Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 10: MÁSCARAS DE PODER
...Daemon ...
He tenido a la policía pisándome los talones durante un mes entero, eso me obligó a desentenderme de muchas cosas, como si tuviera que hacer malabares con cuchillos afilados. Al menos me quité un peso de encima al ver que Serafina cumplió su parte del trato y dio aquella conferencia de prensa que, “milagrosamente”, cerró la investigación. No sé si agradecerle o simplemente reírme de lo absurdo de la situación.
Me costó una fortuna sacar pruebas a mi favor, pero perder esa oportunidad de seguir transportando mercancía hacia Sudamérica y parte de Europa sería un golpe mucho más duro.
Me serví un vaso de whisky mientras observaba a mis sirvientes colgar otro cuadro en la pared. Este era el más grande que había pintado hasta ahora, una verdadera obra maestra. La imagen de ese momento se había grabado en mi mente, tanto que decidí plasmarla en un lienzo, por si algún día mi memoria decidía jugarme una mala pasada.
—Es el más grande hasta ahora, joven maestro —me dijo Park desde atrás—, Felicidades, es otro hacia su colección. Aunque temo que pronto no quedará espacio para más —comentó.
—Entonces contrata a una constructora para remodelar y agrandar la casa. No quiero que mis obras maestras se sientan apretadas.
Miré a Park, que aclaró su garganta como si estuviera a punto de dar un discurso importante. —Sí, joven maestro —respondió.
Sonreí mientras acariciaba el cuadro de Nabí frente a mí, sintiendo una extraña satisfacción al contemplar mi propia genialidad. Pero entonces escuché el móvil de Park vibrar a mis espaldas.
—Señor… —me habló, y cuando volví a mirarlo, su expresión no prometía nada bueno—, Debe ver esto.
Me entregó el móvil y, en un instante, mi expresión serena se tornó en una máscara de tensión. Mis deberes como el próximo líder del Clan Lombardi habían devorado toda la atención que alguna vez le presté, y ahora, al ver esa pantalla, una rabia incontrolable me invadió. Me cegó por completo. Cuando finalmente recuperé la conciencia de lo que hacía, noté que mi mano sangraba; los fragmentos de cristal del vaso que había apretado se habían incrustado en mi piel como si quisieran dejarme un recordatorio doloroso de mi propia imprudencia.
Park Jun-ho me arrancó el móvil de las manos antes de que pudiera hacer algo más estúpido. Ordenó a las sirvientas que fueran a buscar el botiquín. Con una precisión digna de un cirujano y una paciencia que me irritaba, comenzó a sacar los cristales incrustados en mi piel. Desinfectó y vendó con la destreza de alguien acostumbrado a lidiar con mis tonterías.
—¿Desde cuándo sabes de esto? —espeté, mi voz cortante como un cuchillo.
El sudor empezó a brotar de su frente, tan brillante que podía ver mi reflejo en él. Su expresión incómoda hablaba más que mil palabras, y su silencio respondía a todas mis preguntas. Suspiré, tratando de calmarme. Podía entender las razones detrás de su mutismo; Jun-ho siempre había sido quien tomaba decisiones tras analizar cada detalle. Era inteligente, un estratega nato, con habilidades que pocos podían igualar.
—Tu silencio me dice que tienes algo nuevo que contarme, ¿no es así?
Él asintió, con una seriedad que solo acentuaba mi intriga—: Me conoce, señor. No me arriesgaría a ofrecerle información incompleta.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro; nunca me decepcionaba. Su meticulosidad con las órdenes era precisamente lo que lo hacía mi mano derecha—: ¿Me tienes buenas noticias?
—De hecho, son más malas para usted.
Fruncí el ceño, sintiendo cómo la tensión aumentaba—: Ahora habla.
Presionó el intercomunicador en su oído y dio una orden en su lengua materna, imponente y firme. Al instante, la puerta principal se abrió y uno de mis hombres entró con un sobre de manila amarillo en la mano.
Hizo una reverencia al entregarme el sobre, su gesto cargado de formalidad. Lo abrí de inmediato, mis ojos escaneando la información mientras escuchaba su explicación—: La señorita Bennett se está quedando en el departamento de Dante Mancini. Los hemos estado vigilando durante todo este tiempo, y su relación no parece ser tan simple como aparenta. He ordenado que uno de mis hombres se infiltrara en el bufete donde trabaja y, gracias a eso, logramos hackear su móvil y MacBook.
