Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capítulo 11
Narra Oliver
Lía no sabe lo que hace.
Y no me refiero a que sea torpe —que lo es—, sino a lo que provoca en mí.
Desde que me abrazó esta mañana mientras limpiábamos, desde que me besó la frente como si yo fuera suyo… desde que me ofreció una galleta llevándola a mi boca como si fuera lo más normal del mundo… no he podido pensar con claridad.
No, ella no lo hace con intención. Lo sé.
Lo hace porque es así.
Porque su cariño se le sale por los poros sin filtro ni medida.
¿Pero qué hago yo?
Yo no tengo veinte años.
No estoy jugando.
Estoy enamorado. Y no sé si eso me va a terminar salvando o destruyendo.
Volvimos del supermercado y ella venía feliz, colgada de mi brazo, riéndose de las tonterías que decía. En algún momento del camino me miró y me dijo:
—Hoy quiero cocinar contigo. Pero no de esos platos de adulto que tú haces. Vamos a improvisar, ¿sí?
—¿Improvisar cómo? —pregunté.
—Tú sígueme el juego —dijo, con esos ojitos brillantes que parecen pedir permiso sin pedir nada.
Al llegar, se puso un delantal que le quedaba enorme y me obligó a ponerme otro.
—Esto será divertido —dijo mientras comenzaba a sacar los ingredientes—. Tú picas, yo mezclo.
Y así empezó todo.
Harina volando, risas, sal mal medida, y ella acercándose a mí cada vez que necesitaba "probar algo" o "limpiar algo".
Se me acercaba tanto, que el perfume suave de su cuello se me quedaba en la memoria.
A veces, me hablaba tan cerca que sentía su aliento en mi barbilla.
Y cuando probaba una salsa, me miraba con sus ojos grandes, esperando mi aprobación como si eso le importara más que todo.
Me ofreció una cuchara y la sostuvo mientras yo probaba.
¿Acaso no se da cuenta?
¿No se da cuenta de que me tiemblan los dedos cuando ella me toca el brazo?
¿De que tengo que contar hasta tres cuando me besa la mejilla sin pensar?
¿De que cada vez que se ríe y me mira como si yo fuera su persona favorita, me cuesta no decirle que quiero quedarme con ella para siempre?
—Oliver… —me dijo en voz baja mientras revolvía una salsa—. Me encanta estar así contigo.
Tragué saliva.
—A mí también —le respondí, apenas.
Ella sonrió como una niña que acaba de recibir el mejor regalo. Se acercó y me dio un beso en la frente.
Otro más.
Como si no supiera que eso me incendia por dentro.
—Eres el mejor —susurró.
Y ahí estaba yo.
Un hombre de veinticinco años, con el corazón hecho un nudo por una chica que me trata como si fuera su lugar seguro… sin saber que ella es el mío.
No sé cuánto tiempo más podré con esto.
No sé cuánto más puedo seguir disimulando.
Pero por ahora… solo la miro.
La escucho reír mientras prueba la comida que hicimos juntos.
La veo bailar por la cocina como si nada le pesara.
Y yo me enamoro.
Un poco más.
Cada día más.
[...]
Y al final…
La pizza quedó buenísima.
No exagero. Todos se sorprendieron.
Ella estaba orgullosa como si hubiera horneado la receta de su abuela italiana.
Más tarde, cuando los demás se quedaron abajo en el salón entre risas, películas y refrigerios, Lía subió conmigo a la habitación. No sé si fue casualidad o buscó ese momento. Yo ya estaba ahí sentado en el suelo, junto a la ventana abierta, dejando que entrara un poco del aire fresco. Ella entró, se dejó caer a mi lado sin decir nada y empezó a descalzarse como si fuera su cuarto también.
—Me duelen los pies —dijo—. ¿Será que estoy envejeciendo?
—Con 17 años, dudo mucho que sea la edad —le dije, sonriendo.
—Nunca subestimes el poder de una buena caminata con sandalias incómodas.
Nos reímos.
Y no sé cómo, ni por qué, pero empezamos a hablar de todo y de nada a la vez. De la pizza, de los sabores raros de helado, de lo que queríamos hacer en el futuro, de si el sol se veía mejor en la mañana o en la tarde.
En algún punto, entre una historia y otra, me dijo:
—¿Sabes? Tuve un novio.
La miré, sin decir nada.
—Era mayor. Tenía diecinueve, casi veinte. Lo conocí en una salida, nada del otro mundo… era gracioso. Me hacía reír. Me gustaba mucho.
—¿Y?
—Se fue. Quería estudiar fuera, en otro país. Dijo que tenía que hacerlo ahora o se arrepentiría toda la vida. Y yo… lo dejé ir. No quise frenarlo ni pedirle que se quedara por mí. A veces creo que fui tonta. Que debí pedirle que lo intentáramos. Pero, no sé, sentí que era lo correcto.
No supe qué decir. Había algo en su voz… algo sincero, pero tranquilo. Como si no doliera ya, pero aún quedaran ecos.
—Fue la primera vez que me sentí… pequeña —agregó—. Como si lo que yo ofrecía no fuera suficiente. Y no porque él fuera malo. Solo… él tenía sueños, y yo no estaba en ellos.
Me quedé callado.
Pensé en tantas cosas…
En lo que ella merecía.
En cómo alguien pudo soltarla así.
Pero no dije nada. Porque, ¿quién era yo para hablar?
Yo mismo no me permito tenerla.
—Aunque últimamente he pensado que tal vez yo no tenga grandes sueños —dijo, mirando por la ventana.
—¿Cómo así?
—Pues sí… como que todo el mundo tiene este gran plan de estudiar, viajar, ser exitoso. Y yo… a veces pienso que no quiero estudiar nada. Que no quiero ir a la universidad.
La miré sorprendido.
—¿Y qué quieres hacer entonces?
Se encogió de hombros y se rió.
—Casarme. Tener cuatro hijos. Ser una mantenida. Vivir de mi esposo. ¿Será ese un mal sueño?
Yo la miré, atónito.
Ella lo decía tan inocente, tan natural, tan suya.
No había cinismo, ni sarcasmo. Solo una verdad dulce, sin miedo a juzgarse.
—Lía… tienes 17 años.
—¡Y quiero tener mi primer bebé a los 20! —dijo como si me estuviera dando el dato más importante de su vida—. No sé con quién, pero lo tendré. Quiero ser mamá joven, tener energías para correr detrás de ellos, enseñarles a andar en bicicleta, hacer pasteles de cumpleaños… no sé, eso me emociona más que cualquier carrera.
Me reí. No pude evitarlo.
Porque ella hablaba con una ternura tan desarmante que era imposible no derretirse.
Y al mismo tiempo, en algún rincón de mi cabeza, algo hizo clic.
Esa frase… esa imagen que pintó sin darse cuenta…
Yo queriendo ser padre joven.
Ella queriendo ser madre joven.
Y aunque nunca me permitiría siquiera soñar con algo así…
Una parte de mí imaginó por un segundo cómo sería tener esos hijos con ella.
No lo dije, por supuesto.
Nunca lo haría.
Porque esto no puede ser.
Porque yo tengo 25, y ella apenas está empezando a vivir.
Pero esa noche, mientras ella se quedaba dormida hablando de nombres raros para sus futuros hijos, entendí algo:
Si algún día me enamoraba de nuevo…
Quería que fuera así.
Con alguien que mirara la vida con los mismos ojos transparentes que ella.
Hermosa historia gracias F1or😉