra húmeda. No eran nuestras. Luna se detuvo en seco. Su cuerpo se puso tenso. La tomé de la mano.
—Podría ser un cazador. O alguien del pueblo que se desvió.
Pero no me convencí ni a mí mismo. Había algo en la forma en que esas pisadas rodeaban la casa, como si hubieran estado observando.
Esa noche dormí en el sillón del living, con una linterna y algo más pesado bajo la almohada.
Al día siguiente, instalé un cerrojo nuevo en la puerta trasera, reforcé las ventanas y llamé a Mateo, un viejo amigo que conocía de la ciudad. Le pedí un favor: cámaras. Discretas, pero efectivas.
Luna no preguntó. Pero lo entendió. Y no protestó. Solo me miró con esos ojos firmes, decididos.
—Vamos a estar bien —dijo—. No pienso dejar que me quiten esta nueva vida.
Y lo dijo con tal seguridad que me dieron ganas de creer que, incluso si Patrick aparecía, no iba a poder con ella.
Con nosotros.