Dimitri Volkov creció rodeado por la violencia de la mafia rusa — y por un odio que solo aumentaba con los años. Juró venganza cuando su hermana fue obligada a casarse con un mafioso brutal. Pero lo que Dimitri no esperaba era la mirada fría e hipnotizante de Piotr Sokolov, heredero de la Bratva... y su mayor enemigo.
Piotr no quiere alianzas. Quiere a Dimitri. Y está dispuesto a destruir el mundo entero para tenerlo.
Armas. Mentiras. Deseo prohibido.
¿Huir de un mafioso obsesionado y posesivo?
Demasiado tarde.
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Capítulo 4
La Sombra del Dom
El salón de la mansión Petrov estaba cargado de tensión.
Ivan Mikhailov, el Dom de Rusia, ocupaba la cabecera de la mesa como un emperador silencioso.
A su lado, Alexei permanecía inmóvil, pero irradiaba una presencia densa, como si en cualquier instante el ambiente pudiera desmoronarse a su alrededor.
Del otro lado, Vladimir Petrov mantenía lo que restaba de su dignidad, aunque su rostro mostraba claramente el pavor que intentaba esconder.
Demitre estaba allí también, de pie, los hombros rectos, pero el corazón acelerado.
Sabía que algo estaba a punto de suceder. Algo que cambiaría todo.
Ivan rompió el silencio.
—Hemos llegado a un callejón sin salida. El pacto está roto. Aline ya no será parte de él. Y por lo que vi ayer... parece que mi hijo tiene intenciones que no estaban en el acuerdo original.
Vladimir respondió con frialdad.
—Su hijo está deshonrando los lazos entre nuestras familias. Esto no es amor. Es enfermedad. Obsesión. Y no permitiré que esto destruya lo que construí.
Alexei alzó los ojos lentamente. Un movimiento sutil, pero con el peso de una sentencia.
Su tono fue calmo. Letal.
—Habla como si tuviera moral para enseñar límites, Vladimir. Pero fue por su traición que este acuerdo nació. No se olvide de que su ambición casi le cuesta la cabeza a su familia. Si no fuera por mi padre, estaría enterrado en hielo ruso hace muchos años.
Vladimir palideció. Todos sabían de la traición que había cometido: conspirar con enemigos extranjeros para debilitar a los Mikhailov. Un error fatal, perdonado solo para mantener la apariencia de alianza.
Alexei se levantó, y en aquel instante, su verdadera naturaleza emergió.
No gritó. No golpeó la mesa.
Solo habló.
—No va a decirme lo que puedo o no tener. Usted me entregó a su hija para salvar su pellejo... pero fue su hijo quien me salvó de mí mismo. Desde los ocho años, supe lo que quería. Y a diferencia de usted, Vladimir, yo nunca traiciono lo que deseo.
Los ojos de Alexei se volvieron hacia Demitre.
—Esperé. Y ahora no espero más.
Demitre es mío. No necesita aprobar. Solo necesita aceptar.
—¡Él es un Petrov! —gritó Vladimir, perdiendo el control—. ¿Va a destruir la reputación de los Mikhailov por una obsesión carnal?
Ivan se levantó despacio. Todos se callaron.
—Alexei es mi sucesor. Y si es eso lo que él quiere... entonces será eso lo que tendrá —miró directamente a Vladimir—. La nueva generación no juega con sus reglas antiguas.
—Ivan... ¿va a permitir esto?
—No voy a permitir. Voy a apoyar —la mirada de Ivan se volvió helada—. Porque a diferencia de usted, no tengo miedo de lo que mi hijo es. Tengo miedo de lo que sucedería si intentara impedírselo.
Demitre tragó saliva. Aquello no era más una amenaza. Era una sentencia declarada en tono de bendición.
Alexei se acercó a Vladimir, con pasos lentos y ojos tan fríos como acero.
—No se preocupe, Vladimir. No necesito su bendición.
Necesito solo que sepa... que nunca más tendrá control sobre mí, sobre Aline o sobre Demitre.
Entonces se volvió hacia Demitre, y por primera vez, el brillo en sus ojos no era solo obsesión, era triunfo.
—Puedes huir, desafiarme, hasta odiarme, Demitre... pero soy el lobo que tú mismo alimentaste. Y ahora... muerdo.
Más tarde aquella noche, en el ala más aislada de la mansión Petrov, Alexei entró sin pedir permiso.
Demitre estaba solo, los ojos ardiendo de rabia y confusión.
—Tú... destruiste todo.
—Yo solo recolocé las piezas en su lugar —Alexei se acercó—. Y aún no has entendido, Demitre. Esto no es solo deseo. Es guerra. Y te estoy salvando de ser una pieza en el tablero de tu padre. Conmigo, eres rey. Aunque tengas que odiarme primero para aceptarlo.
Demitre se levantó, los ojos llorosos, pero firmes.
—¿Vas a obligarme?
Alexei sonrió, sombrío.
—No, Demitre. Voy a hacer que lo desees. Porque el peor castigo no es el cautiverio. Es amar la propia cárcel.
Y entonces se fue, dejando a Demitre solo con el sonido de su propio corazón, dividido entre fuga y entrega.