Antonella Bernal creyó en las fábulas románticas cuando contrajo matrimonio con Dreiner Ballesteros, su pareja de la universidad. Provenía de una familia humilde de clase media, mientras que él, aunque de antecedentes similares, tenía un ansia desmedida por el éxito. Esta ansia lo impulsó a trabajar sin cesar, lo que permitió que su pequeño negocio floreciera hasta transformarse en una empresa de renombre.
Todo empeoró el día que Paloma Valencia llegó a sus vidas. Heredera de un consorcio hotelero, Paloma era joven, hermosa y llena de confianza. Durante una reunión para firmar un contrato millonario, Dreiner dedicó la velada a elogiarla, dejando a Antonella en un plano secundario. La humillación la atravesó como un cuchillo.
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CAPITULO 12
CAPITULO 12.
La mañana estaba tensa, como si el propio aire anunciara un desastre.
En su oficina, Dreiner Ballesteros enfrentaba el desorden de su desgracia. Su teléfono no dejaba de vibrar: Paloma, entre llantos descontrolados, le pedía ayuda, pues sus padres estaban pensando en excluirla de la empresa familiar tras el escándalo. Los periodistas, como aves de rapiña, lo rodeaban por todos lados: llamadas, correos, mensajes de WhatsApp, menciones en redes sociales… Nadie quería escuchar su versión; todos deseaban su caída.
Una intensa migraña comenzaba a apoderarse de su cabeza. No había dormido. No había comido. Y aún no había tenido la oportunidad de hablar con Antonella.
Cuando la puerta se abrió, el sonido fue tan claro y tranquilo que lo dejó aturdido. Levantó la vista, apretó la mandíbula y cerró los puños sobre su escritorio, preparado para enfrentar la tempestad. Pero no llegó ningún grito. Ninguna lágrima. Solo reinaba un profundo silencio.
Un silencio helado que se metió en su ser como un cuchillo afilado.
Antonella pasó por la oficina con una elegante moderación. Sus tacones resonaban con fuerza, marcando el ritmo de una despedida inminente. Se sentó frente a él, cruzó lentamente las piernas y lo miró con una serenidad perturbadora, como si ya no lo conociera.
Y entonces lo dijo.
—Deseo el divorcio.
Dreiner parpadeó, como si las palabras sonaran en otro idioma.
—¿Qué. . . qué dijiste?
—Que quiero el divorcio —repitió ella, con una calma feroz—. Lo haremos de manera civilizada. Sin juicios ni dramas. Sabes que tengo todo a mi favor.
Un sudor frío le recorrió la espalda. El miedo se mezcló con la confusión y el orgullo herido.
—Fue un error —murmuró, buscando su voz en medio de la desesperación—. Lo reconozco… te fallé. Pero aún te quiero, Antonella. ¡Podemos salvar esto!
Ella se quedó en silencio. Solo lo miraba. Inmóvil. Inquebrantable.
—Nuestro matrimonio ya estaba mal… —continuó él, intentando justificar su postura—. Tú y yo… no éramos los mismos. Llevamos meses sin intimidad. Me sentía solo. Me equivoqué, sí… pero. ..
Antonella levantó una ceja, una mueca amarga apareció en sus labios.
—¿Y ahora me culpas a mí?
—¡No! No… solo quiero decir que… tal vez ambos fallamos. Podemos asistir a terapia, buscar ayuda…
Las palabras se desvanecieron en el aire. Antonella recordaba claramente el día en que ella propuso lo mismo, y él se había reído en su cara.
“No necesito que un extraño se interfiera en nuestros problemas”, le había dicho entonces.
—No, Dreiner —respondió ahora, con voz firme—. Ya no hay nada que arreglar. Solo queda firmar.
Él la contempló como si la viera por primera vez. La mujer sumisa y lastimada ya no existía. Frente a él se erguía una reina que había decidido marcharse… llevándose su corona y el castillo consigo.
—Te daré un momento para que reflexiones —intentó nuevamente—. Te prometo que cambiaré. Romperé con Paloma. Seré el hombre que te conquistó. . .
Antonella se levantó con calma. Ajustó su bolso con cuidado en el brazo. Y, antes de darse la vuelta, le lanzó una última mirada fulminante.
—Ya no me importa en quién te transformes, Dreiner. Desde ahora, cualquier cosa lo tratarás con mi abogado.
Abrió la puerta sin aguardar respuesta y salió.
Cruzó la oficina con la misma dignidad con la que había entrado, bajo la mirada silenciosa de Ana, su asistente. Antonella comenzó a colocar en una pequeña caja los pocos objetos que aún le importaban: una foto de sus padres, su diploma universitario y un par de recuerdos personales. Ana optó por el silencio, pero en sus ojos se reflejaba una mezcla de tristeza, admiración y un atisbo de esperanza.
