Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
NovelToon tiene autorización de DayMarJ para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 7
VALERIA.
Maldita sea. No puedo sacarlo de mi cabeza.
Estoy en la morgue, rodeada de cadáveres, vísceras y muerte, y aun así, lo único que me da vueltas como un puto buitre hambriento es Marconni.
Ese cabrón… Me desarmó con una sola mirada. Y lo peor es que me gustó.
—Qué mierda te pasa, Valeria —mascullo entre dientes mientras termino de coser el abdomen de una chica de unos veinte años. Sobredosis. Una más. Otra cifra en las estadísticas.
Me quito los guantes con un chasquido seco y los lanzo al contenedor rojo. Necesito despejarme. Necesito una excusa para gritar, para patear algo, o a alguien.
Entonces el puto teléfono suena.
—¿Qué? —escupo, sin mirar el número.
—Tenemos confirmación de identidad del cadáver hallado hace tres días en la Ladera. Es Lorenzo Serrano. El profesor universitario. Lamentamos no haberle avisado mucho antes pero fue imposible localizarla.
Me quedo en silencio unos segundos.
—¿Serrano? ¿El cabrón que tenía denuncias que nunca prosperaron?
—Ese mismo. No sabemos qué le pasó, pero la información se filtró a los medios. Quieren declaraciones tuyas, ya sabes cómo es esto.
—Que se jodan los medios —respondo seca, y cuelgo sin más.
Entonces lo recuerdo. Hace tres días. Esa escena en la zona más podrida de la ciudad. El caño, el olor, la podredumbre…
INICIO FLASHBACK
Tres días antes
El calor me hacía sudar bajo el traje blanco, pero no me importaba. Me calzaba los guantes de látex, las gafas protectoras, la mascarilla. No era la primera vez que entraba a un infierno y, sin duda, no sería la última.
El hedor a sangre vieja y humedad me golpeó como un ladrillazo cuando me acerqué al lugar.
—¿Dónde está el cadáver? —pregunté, sin rodeos.
Uno de los patrulleros me hizo una seña con la cabeza. El cadáver estaba bajo unos matorrales, medio sumergido en el agua negra y espesa del caño.
—Perfecto —murmuré. Porque lo era. Porque necesitaba eso. Un caso. Una escena real. Algo que me alejara de mi propio caos mental.
Me agaché junto al cuerpo. Lo que quedaba de él, al menos. Un cuerpo masculino, irreconocible a primera vista, mutilado como si una jauría lo hubiera despedazado. Múltiples mordidas, mutilaciones… los genitales destrozados, la lengua cortada, los ojos abiertos como platos. Un grito congelado en su expresión.
Nada de eso me impresionó. Lo que me perturbó, lo que se me quedó pegado en el fondo de la garganta, fue la forma metódica en que lo habían hecho.
Esto no fue un ajuste de cuentas cualquiera.
Fue una declaración.
Me incorporé con lentitud. Miré al jefe de la unidad policial.
—Esto... esto no fue por dinero. Esto fue personal. Y con odio —dije sin quitar la vista del cadáver.
Apreté los puños dentro de los guantes. No sabía quién era el cadáver, aún no lo habíamos identificado. Pero algo en mis entrañas —ese maldito instinto que nunca me falla— me decía que el tipo no era ningún santo.
Nadie muere así por error.
Nadie termina con los genitales destruidos, la lengua cercenada y la carne arrancada a mordidas por Una simple venganza callejera.
Esto fue personal. Planeado. Con saña.
Y, joder, aunque suene enfermo… casi lo entendía.
Porque alguien quiso asegurarse de que ese hijo de puta pagara cada pecado.
Uno por uno.
Hicimos el croquis de la escena, marcando con números cada rastro, cada huella, cada vestigio de lo que ahí había ocurrido. No era fácil seguir el protocolo cuando todo a tu alrededor gritaba barbarie. Pero lo hicimos. Levantamos el cadáver y lo llevamos a Medicina Legal.
