Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 7: Bajo presión.
Narrador.
Mientras el conde Freddy Arlington revisaba los informes médicos que estaban escritos a mano, con marcas de tinta azul y papeles todavía calientes por el vapor del café, su mente se perdía en pensamientos. No podía dejar de pensar en la joven herida que estaba en su hospital. No sabía exactamente por qué… pero había algo en ella que lo inquietaba. Algo que trascendía su responsabilidad médica o un gesto generoso. Sus dedos golpeaban con ritmo en el escritorio de roble mientras la débil luz de la lámpara de aceite titilaba, proyectando sombras que se movían por las paredes.
A varios kilómetros, en la parte sur del castillo, Magdalena Belmonte estaba sentada en uno de los largos bancos del comedor de los sirvientes. Frente a ella, un tazón de sopa de cebada humeaba, acompañado de un pan oscuro recién horneado y una porción de queso curado. Por primera vez desde que despertó en este cuerpo extraño —de otra época, de otra historia—, experimentaba una sensación de calma.
El comedor era amplio, con techos bajos y vigas a la vista. Se oían murmullos, risas, debates sobre harina y leña, y pequeñas confesiones entre los sirvientes que, sin darse cuenta, estaban creando la red de rumores en el castillo. Había un sentido de comunidad. El aire olía a guiso, a sudor, a humo de chimenea y a manteca. Era una época sin telégrafos, sin anestesia eficaz, sin penicilina. Las infecciones causaban más muertes que los disparos, y la medicina parecía más un acto de fe. En ese mundo, cualquier conocimiento actual era muy valioso.
Sin embargo, Magdalena no se dejaba llevar por la nostalgia. Observaba. Escuchaba. Evaluaba. Sabía que, en ese castillo, tener información significaba tener poder. Por eso intentaba ser amable, útil… pero también pasar desapercibida. La invisibilidad era su mejor defensa.
—No te distraigas, niña —dijo Greta, sirviéndole más sopa de manera maternal—. Aquí se enteran de todo, incluso de lo que no se menciona.
Greta era su apoyo. Fuerte como el acero, y tan fiel como una madre. Había dado a luz cinco hijos, había enterrado a dos, y aún tenía fuerzas para manejar toda la cocina. Magdalena la respetaba. Era la única persona en ese lugar en la que podía confiar… o al menos eso pensaba.
—Gracias, Greta —respondió, sonriendo de manera genuina.
—¿Por qué? ¿Por traerte sopa fría y pan duro? —se rió la mujer—. ¡Come antes de que se enfríe!
De repente, la puerta del comedor se abrió de golpe. Un guardia, pálido como el yeso, con el uniforme mal abrochado y los ojos muy abiertos, entró en la habitación con el rostro reflejando desesperación.
—¡Greta! ¡Por Dios, ven! ¡Es urgente!
Greta dejó caer el cucharón. Todo el comedor quedó en silencio.
—¿Qué ha ocurrido?
—Esta es María, mi esposa. Ella ha tenido un adelanto. ¡Ya han comenzado las contracciones! Sin embargo… está sangrando. ¡Y sigue gritando!
—¡Pero si aún faltaban semanas! —gritó Greta, desabrochándose el delantal con manos temblorosas—. ¡Vayamos!
Magdalena se levantó sin dudar. Su corazón latía con fuerza en su pecho. Sabía lo que iba a pasar. En el lugar del que venía, esto era una cesárea urgente. Allí… era una sentencia de muerte.
Corrieron a través del jardín trasero, mientras los faroles seguían apagados en la neblina de la mañana. Pasaron por la zona de los establos y llegaron a una choza sencilla, con paredes delgadas y techo de paja. Dentro, el aire era denso. El olor a sangre, sudor y orina llenaba el espacio.
En una cama baja, una mujer retorcida por el dolor respiraba con dificultad, con los ojos abiertos, pero sin ver. Magdalena reconoció al instante la posición inusual del bebé.
—¡Está de nalgas! —gritó Greta, aterrorizada.
Magdalena actuó sin titubear.
—¡Necesito un cuchillo afilado, agua hirviendo, paños limpios, hilo resistente y una aguja! ¡También alcohol! ¡Rápido!
Greta dudó. El guardia parpadeó, inmóvil.
—¡Apúrense o los enterraré esta noche! —gritó Magdalena, con un tono que no admitía discusión.
Todo comenzó a moverse. Magdalena se lavó las manos con el poco alcohol que encontró, improvisó una lámpara con aceite y trapos, y pidió a Greta que mantuviera las piernas de la mujer inmóviles.
—Que muerda un trapo. No tenemos láudano. Esto… va a doler.
Con habilidad, hizo una incisión baja. Había practicado esto muchas veces en otro lugar. En quirófanos limpios. Con guantes. Ahora solo tenía sus manos, su instinto… y la prisa.
Extrajo al niño con un movimiento seguro. Lloró. Lloró fuerte.
Greta dejó escapar un sollozo. El guardia se arrodilló, como si la tierra lo sostuviera por primera vez.
—¡Es un niño! —exclamó ella.
Pero Magdalena no había terminado. Suturó con manos firmes. Cauterizó con un paño caliente. Limpiaba lo que podía. Detuvo la hemorragia. Y al final, se dejó caer de rodillas, respirando con dificultad. Había salvado dos vidas.
Greta la ayudó a levantarse.
—¿No eres… una sirvienta común? —susurró—. ¿Dónde aprendiste esto?
Magdalena buscó una respuesta convincente. Su voz sonó rasposa.
—En la granja donde crecí. Mi madre ayudaba en los partos de cerdas y cabras. Era bastante similar. Yo ayudaba.
Greta la miró por un largo momento. Después, simplemente asintió.
—Bendita sea tu madre, entonces.
El guardia se acercó con lágrimas en los ojos.
—Te debo la vida de mi hijo y de mi esposa. Lo que necesites… solo dímelo.
—Llévalos al hospital. El bebé es prematuro. Hay que tener cuidado.
—Ya le avisé al mayordomo. El carruaje está en camino.
Esa noche, Magdalena se acostó tan pronto como se dejó caer en su cama. No pudo decir cuánto tiempo estuvo dormida, pero fue menos de una hora, ya que alguien tocó su puerta con suavidad.
—¿Quién es?
—Magdalena… soy yo. El conde.
Se levantó de la cama de un salto. Se puso un abrigo sobre su blusa de lino. Abrió la puerta con el corazón latiendo rápidamente.
Él estaba allí. Alto, con el pelo revuelto, los ojos oscuros por el cansancio… pero más humano que nunca.
—Disculpa la hora. Quiero hacerte una pregunta.
—Por supuesto, señor.
—He revisado a la esposa del guardia. Lo que hiciste no fue parir. Fue… una operación. ¿Dónde aprendiste a hacer esto?
Ella tragó saliva. El momento ha llegado.
—Mi madre era campesina. Las cabras… a veces no podían dar a luz. Aprendí a hacer incisiones… a ayudar a las crías. No es lo mismo, pero… tiene similitudes.
Él no contestó de inmediato. Simplemente la miró. Largo. Como si buscara algo más allá de las palabras.
—Mañana irás conmigo al hospital. Tengo un paciente difícil… y tu ayuda será útil.
—Sí, señor —respondió, bajando la cabeza.
Cuando él se fue, Magdalena cerró la puerta con manos temblorosas. Tomó una respiración profunda.
No podía equivocarse. El juego apenas comenzaba.