¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Preocupación instantánea
...🏀...
Golpeé la puerta del baño por tercera vez. Ya no con fuerza, pero con insistencia.
—Lía… ya basta. No voy a irme. Solo quiero hablar contigo.
Nada.
Solo el sonido del agua corriendo al otro lado.
Me apoyé en el marco, cerrando los ojos con cansancio. Algo no estaba bien. La forma en que entró, cómo me gritó, esa mirada…
No era la Lía de siempre.
Respiré hondo y caminé hasta la cama. Me dejé caer, abrazando la almohada. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando la escuché apagar la ducha, mi cuerpo se tensó.
Minutos después, salió.
Vestida.
Con un pantalón de pijama largo y una sudadera de manga completa, de esas gruesas que casi nunca usaba ni en invierno. Tenía el cabello mojado, recogido de mala gana, y una expresión difícil de leer.
Me puse de pie de inmediato.
—¿Te vas a dormir así? —pregunté, sin rodeos.
—Estoy cansada, Nico —dijo, sin mirarme a los ojos—. Déjame, ¿sí?
Pero había algo en su tono, en su postura…
La forma en que evitaba mirarme de frente.
Cómo escondía las manos en las mangas.
Cómo hablaba con los labios apretados.
Di un paso hacia ella.
—¿Qué te pasó en la boca?
—¿Qué?
—Tu labio. Tienes una herida —dije, frunciendo el ceño.
Ella se tocó apenas el borde del labio inferior.
—Ah. Es una tontería. Me rasgué con una cuerda de la guitarra. Me dio justo ahí.
Mentira.
Una burda y horrible mentira.
—Lía… —mi voz bajó, seca—. No me mientas. Te conozco. Y estás mintiendo.
Ella alzó la mirada, con los ojos brillando de furia.
—¿Y qué si lo hago? ¿No puedo tener espacio para mí? ¿Un maldito respiro? ¿Tenemos que estar pegados como siameses todo el tiempo? ¿Eso quieres?
Me quedé helado.
Su tono me preocupó.
—No, yo… solo me preocupo por ti. Eso es todo —dije, aún sin entender su reacción.
Ella bufó.
—Pues no quiero que te preocupes. No esta vez.
Mi mandíbula se tensó. No me iba a quedar de brazos cruzados.
No así.
Di otro paso hacia ella. La tomé de la cintura suavemente, pero ella se tensó como si la estuviera apretando con espinas.
Y entonces lo vi.
Un raspón, rojizo, justo en su cadera, apenas visible bajo el borde de la sudadera. Algo dentro de mí estalló.
—¿Qué es eso?
Ella intentó retroceder, pero no la dejé.
—No es nada, suéltame.
Le tomé una manga con cuidado, pero con firmeza.
—Lía…
—¡Nicolás, no!
Empecé a subirle la manga, despacio, mientras ella forcejeaba para impedirlo. Hasta que apareció el primer moretón.
Y luego el segundo.
Uno en el antebrazo.
Otro, más arriba, cerca del hombro.
Negros. Profundos.
De esos que no se hacen con una caída.
El mundo se detuvo un segundo.
Mi respiración cambió.
Mi voz también.
—¿Quién te hizo esto?
Ella no respondió.
—Te pregunté, ¿quién mierda te hizo esto?
Me ardía la garganta.
Quería salir y buscar al que fuera y hacerlo pedazos.
Pero ella seguía ahí, quieta, con los ojos llenos de algo que no había visto nunca en ella: miedo.
Y no era de mí.
Era miedo de contar la verdad.
—Te pregunté, ¿quién te hizo esto, Lía?
Lía apartó la mirada. Tragó saliva. Esa forma tan suya de intentar parecer fuerte cuando estaba hecha trizas por dentro.
—Nadie me hizo nada, Nicolás.
Solté una carcajada amarga. No podía creerlo.
—¿Estás hablando en serio?
—Me caí. Tropecé por las escaleras del auditorio. Me golpeé con una silla metálica que estaba mal puesta.
Se lo dijo a la pared. Ni siquiera tenía el valor de mirarme.
—¿Una silla?
—Sí.
—¿Y eso explica los moretones en ambos brazos? ¿Y el raspón en tu cadera? ¿Y el corte en el labio?
