En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 09. TIERRAS DESCONOCIDAS
CAPÍTULO 09. TIERRAS DESCONOCIDAS
NARRADOR.
La lluvia había terminado, pero el cielo seguía nublado. Las ruedas del coche avanzaban por senderos embarrados, salpicando los costados del vehículo, mientras en su interior había un profundo silencio. El sonido del roce de la madera y el movimiento constante eran los únicos ruidos que acompañaban a las dos viajeras.
Ángel miraba el paisaje a través de la ventana, con la cabeza apoyada en la mano y su mente llena de interrogantes. Su cabello rojizo, suelto y algo desordenado por la humedad, enmarcaba un rostro serio, más grave de lo habitual. Ya no era la niña despreocupada que solía jugar en los jardines de la abadía. Era alguien que empezaba a darse cuenta de que su vida estaba cambiando… aunque no sabía hacia dónde.
ANGEL.
—¿Faltará mucho? —preguntó por cuarta vez ese día.
Sor Mari, sentada en frente, le sonrió con una mezcla de ternura y cansancio.
—Solo quedan unos días, pequeña.
—¿A dónde nos dirigimos? —insistió Ángel, bajando la voz, como si temiera que la respuesta fuera más grande de lo que podía comprender.
—Hacia un lugar seguro. Un sitio en el que no tendrás que ocultarte —respondió Sor Mari, repitiendo lo que había dicho la abadesa, aunque sin poder ofrecer más información.
Ángel frunció el ceño.
—¿Y quiénes viven allí? ¿Conozco a alguno? ¿Por qué nos marchamos así?
Sor Mari suspiró, sosteniendo con fuerza el crucifijo de madera que colgaba de su cuello.
—No tengo todas las respuestas, Ángel. Solo sé que era lo mejor. La abadesa… hizo lo que debía.
La niña se encogió en su asiento, mirando hacia afuera. Pasaban por un bosque espeso, donde los árboles parecían inclinarse sobre el carruaje para ocultarlo de la vista. Recuerdos volvieron a su mente: el canto en el coro, los vitrales de la capilla, la voz firme de la abadesa, las manos cálidas de Sor Magnolia. Todo eso parecía tan lejano ahora…
Y lo que más le dolía era no haber tenido la oportunidad de despedirse.
El viaje se extendió por siete días. A través de pequeñas aldeas, colinas húmedas y puentes de piedra, el carruaje se movía sin detenerse más que lo necesario. Pasaban la noche en monasterios tranquilos o posadas discretas, siguiendo siempre la misma rutina: poco contacto, sin nombres reales, y la indicación de no hacer preguntas.
Durante el trayecto, Ángel alternaba entre la emoción y la inquietud. Cada noche, soñaba con caras desconocidas que la observaban desde el fuego, con manos que la llamaban por su nombre… aunque ella no sabía quiénes eran.
Sor Mari se ocupaba de ella con ternura, pero también en silencio. Las respuestas que Ángel deseaba parecían siempre estar a un paso, como si el propio destino quisiera probar su paciencia.
Finalmente, en el octavo día, alcanzaron el reino contiguo. Las murallas del dominio se erguían entre la neblina, y al fondo, rodeada de bosques y viñedos, se encontraba una villa de piedra clara que destilaba solemnidad y elegancia.
Los portones de hierro forjado se abrieron tan pronto como los guardias identificaron el emblema en el carruaje: una rosa blanca cruzada por dos espadas. En el interior, los jardines eran impecables y el aroma a magnolias y lavanda llenaba el aire. Solo se oía el murmullo del agua en las fuentes y el crujir de la grava bajo las ruedas.
Una fila de sirvientes esperaba en la entrada, liderada por una ama de llaves con una expresión seria pero mirada respetuosa. Llevaba un vestido negro con encajes grises en los puños y una cofia bien almidonada.
—Bienvenidas. La casa ha sido arreglada según lo que ordenó la duquesa. La señorita estará en la habitación principal del ala este —anunció, haciendo una reverencia medida.
Ángel salió del carruaje envuelta en un abrigo azul oscuro, regalo de una parada anterior. Sus botas estaban húmedas y su corazón latía fuerte, como si hubiera corrido una larga distancia. La mansión le pareció enorme y silenciosa, como un secreto esperando a ser contado.
Dentro, el lujo era elegante pero sutil. Alfombras persas, cortinas de terciopelo, jarrones con rosas frescas y retratos de antiguos nobles adornaban los pasillos. Las criadas la guiaron hasta su habitación, un espacio amplio con altos ventanales, una cama de dosel y muebles de caoba tallada. Sobre la cama, un nuevo vestido la esperaba: seda marfil, con encajes hechos a mano y una cinta azul.
—La duquesa fue muy específica —comentó el ama de llaves a Sor Mari mientras revisaban el equipaje—. La señorita debe tener lo mejor. Después de todo, es su nieta.
Ángel miraba todo con gran curiosidad. Se sentía como una extraña en una historia que no entendía.
—¿Quién es la duquesa? —preguntó finalmente a Sor Mari.
La religiosa, que intentaba parecer serena, le acarició el cabello.
—Es una mujer muy importante. Con mucho poder. Y muy protectora. Pronto la conocerás.
—¿Es parte de mi familia?
Sor Mari vaciló. Luego sonrió, esquivando la verdad, aunque sin mentir del todo.
—Eso es algo que solo el tiempo revelará.
Mientras tanto, a cientos de kilómetros, la abadía seguía sumida en el humo, y el ducado de Manchester lloraba la aparente pérdida de su heredera. Pero en aquella villa apartada, una chispa se había encendido, Ángel, sin ser consciente, se acercaba al acontecimiento más decisivo de su vida. Y la verdad. . . ya no podía permanecer oculta por mucho más tiempo.
SOR MARI.