Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 8: MAGNETISMO
...Dante ...
Cuando tenía doce años, antes de que el reloj marcara la medianoche, solía vagar por los laberintos oscuros de los callejones de Milán. Eran lugares conocidos como “los rincones del placer”, un término que contrastaba con la realidad cruda y desoladora que vivía. Allí, en esos pasajes angostos y mal iluminados, mi madre ejercía su oficio, una de las mujeres más reconocidas de aquel tiempo. A menudo sentía que mi existencia era más un estorbo que una bendición para ella.
Las noches eran especialmente largas y tortuosas. El sonido del bullicio nocturno se colaba por las paredes del pequeño apartamento donde vivíamos. Los ecos de risas, susurros y gritos de placer se mezclaban con los gruñidos de hombres que llegaban a casa, creando una sinfonía inquietante que me atormentaba hasta el amanecer.
Cada mañana, como un ritual impuesto por la necesidad, me despertaba a las cuatro. Con manos temblorosas contaba el dinero que mi madre había ganado durante la noche. A veces, cuando la cantidad superaba sus expectativas, sus ojos brillaban con un destello de orgullo y satisfacción. Era como si cada billete fuera un trofeo.
La decepción se volvía más ligera cada quincena, cuando mi madre solo me entregaba diez euros para sobrevivir. Con mi edad, delgado y de apariencia mediocre, no tenía muchas opciones: no podía trabajar ni permitirme estudiar. A veces, ayudaba a ancianos a deshacerse de chatarra y me daban algunas monedas por mi esfuerzo.
La ropa que llevaba era un regalo de una anciana costurera. A cambio de ayudarla a sembrar plantas en su jardín o simplemente por enhebrar su aguja, ella me ofrecía prendas que ya habían visto mejores días.
Un día, al llegar a casa, escuché los llantos de mi madre resonando en el callejón. Al entrar, la encontré aferrada a las piernas de un hombre elegante. Cuando me vio, se levantó y se acercó a mí, dándome importancia por primera vez. Con voz temblorosa le dijo al hombre—: Ves, él es nuestro hijo. —luego me miró, con sus ojos llorosos y el pesado olor a tabaco— Mira, Dante, él es tu padre.
El hombre me observó con serenidad. En ese instante, no sentí ninguna emoción; de hecho, ni siquiera sabía lo que eso significaba. Nunca había experimentado algo que se asemejara a una emoción positiva en mi vida.
—Me lo llevaré —dijo, con su voz carrasposa.
—¿Qué dices? —inquirió mi madre—. No te llevarás a mi hijo, y menos cuando te vas a casar con otra mujer. ¡No voy a permitirlo, Rogelio!
—La cuestión aquí no es si tú vas a permitirlo —insinuó—. No quiero tener un hijo ilegítimo por ahí, sin ser reconocido. Además, es un varón; siempre quise un varón —sonrió.
—Ah, ¿sí? —se burló ella—. Entonces, si quieres llevártelo, ¡tendrás que llevarme a mí también! ¡Quédate con nosotros! ¡Seamos una familia!
Gracias a mi madre, aprendí a conocer mejor las emociones, y ese día comprendí lo que era la manipulación. Cuando vi al hombre burlarse de su vanidad, entendí cuál era su propósito: él ya sabía de mi existencia, conocía la vida que llevaba y vino por mí.
Ese día, un grupo de hombres retuvo a mi madre con un maletín repleto de dinero; ese día, mi padre me compró a mi madre. Su ambición era más grande que cualquier conexión que pudiera tener conmigo.
Desde ese entonces, fui reconocido por mi padre. Durante todos estos años, Beatriz, su esposa, fue mi figura materna. Sin embargo, nunca aprendí a demostrar mis emociones; siempre fui cerrado, de pocas palabras y dominado por la lujuria. Nunca conocí lo que significaba expresar o sentir amor por alguien. Fue entonces cuando Nabí llegó a la familia.