—¡Sí, Nicolás! ¿Qué quieres que diga? ¿Que fue alguien? Pues no. No fue nadie. Solo soy una idiota torpe. ¿Contento?
La vi cruzar los brazos, y se cubrió las mangas hasta las manos de nuevo.
Todo en su cuerpo gritaba lo contrario.
Pero no la iba a obligar a hablar. No así.
No mientras me mirara como si yo también fuera una amenaza más.
Así que asentí. Despacio. Guardando esa furia que me quemaba el pecho como brasas.
—Está bien.
—¿Qué?
—Dije que está bien. Si no quieres contarme ahora, no lo hagas.
Ella parpadeó confundida. Y por un segundo, su voz titubeó.
—Nico…
Ahí supe que no iba a decirme la verdad.
Pero también supe otra cosa:
Ella tenía miedo. Y eso era suficiente para que yo no durmiera tranquilo esa noche.
—Está bien, duerme —le dije, sin mirarla—. Te dejo tranquila.
Di la vuelta y salí de su habitación sin esperar una palabra más. Cerré la puerta con cuidado.
Apoyé la frente contra la madera.
Mentiras. Todo fue mentira.
Y lo peor era que había alguien allá afuera que se atrevió a tocarla.
A marcarla.
Y si ese alguien creía que se iba a salir con la suya, no me conocía.
...🏀...
El camino al instituto fue un maldito funeral.
Lía se subió al auto sin decir una palabra. Llevaba el suéter azul de capucha hasta la nariz, como si el mundo no mereciera ni su aliento.
Yo la miraba de reojo cada que el semáforo lo permitía.
Sus manos en el regazo. Su mirada perdida por la ventana y ese silencio… ese maldito silencio, que lo decía todo.
No le hablé. No quise presionarla todavía.
Pero cuando llegamos al instituto y apagué el motor, no aguanté más.
—Lía, espera.
Ella giró apenas la cabeza, sin querer verme.
—¿Qué?
—No voy a fingir que todo está bien —dije sin rodeos, mirándola fijo—. No puedo quedarme callado sabiendo que algo te hicieron. Que alguien te hizo daño. ¿Por qué no puedes confiar en mí?
—Nico, no es eso…
—¿Entonces qué es?
Ella cerró los ojos. Respiró hondo. Sus dedos apretaron el borde del asiento.
Y luego, sin mirarme aún, lo dijo.
—Vanessa. Y sus amigas.
Mi pecho se contrajo. El nombre fue como un puño a la garganta.
—¿Vanessa?
—Sí… me llevaron atrás del instituto. Me obligaron a arrodillarme, me golpearon. Me insultaron por estar contigo. Me dijeron cosas… horribles.
Me quedé en silencio. Un silencio que ardía.
—Y me apagó un cigarro en la pierna —agregó, con la voz rota, como si eso ya fuera el último pedazo que podía soltar.
—¿Qué…? —Mis manos se cerraron en puños sobre el volante. La sangre me zumbaba en los oídos—. Esa idiota…
Ella alzó la mirada. Por fin me vio.
Y en su expresión había más dolor que rabia.
—Pero me las pienso cobrar, Nico. Todas. Una por una.
Me giré hacia ella y tomé su rostro con ambas manos.
—No. Esto no es tu culpa, ¿ok? Esto es mía. Por no darme cuenta antes, por dejar que se sintiera con derecho sobre mí. Lía, por favor… déjame esto a mí.
Ella tragó saliva, sus ojos se humedecieron.
—No quiero que te metas en problemas…
—Ya estoy metido. No es lindo ver a tu novia llegar con moretones. No es normal. No es justo.
Ella parpadeó al oír la palabra novia, como si no la esperara.
—Cierto…soy tu novia
Le sonreí con suavidad, y mi pulgar acarició su mejilla.
—¿De qué sirve decirlo si no puedo protegerte?
Ella se inclinó hacia mí, y sin decir más, me besó.
Fue un beso lento, profundo. Mi mano bajó por su cintura, ella me rodeó el cuello, y por un instante, solo existíamos los dos.
Ni Vanessa, ni el instituto, ni el miedo.
Solo ella. Solo yo. Y ese pedazo de paz que encontramos entre las ruinas.
Cuando nos separamos, aún con los ojos cerrados, Lía susurró:
—Gracias por estar aquí.
—Siempre, princesa —le dije—. Siempre.