Mientras revisaba el móvil clonado, los mensajes, fotografías y grabaciones de videollamadas comenzaron a desplegarse ante mí. Era evidente que lo que había entre ellos no era una simple relación; los sentimientos que él tenía hacia ella eran claros y profundos. Cada palabra y cada imagen contaban una historia que no podía ignorar.
El pitido en mis oídos se había convertido en un martilleo, provocándome un dolor de cabeza agudo mientras una señal de advertencia parpadeaba ante mis ojos. Continué revisando hasta que encontré el expediente de Dante. Levanté la mirada y fijé mis ojos en Jun-ho, que permanecía erguido, impasible.
—¿Es su tío? —arqueé las cejas, incrédulo.
—No de sangre, joven maestro —aclaró—. La abuela de Nabí, Beatriz de Mancini, se casó con Rogelio Mancini poco después de que su exesposo falleciera. Él ya tenía un hijo… —confesó, antes de agregar—: Si sigue revisando el expediente, verá que Rogelio dejó embarazada a una prostituta que trabajaba en los rincones del placer.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro mientras pasaba la página. —Así que es un bastardo.
Me crucé con el expediente de Nabí y leí cada detalle; cada palabra tensaba cada músculo de mi cuerpo. Miré a Park Jun-ho; su mirada, con rasgos asiáticos, era fría y penetrante. En ese instante, sentí que me leía la mente.
—¿Qué procede ahora? —pregunté, asegurándome de que estuviera a mi ritmo.
—La señorita Bennett está trabajando en la floristería que aparece en la foto —respondió, echando un vistazo a su reloj—. Su turno acaba de finalizar.
Asentí, recogiendo la sudadera y la mochila que había dejado caer sobre el sofá. Park Jun-ho me entregó un cubrebocas, y yo tomé los guantes de cuero, el casco y las llaves de mi moto. La adrenalina comenzaba a fluir por mis venas mientras me preparaba para lo que estaba por venir.
Antes de acelerar, le di una última orden a Park y giré la llave de encendido. El motor rugió, y mis pensamientos se dispararon a mil por hora, maquinando un castigo para esos bastardos. La brisa fría golpeaba mi torso, intensificando la sensación de inminente acción.
¿Qué sería lo que más les dolería?
¿El bufete que tanto cuidan?
¿La miseria de la fortuna que ostentan?
¿O quizás su adorado hijo bastardo, ese constante recordatorio de sus errores?
Tenía mil formas de hacerlos sufrir, y la idea de cumplir cada una de ellas me llenaba de una oscura satisfacción. ¿Por qué conformarme con menos?
Me detuve en un semáforo en rojo y la vi cruzar la calle; su mirada angelical se perdía entre la multitud. Cuando la luz se puso en verde, crucé hacia el otro lado y aparqué mi moto una cuadra después. Dejé el casco junto a ella, tapé mi rostro con el cubrebocas y el gorro de la sudadera, y la seguí hasta que se sentó en la parada del autobús.
Me quedé detrás de un árbol, a solo unos metros de distancia. Diez minutos después, el autobús hacia donde ella se dirigía llegó. La seguí con una paciencia y precaución extremas. Ella ocupó el penúltimo asiento del vehículo; yo permanecí unos momentos al frente, tratando de no llamar la atención.
Mi paciencia llegó al límite; la necesidad de acercarme era abrumadora. Levanté ligeramente la mirada para observarla mejor y noté la pesadez en sus ojos; parecía distraída, quizás agotada por el día.
El sueño pareció vencerla. Fue entonces cuando abrí mi mochila y saqué la bufanda que siempre cargaba conmigo. Su cabeza se balanceaba levemente, y decidí enrollarla en forma de almohada, colocándola con sumo cuidado sobre su cabeza. Me quedé observándola mientras el autobús avanzaba hacia su destino. Su perfil dormido era realmente digno de admirar. Una ligera sonrisa se dibujó en mis labios, oculta tras el cubrebocas. Tenía otro cuadro en el que trabajar esta vez.
Su cabello oscuro comenzó a caer sobre su rostro, así que, con delicadeza, lo coloqué detrás de su oreja. En ese momento, escuché la vibración de su móvil dentro de su bolso. Recordé cómo, en el orfanato, solía molestarla porque su sueño era muy pesado, especialmente cuando estaba cansada. Decidí hacer un intento y, con cuidado, le quité el bolso lo suficiente para sacar el móvil que insistía en llamar una y otra vez.
«Tío Dante», leía la pantalla.
