Algunas pasiones no nacen para ser compartidas… nacen para poseerlo todo.
Alice siempre fue diferente. Bajo su apariencia dulce y su mirada de miel brillante, esconde un alma indomable, rebelde y peligrosa, capaz de amar hasta los extremos más oscuros. Desde el instante en que lo vio —al heredero más temido de una de las mafias más poderosas—, su mundo dejó de girar de manera normal. No era una elección... era una obsesión silenciosa, un lazo invisible que ella no estaba dispuesta a soltar.
Entre secretos, traiciones y sentimientos que rozan la locura, Alice demostrará que algunas sombras no buscan protección… buscan controlarlo todo.
En una historia donde la pasión y la obsesión se entrelazan con el peligro, el amor no es un refugio: es un campo de batalla.
¿Hasta dónde llegarías por convertirte en la dueña de su sombra?
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Capítulo 7: Una casa sin papás
A veces creo que el tiempo camina con pasos secretos. Uno no lo ve moverse, pero un día despierta y todo cambió.
Ya tengo tres años. Y aunque sigo siendo pequeña, me doy cuenta de muchas cosas. Ya puedo hablar mejor, con frases completas, aunque a veces todavía mezclo palabras o me invento otras. Pero eso a mis hermanos les encanta, se ríen y me imitan, como si mis errores fueran canciones chistosas que quieren repetir.
Benjamín tiene 16 años y ya es alto, más que papá creo. Valentín tiene 8 y sigue siendo un terremoto con patas. Los trillizos, Alan, Axel y Alex, ya tienen 18. Están más grandes, más maduros —o al menos eso dicen ellos—, aunque igual siguen peleando entre sí por quién me carga o me peina.
Todo ha ido muy bien. En casa hay risas, juegos, abrazos. Hay días en los que bailamos en pijama, y noches en las que hacemos guerra de almohadas. Mamá y papá siguen igual de enamorados, o quizá más. A veces los veo abrazarse cuando creen que nadie los mira. Yo sí los miro, siempre.
Y tal vez por eso me sorprendió cuando un día, sentados en la mesa del comedor, mamá nos dijo que quería hacer un viaje con papá. Un viaje largo, solos. “Necesitamos descansar un poco”, dijo ella con esa sonrisa que siempre lleva, como si tuviera un secreto bonito guardado en el bolsillo.
Papá asintió, tomando su mano.
“Solo serán unos días”, explicó. “Los trillizos se encargarán de ustedes. Con Benja y Valen, sé que todo estará bien.”
Yo parpadeé y me quedé mirándolos. No entendía del todo, pero sabía que algo estaba por cambiar. Pregunté si se iban para siempre. Mamá me besó la frente y me dijo que no, que siempre volverían por mí.
El día del viaje llegó rápido. El aeropuerto era enorme. Me cargaba Axel, y Alan llevaba a Valentín en hombros. Benjamín iba con la mochila de mamá, y Alex empujaba el carrito con las maletas.
Todos nos despedimos en la puerta de embarque. Mamá me abrazó fuerte, como si quisiera dejar su olor en mi ropa. Papá me alzó alto y me dijo que sería la jefa de la casa mientras no estuvieran.
“¿La jefa?” repetí sorprendida.
“Sí, la más importante,” sonrió.
Yo sonreí también. Me gustaba cómo sonaba eso.
Cuando regresamos a casa, los trillizos empezaron a tomar el control. Nos dieron comida rápida, vimos películas, y más tarde, cuando el cielo ya era un manto oscuro, dijeron que era hora de dormir.
Axel me peinó con una trenza rara que dolía un poco, pero no dije nada. Benjamín me ayudó a lavarme los dientes, y Alan nos leyó un cuento de dragones y castillos.
Después de acostarnos, escuché que hablaban bajito en la sala. Risas apagadas, susurros. Luego, el sonido de la puerta al cerrarse.
Mis hermanos se habían ido.
Esa noche dormí bien, abrazada a mi osito. No hubo pesadillas. Ni miedo. Sólo silencio.
Cuando abrí los ojos al día siguiente, la luz del sol entraba por la ventana como un susurro dorado. Escuché ruidos en la cocina. Me levanté en puntitas de pie y bajé las escaleras.
Benjamín estaba ahí, con un delantal que no le quedaba y el cabello un poco desordenado. Cantaba mientras revolvía algo en una olla.
Valentín estaba en el piso del comedor, rodeado de juguetes, haciendo voces como si estuviera en un teatro de guerra y dinosaurios.
La casa olía a pan y chocolate.
Me restregué los ojos. Estaba soñando. O no.
Benjamín me vio y sonrió.
“¡Buenos días, jefa Alice! ¿Dormiste bien?”
Asentí, aún con la voz atrapada en mi garganta.
“Ven, siéntate. Pronto serviremos el desayuno.”
Alex fue el primero en aparecer, con cara de dormido y el cabello hecho un desastre. Después llegaron Alan y Axel, con ropa arrugada y risas tontas que no intentaron esconder.
“Nos acostamos tarde,” dijo Axel.
“Muy tarde,” repitió Alan bostezando.
Se acercaron a mí y me llenaron de besos, como siempre. Me sentaron en la silla más alta y pusieron mi plato frente a mí.
El olor del desayuno era delicioso. Y aunque aún no sabía usar bien el cuchillo, Benja me ayudó con paciencia.
“Hoy será un buen día,” dijo.
Y yo, con mi tenedor en mano, solo asentí.
Sentí que algo estaba por pasar, como si esa mañana guardara un secreto en el bolsillo.
Y ahí... ahí terminó el día uno sin mamá y papá.