Al principio, solo era una niña adoptada, pero a medida que crecía, comenzó a llamar mi atención de manera especial. Su inocencia y su rostro angelical me conmovieron por primera vez. Había tenido a mujeres entre mis brazos tantas veces como quise, pero ella… era pura esencia en un cuerpo.
Es hermosa.
Mi mente simplemente no pudo sexualizarla, ni por un segundo. Supe que había ganado mi admiración y dejé de pensar en ella de esa manera, como si fuera algo demasiado especial para ser banalizado o siquiera tocado.
Nunca pude comunicarme abiertamente con ella. A veces me preocupaba que Nabí pensara que la odiaba; sin embargo, mi amor por ella crecía más y más, pero nunca pude dejarlo salir. Cuando se alejaba de mí, sentía un ardor en el pecho, y cuando estaba cerca, mi lado salvaje me invitaba a abrazarla y besarla: a tenerla solo para mí. Pero no lo sentía correcto. Nos llevábamos ocho años; no quería que pensara que era un pedófilo. Siempre quise acercarme de manera casual, pero era un estúpido y terminaba huyendo.
Veía cómo Beatriz la trataba, la humillaba, y eso me ardía la sangre. Cada vez que la veía con esa expresión en el rostro, mi corazón se partía en mil pedazos. Pero nunca intervenía; mi padre me lo exigía, argumentando que eran problemas entre la familia de Beatriz.
Cada vez que veía a Nabí en ese estado, la asemejaba a un hada a la que le habían cortado las alas; con el tiempo, fue perdiendo su esencia.
Pero ahora todo había dado un giro, y la vida parecía darme una oportunidad. Después de haber dejado a Nabí durmiendo en la habitación, me acosté en mi cama y encendí mi MacBook para hacer algunas compras por internet. Al día siguiente, me fui temprano al bufete después de haberle preparado el desayuno a Nabí. Sin embargo, al volver, lleno de emoción, vi algo que realmente no me agradó.
La voz de Beatriz resonó con una fuerza que reverberaba en cada rincón del departamento—: ¿Cómo pudiste caer tan bajo? —su tono era mordaz, y podía sentir la tensión acumulándose en el aire.
Miré a Nabí, quien no mostraba ninguna expresión en su rostro. Me sacudí el cabello que había peinado esa mañana y, con una mezcla de frustración, vergüenza y rabia, le respondí—: ¿Por qué estás aquí? —la incredulidad en mi voz era evidente.
Beatriz no se dejó intimidar y continuó—: Hace días que no vas a la casa, era inevitable no poder preocuparme. Pero jamás me imaginé que estabas enredado con esta...
—Ya fue suficiente. —la interrumpí, ya no iba a tolerarlo más— Tú misma la corriste. Sabes que ella nunca ha salido de la casa, no sabe defenderse, y no tiene a nadie con quien contar. No podía simplemente quedarme sin hacer nada.
Beatriz guardó silencio por unos segundos, pero su terquedad seguía intacta—: De igual manera, ella no debería estar aquí... No es imposible que haya sacado las mañas de su padre. No te descuides, en cualquier momento te clavará las garras.
Sentí como una sonrisa se dibujó en el rostro de Nabí, y Beatriz también se dio cuenta.
—¿Por qué sonríes, desgraciada? —otra vez recurría a la violencia, pero en esta ocasión la agarré de sus muñecas.
—¡Te dije que ya es suficiente! –le grité, haciendo que ambas se sobresaltaran, cada palabra que salía de mi boca iba dirigida a Beatriz como un dardo afilado—. ¿Para esto le quitaste la custodia a la familia de su padre hace años? ¿Para tratarla mal y hacerle la vida imposible? La has humillado, le has quitado sus derechos de estudiar, le quitaste a sus amigos, la tenías encerrada y la tratabas de inútil porque nunca hacía bien las tareas del hogar ¡que tú nunca le enseñaste! Por todos estos años me he mantenido callado porque mi padre me lo exigía, ¡pero ya estoy harto!