Sin pensarlo dos veces, corté la llamada y empecé a revisar el dispositivo. Había cinco contactos: Tío Dante, Padre Abel, Hermana Ana, Lucía de la floristería y Daniel.
Mi ceño se frunció al ver este último; al fijarme con más detalle, me di cuenta de que era el hijo de la dueña de la floristería.
¿También debería matarlo?
Daniel…
Dejé esa pregunta flotando en el aire mientras apagaba el móvil y lo colocaba nuevamente en su sitio.
Miré hacia afuera y me di cuenta de que ya habíamos pasado la parada. Sin pensarlo, me levanté y bajé una cuadra antes que ella. Continué caminando en su dirección, mientras observaba cómo el autobús giraba en la esquina. Cuando finalmente se bajó del vehículo, avanzaba hacia mí con lentitud, aún ajena a mi presencia.
La podía observar con detalle, como si las personas a mi alrededor fueran hormigas insignificantes ante mis ojos.
De repente, nuestras miradas se cruzaron. La expresión en su rostro era un enigma. ¿Se dio cuenta de que era yo? ¿Saldría corriendo? Solo pensarlo me apretaba el estómago.
En ese momento, mi móvil vibró en mi bolsillo: era Park.
Dante Mancini va hacia esa dirección, decía el mensaje.
Apreté los puños con tal fuerza que las uñas se clavaron en mi piel. Ella se acercaba a mí; por primera vez, venía hacia mí. Su rostro reflejaba curiosidad y algo más...
Las personas con las que tropezaba me parecían un estorbo insoportable. Si lograba llegar hasta mí en ese preciso momento, juro que no la dejaría escapar. La llevaría lejos de la maldita influencia de los Mancini.
El último mensaje de Park Jun-ho me hizo retroceder. Por ahora, tendría que ser paciente; lo inevitable sucederá en algún momento y la tendré nuevamente a mi lado. Antes de cruzar la esquina, di un último vistazo. Dante la había detenido.
«Maldito imbécil», pensé.
Park me esperaba al girar la esquina, montado en mi moto. Con un tono sarcástico, soltó: —¿Sabe que si sigue dejando las llaves en su moto, podría ocurrir un robo fácilmente?
Rodé los ojos y respondí con desdén—: Tengo la capacidad de comprar veinte más de estas.
—La orden que pidió lo está esperando.
Mi expresión se ensombreció. —¿Qué piso?
—El 22. Permítame llevarlo.
Asentí y seguimos hacia el edificio contiguo, donde Nabí había entrado con Dante. Eran departamentos nuevos, escasamente habitados. Había ordenado comprar el mismo piso donde estaba Dante, usando un nombre anónimo para la transacción. No había señales de los Lombardi aquí, salvo yo, que actuaba como una sombra.
En medio de la oscuridad, uno de mis mejores hombres —después de Park— vigilaba sigilosamente a través de unos binoculares. Solo éramos tres personas en este piso, observando a los dos al otro lado del edificio.
Estaba en el piso del edificio de al lado, mi corazón latiendo con furia mientras observaba a través de los binoculares. Dante estaba besando a la mujer que siempre había sido solo mía. La imagen se grababa en mi mente como un fuego ardiente: su mirada, la manera en que se permitía ser tocada por él. Cada segundo que pasaba alimentaba mis demonios internos, esos que siempre habían estado al acecho, esperando el momento perfecto para salir.
—Trae el VSS —ordené, mi voz un susurro afilado como un cuchillo. Jasper se quedó atónito por un instante— ¡Ahora!
—¡Sí, señor! —balbuceó, su nerviosismo era casi palpable. Este no era solo un acto de venganza; era una declaración de mi poder. Nadie podía jugar con lo que era mío y salir ileso.
Mientras Jasper preparaba el rifle, mis pensamientos eran oscuros y retorcidos. La celosía me consumía; cada beso que Dante le daba a ella era como un puñal en mi orgullo. Era inaceptable que él disfrutara de lo que debería ser mío. Esa conexión entre ellos me hacía hervir de rabia. ¿Qué tenía él que yo no?
Me posicioné con precisión, sintiendo cómo la ira burbujeaba dentro de mí. El VSS brillaba bajo la tenue luz; cargué el cartucho 9x39 mm en la recámara y lo sentí pesado en mis manos.
—Señor, ¿está seguro de esto? —inquirió Park, por primera vez— La señorita Bennett podría salir lastimada.
—Solo quiero matarlo a él. —susurré.
—Es una distancia peligrosa, hay mucha probabilidad que le dé a ella.
