Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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PRÓLOGO
Las cortinas están cerradas, al igual que la puerta del despacho, la cual había asegurado. A través de la densa niebla de humo de cigarro, escuchaba a Jenna tocar la puerta cada hora, su insistencia resonando en el silencio opresivo. No quería ver a nadie; la soledad era mi única compañía en este encierro.
Aplasto la colilla del decimosexto cigarro del día contra el cenicero. Etanol y nicotina eran lo único que mi cuerpo había recibido en los tres días que llevaba aquí encerrado. Mis ojos se posan en el cuadro frente a mí, donde aquellos ojos color esmeralda parecen seguirme, desnudando mis pensamientos más oscuros. Su dulce aroma aún persiste en mi piel, una cicatriz imborrable que me atormenta.
El estruendo del picaporte al romperse no me inmuta; sigo sentado en la misma posición, como si el tiempo se hubiera detenido. Robert Lombardi atraviesa la puerta, adentrándose en la pesada nube de humo que inunda la habitación. La escasa luz que se filtra apenas ilumina su figura; todo lo demás es una mezcla de droga, alcohol y oscuridad.
No invade mi espacio; simplemente se sienta en el sofá frente a mí y sirve los últimos dos dedos de whisky de las veinte botellas vacías que hay en estas malditas cuatro paredes. Las minúsculas luces del aparato que está frente a mí parpadean rítmicamente, está en altavoz y me permite escuchar las llamadas que entran y salen del móvil que estoy rastreando hace dos semanas.
Enciendo otro cigarro y lo inhalo profundamente al colocarlo entre mis labios. Robert Lombardi se limita a observar, fumando su grueso tabaco con una calma que parece inquebrantable. Por primera vez en mi vida, encuentro un atisbo de paciencia; espero con absoluta serenidad lo inevitable.
Mantengo la misma postura en este asiento, a pesar de que las doce malditas horas se acumulan. La desesperación y el hastío me asedian, pero me rehúso a moverme. Cada minuto se siente como una eternidad, un desafío que me obliga a confrontar mis propios demonios.
El humo se eleva lentamente, difuminándose en el aire denso de la habitación. Robert, con su mirada fija y serena, parece entender la tormenta que ruge dentro de mí. Mientras el silencio se vuelve ensordecedor, el tic-tac del reloj se convierte en el único sonido que acompaña mi agonía.
Mis ojos permanecen fijos, casi hipnotizados, hasta que se cierran lentamente al ver cómo el panel enciende los botones rojos que parpadean en señal de alerta. El número en la pantalla no corresponde a ningún contacto conocido. La voz al otro lado pertenece a Cilia Murphy, y su tono revela tanto curiosidad como sorpresa.
De repente, Park interfiere la llamada y su voz resuena en el monitor—: Lo tenemos, señor.
Apago el monitor y me levanto con rapidez, sincronizo mi reloj y alcanzo el chaleco táctico que he tenido preparado desde hace dos semanas. Me lo cuelgo con determinación mientras busco la salida. Falta un cuarto para la medianoche y Robert Lombardi se interpone en mi camino.
—Necesito saber qué le hicieron a ella —le digo con voz grave.
—¿Qué harás? —me interrumpe—. ¿Vas a matarlos a todos?
—No es imposible con todo el poder que tengo ahora —respondo, sintiendo cómo la rabia hierve dentro de mí.
—Pelear con los británicos es una traición. Tu padre hizo una promesa a esas familias. ¿Quieres usar el poder de la mafia para sumergir al mundo en el caos?
—¡Este mundo! —grité—. Este mundo no significa nada para mí. La persona a quien más quería proteger ha muerto... de la forma más cruel imaginable. —la imagen de su rostro ensangrentado se clava en mi mente, como una herida abierta—. ¿Promesas? Ellos fueron los primeros en traicionar. Prometí que me casaría con Jenna si lograban dejarla con vida. ¡Cumplí mi promesa y aun así la mataron!
Habiendo tenido tanto poder, sentí cómo todo comenzó a desmoronarse después de perderla. ¿Era esto lo que llamaban debilidad? La pregunta retumbaba en mi mente mientras me enfrentaba a un abismo sin fin: ¿por qué me sentía tan frágil sin ella?