Ahí, con el cuerpo sobre la mesa de acero y la luz blanca iluminando cada rincón de esa piel desgarrada, pude reconstruir sus últimos momentos. No sabía quién era todavía, pero el infeliz había suplicado. Podía verlo en la tensión de sus músculos, en la expresión congelada en su rostro, en la manera en la que sus manos se habían crispado antes de rendirse. Lo destrozaron con precisión. Con conocimiento. Con odio.
Uno de mis colegas, un tipo curtido, acostumbrado a ver lo peor del mundo, se me acercó mientras tomaba las muestras.
—No veía algo así desde Santori, el asesino de los talones —soltó, en voz baja, como quien escupe un recuerdo incómodo—. Si ese cabrón no se hubiera volado la cabeza, te juro que pensaría que es obra suya.
Me congelé.
Solo un segundo.
Lo suficiente para que el bisturí temblara en mi mano antes de volver a su curso.
Nadie en la policia sabía lo que ese nombre significaba para mí. Me había encargado de borrar cada rastro, cada vínculo. Para ellos, Santori era solo una leyenda urbana con nombre y apellido. Para mí… era mucho más.
Por eso mi colega habló sin filtro, con esa ligereza ignorante que solo tienen los que nunca han conocido realmente a un verdadero demonio.
No respondí.
Solo asentí con la cabeza mientras por dentro una risa amarga me arañaba la garganta. Me tragué las palabras, los recuerdos, el nudo en el estómago.
Apreté la mandíbula y seguí con mi trabajo.
Metódica. Precisa. Impasible.
Porque si algo había aprendido con Santori… era a mantener el control.
Santori estaba muerto. Yo lo sabía mejor que nadie.
Nadie sobrevive a un disparo así, pero lo que no podía negar era que había algo en todo esto que me resultaba familiar. El sadismo metódico. El castigo diseñado para doler en cada capa del alma. El mensaje en cada herida.
Tal vez no era él.
Pero alguien quería serlo.
Un imitador.
Una copia mal hecha de un monstruo perfecto.
Y aunque la idea me resultaba casi ofensiva —porque nadie se comparaba con Santori, nadie—, había algo que sí podía reconocer sin vergüenza... quienquiera que fuera el verdugo de ese malnacido, seguramente le había hecho un un favor al mundo.
FIN FLASHBACK
Ahora lo entiendo todo.
La violencia. La saña. El castigo cruel y meticuloso.
Tiene sentido.
Lorenzo Serrano era un maldito gusano. Escurridizo, asqueroso, de esos que se arrastran entre los huecos del sistema y salen limpios mientras las víctimas se pudren en silencio. Fue acusado mil veces, y mil veces salió ileso. Yo misma estuve tentada a matarlo más de una vez. A hacer justicia con mis propias manos.
Y por primera vez en mucho tiempo, siento algo parecido a la alegría. Sucia, torcida… pero real.
Porque ese malnacido ya no va a volver a lastimar a nadie más.
Entonces, uno de mis colegas entra a la morgue, alterado, con el celular en la mano y la cara pálida.
—Valeria… vienen los de prensa. Quieren una entrevista. Las redes están explotando. Alguien publicó un montón de videos… confesiones. Exalumnas de Serrano. Todas hablando de abusos. Y una de ellas… es su hijastra.
Lo miro fijo. El estómago se me revuelve.
—¿Qué dice?
—Que él abusaba de ella desde que tenía seis años.
Siento cómo me tiemblan las manos. Aprieto los puños con tanta fuerza que crujen.
Cierro los ojos. Respiro hondo.
Ojalá pudiera revivirlo.
Solo para matarlo otra vez. Esta vez, yo. Con mis propias manos.
Pongo mi mejor cara y salgo a hacerle frente a los medios.
Esos carroñeros que siempre quieren respuestas, aunque no las tengas. Aunque no existan.