Siempre la había visto encerrada en una prisión invisible y yo era espectador. Ya no quería serlo.
—Pero yo solo te estoy cuidando. —balbuceó Beatriz, su voz temblando mientras las lágrimas caían por sus mejillas.
No me detuve—: ¿De qué me estás cuidando? —pregunté con incredulidad, dirigiendo mi mirada hacia Nabí—. ¿O de quién? ¿De Nabí?
—¡Ella no es de confianza! —sollozó Beatriz, su voz llena de desesperación. Sus palabras eran un reflejo de su propio miedo a perder el control— Tengo miedo de que...
Se la corté, respondiendo con sarcasmo—: ¿Miedo? ¿Miedo de qué? ¿De qué me enamore de ella? —me burlé— No sería incesto después de todo... Al final mi padre no es abuelo biológico de Nabí y tú no eres mi verdadera madre.
Nabí estaba completamente quieta, como un adorno más en el departamento, pero en mi interior, todo estaba en movimiento.
La bofetada de Beatriz me la esperaba. Podía sentir que su furia era intensa, pero también emanaba una desesperación que resonaba en mí. La escuché decir—: ¡Deja de decir esas estupideces! —y continuó, su voz llena de resentimiento—. Dediqué mi vida para criarte luego de que rehíce mi vida con tu padre. ¡Me debes casi todo, Dante! ¡Así que lo mínimo que podrías hacer por mí sería cumplir mi deseo y no involucrarte con ella!
Asentí, y respiré hondo antes de responder—: Estoy agradecido encarecidamente... mamá. Pero no puedo hacer eso por ti. Ella no tiene la culpa de nada… Así que te pido que por favor no te involucres más. —en ese momento, el aire se volvió denso; estaba presenciando algo poderoso.
El silencio que siguió a la tormenta de gritos de Beatriz era casi ensordecedor. La agarré del brazo a la fuerza y la saqué del departamento. Me quedé allí, apoyado contra la puerta, sintiendo cómo el aire se volvía más ligero con cada segundo que pasaba.
—¿Estás bien? –pregunto, rompiendo el silencio.
Ella asintió lentamente.
La miré y vi su preocupación genuina reflejada en sus ojos. Hizo una seña con sus manos, pero no la entendía.
Quizás significaba: ¿Gracias?
Me acerqué y la vi directo a sus hermosos ojos que parecían una pradera vegetativa, buscando leer cosas dentro de ella. La agarré suavemente de sus ligeros brazos, sentí un escalofrío recorrerme. Era un contacto ligero, pero a la vez tan lleno de significado. Como si ese simple gesto pudiera desatar un torrente de emociones que había reprimido durante tanto tiempo.
—Nabí… —mi voz era profunda y resonante— …quiero que confíes en mí a partir de ahora. Quiero que todo sea diferente —continué—. Quiero que dejes de ver las cosas como solías verlas, quiero que… me dejes mostrarte la perspectiva de lo que es vivir una vida de verdad.
Asintió, esbozando una sonrisa que apenas podía contener. Pero el momento se interrumpió con el sonido del timbre, que resonó en la habitación como un pequeño recordatorio de la realidad. Las compras que había hecho por internet habían llegado, sonreí despreocupado y me dirigí a la entrada.
La puerta se abrió para revelar al mensajero que sostenía un montón de bolsas de Miu Miu, claramente incómodo por la carga.
—¿Es usted Dante Mancini? —preguntó.
—Así es —respondí. Después de firmar, volví hacia Nabí y tomé su mano con suavidad, guiándola hacia su habitación.
Confundida pero intrigada, me siguió la corriente. Al entrar, dejé todas las bolsas sobre su cama y revelé su contenido—: Es tu ropa nueva.