—¡Cállate, Park Jun-ho! — grité, sintiendo cómo la rabia se desbordaba— Si lo mato es una rata menos. Nadie podría robarme lo que es mío sin pagar el precio.
—Su obsesión por Nabí Bennett está cada vez empeorando más.
Ignoré sus palabras. Con cada respiración controlada, mis pensamientos se centraron únicamente en él: Dante. Lo vi sonreírle a ella, y eso encendió aún más mi fuego interior. Alineé la retícula del visor con su pecho; no había vuelta atrás. Respiré hondo y exhalé lentamente mientras apretaba el gatillo del VSS. El disparo fue casi inaudible. La bala surcó el aire hacia su objetivo, y por un instante sentí una mezcla de satisfacción y alivio; pronto todo sería como debía ser.
Pero fallé, solo porque Park se atrevió a interponerse. El jarrón estalló en mil fragmentos, un eco de mi frustración. No podía permitir que nada se interpusiera entre mí y mi objetivo. La mirada fulminante que le lancé a Park fue suficiente para que entendiera que no estaba bromeando.
Los intentos de Jasper y Park por calmarme eran inútiles. Eran como moscas zumbando alrededor de una llama. Intenté empujarlos con fuerza para tomar el control nuevamente, pero su persistencia solo aumentaba mi furia. Sentía cómo se cerraba el círculo a mi alrededor; ellos querían detenerme, pero no podían entender lo que estaba en juego.
—¡Piense con claridad! —exclamó
Jun-ho, su voz resonando en mi mente como un eco distante. Pero no podía pensar con claridad; mis emociones eran demasiado intensas, demasiado dominantes.
Sentí la fricción del suelo frío contra mi espalda mientras Park me mantenía inmovilizado. Su bofetada resonó en mi mente, un golpe que me sacó momentáneamente de la tormenta de emociones que me consumía. La calma en su voz contrastaba con el caos interno que experimentaba.
—Cálmate, Daemon —repitió, su tono más sereno, como si intentara conectar con una parte de mí que había quedado atrapada en la ira— ¿Sabes lo arrepentido que estarás después que lastimes a la mujer que llevaste buscando por años? —me preguntó, y aunque suena a cliché, esas palabras resonaron en mis pensamientos.
Respiré hondo, sintiendo cómo la rabia comenzaba a disiparse lentamente. Mis pensamientos se aclararon y comprendí lo absurdo de mi situación. Estaba a punto de arriesgar todo por un instante de venganza ciega.
—Está bien, ya me estoy calmando —respondí finalmente, sintiendo cómo mi cuerpo se relajaba gradualmente. La presión en mi pecho se aligeró un poco y logré enfocarme en lo importante.
Park me soltó y me miró con una mezcla de preocupación y alivio. Era evidente que había logrado hacerme entrar en razón, al menos temporalmente.
—No me vuelvas a abofetear —le advertí con una sonrisa irónica, intentando romper la tensión del momento. En el fondo sabía que tenía razón; no podía dejar que la ira nublara mi juicio.
Con un suspiro profundo, me incorporé lentamente y miré hacia donde estaba Nabí. La seguí hasta el hospital, deseando dentro de mí que la operación de ese bastardo no fuera un éxito. Era demasiado tarde para hacer mis movimientos e intervenir; solo quedaba la espera.
En una esquina, lejos de que sintiera mi presencia, vi a Nabí sentada en las frías sillas de los pasillos del hospital. Sabía que las palabras hirientes de las personas que consideraba su familia y las miradas ajenas de quienes la rodeaban la habían hecho tocar fondo. La tristeza en su rostro era palpable, como un reflejo del dolor que la consumía.
La atraje hacia el área de descansos del personal, sumidos en la oscuridad, iluminados solo por el tenue destello de la luz de la luna.
La observé empapada en esa sangre sucia, con lágrimas húmedas acumulándose en sus ojos.
Al acercarme, noté que respondía a mis preguntas de manera automática, como si estuviera en un estado de trance. Nunca imaginé que la vida de Nabí fuera del orfanato estaría tan llena de sufrimiento; pensaba que aquel lugar sería su escape, su oportunidad para encontrar la felicidad. Sin embargo, la realidad resultó ser cruel y despiadada.
Sabía que su mente me estaba insultando sin cesar, que la abofeteada emocional me aguardaba. Pero en este momento, todo lo que deseaba era una cosa.