—Si alguna vez me necesita… —dijo al final, en un tono suave—. Estoy a su disposición. Usted merece algo mejor.
Antonella asintió, sin lágrimas, sin dramatismo. Había dado el primer paso. Sabía que Dreiner no se rendiría con facilidad, pero también comprendía que esta vez, no daría marcha atrás.
El cielo gris acompañaba su camino. La ciudad parecía sentirse como ella: pesada, oscura, a punto de estallar en tormenta. Mientras conducía, el silencio del automóvil le permitió escuchar sus pensamientos con claridad. Con cada kilómetro, sentía cómo se desprendía una capa de miedo, una coraza vieja de sumisión y resignación.
Apretó el volante. Su rostro estaba tranquilo, pero en sus ojos relucía una mezcla de ira y libertad.
Esta vez sería diferente.
Llegó a su nueva ubicación: un edificio moderno, con ventanales oscuros que reflejaban una ciudad bulliciosa en el fondo. En el vestíbulo, el sonido de sus tacones resonaba con la confianza de quien pisa en casa. El ascensor la llevó al tercer piso, donde su nueva empresa —su verdadero renacer— comenzaba a florecer.
Clara, su directora de confianza, la esperaba frente a la puerta de su oficina. Sostenía una carpeta en la mano, tenía el cabello recogido y una mezcla de orgullo y nerviosismo en su expresión.
—¿Usará su oficina desde hoy, señora Bernal?
Antonella observó el espacio con una mirada crítica: suelo de madera brillante, muebles modernos, enormes ventanales que dejaban pasar la suave luz de la mañana.
—No por ahora —respondió, dejando una pequeña caja sobre el escritorio—. Nadie debe saber que esta empresa es mía. Tú serás la representación pública. Haz las inversiones tal como lo planeamos. Y, por favor, no cometas errores.
—Lo prometo —respondió Clara, erguida.
Antonella se acercó un poco más.
—Un asunto más. Envía a alguien de plena confianza a la mansión Ballesteros. Que tomen mis pertenencias y las lleven a la nueva vivienda. Y asegúrate de que Dreiner no se entere de mi ubicación. Además. . . que dejen el coche allí. No deseo quedarme con nada que provenga de ese hombre.
—Sé perfectamente a quién enviar —respondió Clara con confianza.
Antonella la observó con una sonrisa helada.
—Perfecto. Me voy ahora. Cualquier novedad, ya tienes mi nuevo número.
El cielo comenzaba a chispear cuando Antonella entró en el taxi. Las gotas impactaban los cristales como si fueran lágrimas que ya no eran suyas. A medida que avanzaba a través del tráfico urbano, una calma inusual la llenaba.
Regresaba a sus orígenes.
La casa de sus progenitores la recibió con el olor de la madera vieja, de las flores frescas del jardín y de una vida que jamás la había traicionado. Su madre abrió la puerta antes de que pudiera tocar el timbre, como si lo hubiera anticipado. Sin pronunciar palabra, la abrazó. Fuertemente. Cálidamente.
Antonella se aferró a ese abrazo como si fuera el último bote salvavidas en un océano lleno de tiburones. Entraron juntas en la sala. Su padre, desde su sillón, bajó el periódico con una expresión seria, pero sus ojos revelaban angustia y amor reprimido.
—Estoy bien —dijo ella antes de que tuvieran la oportunidad de preguntar—. Vine solo a darles mi nuevo número. Y a pedirles un favor: no se lo den a Dreiner. Bajo ninguna circunstancia.
—No necesitas explicarnos nada —afirmó su madre, con la voz temblante—. Ese hombre no merece ninguna de tus lágrimas.
Su padre resopló, golpeando el brazo del sillón.
—Y si ese infeliz se acerca por aquí… te prometo que no se va a ir caminando.
Antonella sonrió con melancolía.
—No es necesario, papá. No deseo más escándalos. Simplemente. . . quiero ser libre.
Su madre le acarició el cabello, como cuando era pequeña.
—Querida. . . ven a la cocina. Te hice tu pastel favorito. Sabía que hoy vendrías.
Antonella sintió una profunda ternura que la hizo parpadear rápidamente para que no se le cayeran las lágrimas. Esa tarde, entre las torpes bromas de su padre y las dulces historias de su madre, finalmente sintió que podía respirar sin temor. Como si el tiempo se hubiera detenido en ese santuario sagrado.
Y esa noche, bajo un firmamento repleto de estrellas, Antonella supo con certeza:
Nunca estuvo sola.
Nunca lo estaría de nuevo.