Sorprendida, se llevó las manos a la boca mientras se acercaba a la cama. Con emoción desbordante, empezó a revisar las bolsas, le había comprado: vestidos, zapatillas, bolsos y… vi un ligero rubor en sus mejillas cuando se fijó de la ropa interior.
Ella me miró, mientras estaba sentado en un rincón de la cama con una expresión satisfecha en mi rostro. La verdad es que estaba disfrutando cada momento de su sorpresa. Pero en esta ocasión ella me tomó por sorpresa a mi cuando se vino a mis brazos, mi cuerpo se puso rígido al instante, se separó de mí y sus labios dijeron en silencio: Gracias.
Aclaré mi garganta con un ligero calor en mis mejillas antes de responder—: Vístete, saldremos a almorzar.
Salí disparado de su habitación y me encerré en la mía. Me afloje la corbata y me quite el traje entrando directamente al baño. Había pasado media hora y luego de vestirme toqué la puerta de su habitación. Ella asomó su cabeza y me miró.
—¿Lista? —pregunté.
Negó con la cabeza antes de abrir la puerta por completo. Sabía que había acertado en su talla cuando la vi usar un vestido blanco, con flores rosadas, al estilo francés.
—Te ves preciosa —dije—. Pero te falta ajustarlo atrás.
Sin decir nada, la guio de nuevo hacia el espejo y me coloco detrás de ella. Con delicadeza, moví su largo cabello hacia el frente, dejando su espalda expuesta. Mi tacto cálido rozó su piel mientras ajustaba el vestido con los tirantes, resaltando aún más su figura.
—Listo —anuncié al final.
Me atreví a investigar los restaurantes más populares de la ciudad y, tras unos quince minutos de conducción, observé a Nabí en breves destellos mientras el paisaje pasaba velozmente. Al llegar, nos acomodamos junto a un ventanal que ofrecía una vista impresionante a la ciudad.
Mientras esperábamos nuestros platos, mi teléfono comenzó a vibrar insistentemente con llamadas de mi padre. Podía imaginar perfectamente el motivo de su insistencia, pero no quería arruinar este instante que compartía con Nabí.
El mesero llegó con una bandeja repleta de nuestros platos, cada uno cuidadosamente presentado y desprendiendo aromas irresistibles. Mientras él colocaba los platos sobre la mesa, noté que Nabí me miraba de reojo, compartiendo sonrisas cómplices que iluminaban sus bellos ojos. Después de disfrutar de la comida, nos levantamos y comenzamos a caminar por el amplio pasillo del restaurante, que se extendía majestuosamente hacia la salida.
Al acercarme a la caja para pagar, Nabí me hizo una seña indicando que quería ir al baño. Asentí y esperé unos minutos mientras llegaba mi turno para pagar.
Habían transcurrido unos minutos cuando mi teléfono comenzó a vibrar de nuevo; esta vez era Tomás, mi compañero en el bufete.
—¿Qué sucede? —pregunté, obstinado.
—Hey, amigo, no es mi intención molestarte en tu cita, pero te llamo porque necesito saber si tienes el registro del testimonio de la señora Pérez en el caso de la propiedad. Es importante y no lo encuentro en mis archivos.
—Ah, sí, lo tengo, pero justo ahora no puedo mirar los documentos.
—¿Si? ¿Todavía estás con ella? —preguntó, en un tono divertido—. Deben estar muy ocupados, mejor cuelgo —se burló—, pero envíame el archivo cuánto antes.
—Todo esto es una excusa para molestar, ¿verdad? —le suelto— Idiota, mejor prepara todo para la reunión del lunes.
Colgué y, en ese instante, escuché voces provenientes del exterior. A medida que me acercaba, me di cuenta de que un grupo de mujeres estaba discutiendo. Miré a través del enorme vidrio de la entrada principal y fue entonces cuando vi a Nabí acorralada por una mujer cuyo rostro me resultaba familiar. Salí de inmediato y llegué justo a tiempo para evitar que le diera una bofetada a Nabí.