Mi mano se deslizó hasta su nuca y la atraje, rozando sus labios con los míos, transmitiéndole mis claras advertencias. Su cuerpo era difícil de liberar del mío. Su beso, torpe y titubeante, avivaba mis ganas de una manera intensa. Sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca después de haberme mordido, pero no me importaba en absoluto.
Con un movimiento brusco, la cargué y la empujé contra el casillero, el impacto resonando a nuestro alrededor. Sus piernas lograron rodear mi amplio cuerpo. La tensión entre nosotros crecía, mezclando la desesperación con una atracción innegable que no podíamos ignorar.
Su resistencia creció, pero mi fuerza se intensificó, sujetando sus muñecas firmemente sobre su cabeza, como si en ese momento pudiera protegerla de todo lo que la rodeaba.
—Quiero que te alejes de los Mancini a partir de ahora —advertí, mi voz resonando con determinación.
Sus ojos, profundos y confusos, reflejaban un desconcierto que me partía el corazón. No podía permitir que permaneciera más cerca de ellos, de esa familia que solo le había traído dolor.
—Sé que lo has pensado un millón de veces, pero no has tenido el valor —continué, sintiendo la urgencia en cada palabra—. Te han tratado como una basura durante años; ya es suficiente…
Besé suavemente los ojos que empezaban a humedecerse con lágrimas, esos ojos que durante tanto tiempo habían anhelado la comprensión y el amor. A través de su confusión, podía ver la tristeza y el sufrimiento ocultos tras una fachada de sonrisas forzadas. Por años había buscado esa mirada en medio de otras más felices y brillantes, sin saber que su verdadero reflejo era uno de lucha y anhelo.
Park Jun-ho me trajo toda la información que necesitaba sobre ella.
—Es cierto que soy un psicópata, un monstruo o el propio diablo… puedes llamarme como quieras —acepté, dejando que mis palabras se deslizaran en el aire cargado de tensión—. Pero no tienes idea de la cantidad de cosas que este diablo puede hacer por ti.
Con un gesto suave, sujeté su mandíbula y la besé nuevamente. Su respuesta fue inmediata, un fuego que se avivó entre nosotros, incendiando el espacio a nuestro alrededor. Mordí ligeramente su labio inferior, y nuestras miradas se encontraron; me vi atrapado en la profundidad hipnótica de sus ojos, donde se mezclaban la curiosidad y el miedo.
—¿Quieres venir conmigo a casa? —inquirí, mi voz un susurro lleno de desafío.
Ella se negó, y fruncí el ceño de inmediato, sintiendo cómo la frustración comenzaba a burbujear en mi interior.
—Te daré dos oportunidades más para que respondas —repliqué con firmeza, sin apartar la mirada de la suya—. ¿Quieres venir conmigo?
Volvió a negarse y mi paciencia se iba desvaneciendo, como arena entre los dedos.
—¿Quieres algo a cambio? —negocié, consciente de que si fuera una mujer astuta, lo aceptaría. Sin embargo, lo que más me preocupaba era su petición.
Después de un momento de reflexión, sacó el móvil de su bolsillo y comenzó a escribir, plagado de errores ortográficos.
Iré contigo si me prometes que no le harás más daño a Dante y estarás al pendiente de su recuperación, escribió.
Rodé los ojos, sintiéndome obstinado. En cierto modo, no me molestaría su existencia siempre y cuando mantuviera distancia de ella.
—Bien —acepté, a regañadientes—. Cumpliré mi promesa.
Su expresión se relajó un poco, pero luego me empujó fuera de la habitación con una insistencia que no podía ignorar. Era sorprendentemente tenaz cuando se trataba de hacer tratos. Jun-ho nos seguía de cerca, atento a mis órdenes.
Me llevó al piso donde cuidaban del bastardo y me dio un último empujón hacia la recepción. El lugar estaba iluminado y ya no llevaba mi rostro cubierto; las enfermeras me reconocieron al instante.
—Señor Lombardi… —balbuceó una de ellas, evidentemente nerviosa—. ¿En qué podemos ayudarlo?
—¿En qué habitación tienen al bastar… —corté la frase, deteniéndome en seco para cambiar las palabras—. … a Dante Mancini?
La enfermera miró el monitor y, tras un instante de tensión, se volvió hacia mí—: El señor Mancini acaba de ser trasladado a la UCI por una nefrectomía parcial; las visitas son limitadas. ¿Es usted familiar directo del paciente? —preguntó.
Negué con la cabeza, sintiendo cómo la frustración comenzaba a burbujear dentro de mí. —¿Su médico...? ¿Dónde está? —exigí, incapaz de ocultar mi impaciencia.