Serrano, siendo una figura pública, tiene el poder de revolucionar a toda una ciudad incluso desde la morgue. Según tengo entendido, tenía lazos estrechos con un político de apellido Cornelli… otro pedazo de mierda, igual que él. De esos que se visten de traje y huelen a perfume caro, pero por dentro están podridos hasta el alma.
Intentar mantener esta vida “normal” por Eros es, sin duda, lo más difícil que he hecho.
Y lo hago por amor. Amor real. Amor de verdad.
Pero tragar entero, callar, fingir que no me hierve la sangre cuando sé que hay más como Serrano respirando ahí afuera… eso es una maldita tortura.
No cuestionar. No actuar como me gustaría.
Eso, para mí, es una jaula. Una jaula hecha de amor, sí.
Pero jaula al fin.
Entro al salón de eventos donde siempre se lleva a cabo este tipo de cosas. Las cámaras ya están listas, los flashes encendidos, y la prensa huele la sangre como tiburones.
Mi superior al mando, Ramirez —ese que reemplazó a Zack desde que murió— me mira y asiente con la cabeza. Es su forma silenciosa de decirme todo está en tus manos.
Y lo está.
Confía en mí ciegamente. Siempre lo ha hecho.
Admite sin vergüenza que para estos líos mediáticos se considera inútil. Que no tiene ni la lengua ni la entereza. Y quizás tenga razón.
Porque esto no se trata solo de hablar bonito: se trata de controlar la narrativa, evitar el caos, mantener la compostura aunque por dentro tengas ganas de incendiar el mundo.
Y eso, eso sí se me da muy bien.
Subo al estrado con paso firme. Acomodo el micrófono, miro a la sala repleta de cámaras, periodistas y morbo, y dejo que el silencio pese lo suficiente como para que entiendan quién tiene la palabra.
Las preguntas no se hacen esperar.
—¿Cómo es posible que un crimen de tal brutalidad ocurra sin que nadie lo detecte?
—¿Por qué no hay pistas del asesino?
—¿Qué clase de incompetencia reina en Medicina Legal?
-¿Si todos esos rumores de los abusos eran ciertos, como es que la policía no hizo nada por las víctimas?
Podría sentirme ofendida, pero no lo hago. Sería darles más de lo que merecen.
En cambio, levanto la barbilla y dejo que mi voz salga firme, clara, sin una sola fisura:
—Entendemos la gravedad del caso, y estamos trabajando con todas las divisiones pertinentes para esclarecer lo ocurrido. La violencia con la que se ejecutó el crimen es innegable, y nos tomamos esto con toda la seriedad que amerita. Sin embargo —miro a los presentes uno por uno—, no caeremos en conjeturas ni permitiremos que se manche el trabajo de los profesionales que dedican su vida a proteger y servir.
Algunos intentan interrumpirme con más preguntas. No les doy espacio.
—Toda la información relevante será entregada conforme se validen los hechos. No vamos a apresurar juicios, ni a alimentar el espectáculo. Nuestro compromiso es con la verdad y con la justicia.
Cualquier otro tipo de especulación no tiene cabida aquí.
Silencio. Hasta los más entusiastas bajan sus grabadoras.
Y yo cierro con firmeza:
—El caso será investigado a fondo. Nadie está por encima de la ley. Y si alguien cree que puede desafiar al sistema sin consecuencias, se equivoca.
Una pausa. Pequeña. Calculada.
—Gracias por su tiempo.
Me retiro sin mirar atrás. Siento sus ojos clavados en mi espalda. Algunos asombrados, otros callados, y uno en especial lleno de orgullo: Paulo Ramírez, mi jefe.
Asiente una vez más desde el fondo del salón, satisfecho. Lo conozco lo suficiente como para saber que no me va a molestar con más preguntas.
Y eso me hace sonreír por dentro.
Porque aunque esta vida sea mi jaula… siempre encontraré la forma de mover los hilos desde adentro.
Me importa una mierda quién mató a Serrano.
Pero fingiré que me desvela hasta el fin del mundo, mientras en realidad solo aguardo —con paciencia y hambre— la próxima víctima de ese verdugo.