—¿Qué está sucediendo aquí? —exclamé. Fue entonces cuando vi más de cerca el rostro de la mujer y desearía no haberla encontrado en esta circunstancia.
Sus ojos, perfectamente delineados, eran como dagas que me atravesaban. Sus labios rojos, pintados con una precisión casi quirúrgica, torcieron en una mueca de incredulidad. La arrogancia emanaba de ella como un perfume caro.
—Dante —me habló, con un rostro más sereno.
Ignoré por completo su presencia y fijé mi mirada en Nabí, observándola detenidamente antes de preguntarle—: ¿Estás bien?
Ella asintió y la tomé de la mano para irnos.
—Que sea la última vez que intentas ponerle un dedo encima —advertí, dejando en claro lo que sería capaz de hacer si eso sucedía.
Britanny se burló y colocó las manos en su cintura, diciéndome—: ¿Por qué la defiendes tanto? Ni siquiera sabes lo que acaba de suceder.
—Es cierto —admití—. No sé qué ocurrió, pero estoy completamente seguro de que ella no fue la culpable.
—Pero que…
—Tienes fama de ser una busca problemas, Britanny —la interrumpí—. Así que no creo todo lo que dices.
Di un paso adelante antes de escuchar su voz detrás de mí—: Así que ahora te estás revolcando con ella.
Justo después de oírla, solo pude mirar a Nabí y notar su expresión incómoda. Luego volví a mirar a Britanny y le dije—: Si ese fuera el caso, ¿qué harías? ¿Estás molesta porque ahora es ella y no tú?
No dije una palabra más y abandoné el lugar, con las manos entrelazadas con las de Nabí. Al estar dentro del coche, me detuve en un semáforo en rojo y, al final, le dije—: Britanny y yo salimos un tiempo, pero no terminó bien —confesé, mirándola a los ojos—. Ella era una persona muy celosa y siempre vivíamos en conflicto, por eso rompimos.
Nabí me miraba con curiosidad; luego sonrió y asintió. Era increíble cómo podía tomar las cosas con tanta calma. Solo imaginarme las cosas ofensivas que Britanny pudo haberle dicho me hervía la sangre.
Tomé su mano y le di un beso en ella. Luego la miré y le dije—: Te prometo que no guardaré ningún secreto. Si en algún momento te sientes insegura por algo, por favor, házmelo saber y lo hablaremos, ¿de acuerdo?
Ella asintió sonriendo y dirigió su mirada al frente. En ese momento, decidí llevarla a conocer algunos lugares de Padua. Primero fuimos a un centro comercial y, entusiasmada, quiso entrar a una librería. Más tarde, visitamos una joyería, donde compré para ella la pulsera Tennis Millenia, en talla octogonal, de color rosa.
Cuando salimos del centro comercial, pasamos frente a una floristería. Las flores que reposaban en los jarrones afuera de la tienda llamaron mi atención, pero más aún la de Nabí. Sus ojos brillaban de emoción, y en ese momento lo entendí. Me adelanté y le abrí la puerta, sonriéndole para invitarla a entrar.
Lo primero que vi al cruzar el umbral fue a una mujer de mediana edad regando las flores que estaban alineadas junto a la pared.
—Bienvenidos —dijo la mujer—. ¿En qué puedo ayudar a esta linda parejita?
Antes de hacer cualquier petición, observé a Nabí, que seguía embobada contemplando las flores. Miré a la mujer, confundido y sin saber qué pedir; nunca había regalado flores que no fueran rosas rojas en toda mi vida.
Entonces, la mujer me sonrió y luego dirigió su mirada a Nabí—: A la señorita parece gustarle mucho los tulipanes.
Al escucharla, Nabí reaccionó y asintió tres veces consecutivas, emocionada. La mujer se acercó a ella y le dijo dulcemente—: El significado de las flores, en este caso de los tulipanes, puede variar según su color y la situación en la que se regalen. ¿Hay algún color que te gustaría elegir?