—Está reunido con los padres del paciente —respondió, levantándose y señalando hacia el final del pasillo—. Es la habitación 32. Al final del pasillo, luego gire a la izquierda.
Al escuchar eso, vi a Nabí acercarse con pasos apresurados. Resoplé y decidí seguirla junto a Park. Detrás de la ventana transparente, el bastardo estaba acostado en una camilla, rodeado de monitores que zumbaban ominosamente, mientras sus padres, vestidos con batas estériles y cubrebocas, verlos en ese estado se me hacia una imagen placentera.
La expresión nostálgica y preocupada de Nabí me ponía de mal humor. Allí estaba, de pie en una esquina, observándola mientras su atención estaba completamente absorbida por él.
De repente, las puertas de cristal se abrieron y ella trató de entrar, pero el médico la detuvo con una mirada seria—: Señorita, ¿quién es usted? —preguntó, mirando a las personas que lo acompañaban—. ¿Es familiar de ustedes?
—¡Por supuesto que no! —gritó la vieja sarnosa con desdén—. De hecho, ella es la culpable de que mi hijo esté así. —miró al doctor—. ¡No le permita la entrada a esta malnacida!
El médico parecía incómodo pero mantenía un tono amable—: Lo siento, señorita, pero no puede entrar...
La vieja empujó a Nabí bruscamente y le gritó—: Vete de aquí. No vuelvas a asomar tu repulsivo rostro por aquí.
En ese instante sentí cómo cada fibra en mi ser se tensaba. Observé a Nabí mientras sus ojos se llenaban de lágrimas; su mirada seguía fija en el bastardo dentro de la habitación. Había estado sola toda su vida, sufriendo en silencio sin nadie que realmente la quisiera, rodeada de violencia, maltratos verbales y sin voz para poder defenderse.
—No sabía que la familia Mancini fuera tan violenta y escandalosa… —interrumpí, llamando la atención de todos.
Viéndolos más de cerca, noté cómo su semblante de carácter y poder se transformaba en uno de sumisión.
—Señor Lombardi… —balbuceó Rogelio Mancini, mientras halaba a Beatriz, quien se recompuso al instante.
—Me pregunto qué hizo la señorita para que la traten con tanto odio —inquirí, dirigiendo mi mirada a Nabí, que solo mostraba una expresión de incomodidad en su rostro. Era como si el peso del mundo se posara sobre sus hombros, y eso me encendía aún más.
—Discúlpenos, solo estamos disciplinando a nuestra nieta… Por su culpa, le ha ocurrido un grave accidente a mi hijo y…
—Me enteré que su hijo fue balaceado —lo interrumpí—. Cuando me enteré pensé que de verdad lo dejaron como un colador de pasta, pero viéndolo… —le eché un leve vistazo— no parece tan grave. ¿Fue ella quien le disparó?
El sudor en la frente de Rogelio me permitía casi ver mi propio reflejo; él no podía mirarme a la cara. No tenía las agallas para enfrentarse a mí con el mismo odio que reservaba para Nabí. Eran solo estúpidas ovejas disfrazadas de lobos, intentando mantener su dominio a través del miedo y la intimidación.
—Ella estaba con él en ese momento —respondió Rogelio, su voz temblando de indignación—.
Estamos investigando quién fue el causante. ¡Es cuestión de tiempo para que sepamos quién es el desgraciado que hizo esto!
La mirada de Park Jun-ho se posó en mí, y aunque él intentaba parecer serio, yo trataba de contener las ganas de reírme. Era una comedia trágica, y ellos eran los protagonistas.
—Ya que su bufet ha hecho negocios con mi empresa, permítame brindarle mi apoyo para la recuperación de su hijo —dije, disfrutando del desconcierto en sus rostros. Ambos me miraron con los ojos como platos, y eso solo avivó mi satisfacción— Con mis contactos, buscaré algún donante de riñón que sea compatible con él… —continué, dejando caer la bomba con un aire de despreocupación.
La vieja se acercó a mí con toda confianza y me agarró de las manos, casi como si estuviera asumiendo que había ganado algo importante—: Señor Lombardi, muchísimas gracias. Es usted una persona benevolente —sonrió, sus ojos brillando con gratitud—. A cambio, ¿qué le gustaría que hiciéramos por usted? Sus órdenes serán cumplidas.
En ese momento miré a Nabí, que parecía inquieta.
—Quiero que corten lazos con ella. —la señalé.