Pero Nabí pareció dudar.
—Eres una joven rodeada de mucha belleza, tienes un aire de pureza. ¿Me permites elegir por ti? —preguntó la mujer con una sonrisa.
Nabí asintió, sonriendo también. Entonces, la mujer se colocó sus guantes y comenzó a seleccionar colores al azar.
Le entregó un ramo con tulipanes blancos y rosas. Nabí me miró con entusiasmo al recibirlo. Pagué y salimos de la tienda. El sol brillaba intensamente entonces se me ocurrió una idea. Me giré hacia ella, que todavía estaba admirando las flores y le pregunté: —Nabí, ¿me dejas tomarte una foto justo aquí? —señalando los jarrones donde había dalias y claveles.
Ella dudó unos segundos, pero luego se acercó, tratando de acomodar su cabello despeinado por el viento. Saqué mi móvil y empecé a tomarle fotos, perdiendo la cuenta rápidamente.
El reflejo del sol la hacía lucir despampanante, con una belleza casi surrealista. Las flores que sostenía en sus brazos le daban un aire de inocencia, mientras su cabello negro caía con gracia por su espalda, resaltando su rostro. Sus hipnotizantes ojos verdes parecían tener el poder de poseerte en un instante.
Era difícil no quedarse atrapado viéndola, en ese momento, donde cada detalle se unía para crear una imagen perfecta. Nabí se movía con una confianza natural, y yo no podía evitar admirar cómo la luz jugaba con su figura.
Los murmullos y las sombras de las personas detrás de mí se detenían por microsegundos para observarla. No era el único cautivado; Nabí, sin intención alguna y casi sin darse cuenta, tenía el poder de llamar la atención de cualquiera.
¿Es un ángel?
Es tan hermosa...
Como si fuera la reencarnación de la Diosa Atenea.
Las miradas que pasaban por su lado se detenían, y los clics de cámaras resonaban a su alrededor, capturando su belleza desprevenida. En cuestión de minutos, se había convertido en el centro de atención.
Un grupo de mujeres se acercó con curiosidad y una de ellas preguntó: —Disculpe, jovencita, ¿esas flores tan bonitas las compró en esa floristería de ahí? —señalando con un gesto. Luego, la otra mujer con una sonrisa juguetona, añadió: —¿Quizás si compro flores de allí podría ser tan bonita como usted?
La escena era un tributo a su encanto natural, un momento donde el mundo exterior se desvanecía y solo existía ella, radiante y llena de vida.
Me acerqué al grupo que tenía acorralada a Nabí y, con una sonrisa, dije: —No creo que pueda responderles. —las mujeres me miraron con ceño fruncido, pero no me dejé intimidar. Agregué: —Ella no puede hablar.
—¡Ya veo! —exclamó una de ellas, iluminando su rostro con un destello de comprensión—. Eso la hace lucir aún más como un ángel.
Sin previo aviso, el grupo de mujeres se despidió en un chasquido y se dirigió rápidamente hacia la floristería. Aproveché la oportunidad y tomé la mano de Nabí, llevándola hacia el auto. Necesitaba escapar de esa atención desmedida y disfrutar de su compañía en un lugar más tranquilo, donde pudiera ser solo ella y yo, lejos de los murmullos y las miradas curiosas.
Cuando llegamos al departamento, me dejé caer en el sofá, observando a Nabí desde la sala. La vi buscar una jarra de cristal en la estantería de la cocina y, con delicadeza, colocar las flores en agua. La luz del anochecer comenzaba a filtrarse por las ventanas y mi estómago empezó a rugir de hambre.
Me levanté y, acercándome sigilosamente, la sorprendí por la espalda: —¿Ya tienes hambre? —ella asintió con una sonrisa que iluminó su rostro. Entonces le dije: —No hay nada en la alacena, así que iré a comprar algo al supermercado de abajo.