Madelein una madre soltera que está pasando por la separación y mucho dolor
Alan D’Agostino carga en su sangre una maldición: ser el único híbrido nacido de una antigua familia de vampiros. Una profecía lo marcó desde el nacimiento —cuando encontrara a su tuacantante, su alma predestinada, se convertiría en un vampiro completo. Y ya la encontró… pero ella lo rechazó. Lo llamó monstruo. Y entonces, el reloj comenzó a correr.
Herido, debilitado y casi al borde de la muerte, Alan llega por azar —o destino— a la casa de Madeleine, una mujer con cicatrices invisibles, y su hija Valentina, demasiado perceptiva para su edad. Lo que parecía un encuentro accidental se transforma en una conexión profunda y peligrosa. En medio del dolor y la ternura, Alan comienza a experimentar algo que jamás imaginó: el deseo de quedarse, aún sabiendo que su mundo no le permite amar como humano.
Cada latido lo arrastra hacia una verdad que no quiere aceptar…
¿Y si su destino son ellas?
¿Madelein podrá dejar
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12 años
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—¿Por qué tanto tiempo...? —preguntó Antanor, con la voz temblorosa pero firme.
—Porque así sabré si de verdad me amas —respondió VALENTAY deteniéndose frente a el con una seriedad inusual—. No tienes permitido volver a espiarme... hasta entonces, cuídate.
—Lo haré, aunque no me guste la idea. Pero vendré por ti en doce años —prometió él, con la mano en el pecho.
Y así pasaron los años. El bosque cambió, como todo cambia con el tiempo. Los árboles crecieron más altos, las flores se volvieron más escasas, y el canto de los pájaros parecía más sabio. La niña creció también. Valentay se transformó en una hermosa joven de ojos brillantes y espíritu rebelde. Antanor, por su parte, entrenaba día y noche, preparándose para asumir el trono de los suyos y para el momento en que pudiera reclamar a su prometida.
Y llegó el día.
Doce años habían pasado. El sol atravesaba las copas de los árboles y acariciaba la piel de Valentay mientras recogía plantas y cantaba suavemente, como si le hablara al bosque. De pronto, lo sintió. No estaba sola. Un escalofrío le recorrió la espalda y, al alzar la vista, sus ojos se encontraron con una figura sobre la rama más alta de un árbol frondoso.
—¿Me extrañaste, Valentay? —preguntó Antanor, bajando con un ágil salto y caminando hacia ella.
—Sí... y mucho. Tu mirada jamás pude olvidarla —respondió con una sonrisa que contenía doce años de espera.
—¿Estás lista para irnos?
—Sí, pero primero debemos hablar con mi madre. ¿Irás con ella?
—¿Tu madre lo entenderá?
—Creo que sí. Nunca se ha opuesto a ninguna de mis decisiones... esperemos que esta no sea la primera.
—Confiaré en ti, mi reina.
Mientras hablaban, el paisaje comenzaba a cambiar. La espesura del bosque daba paso a un valle donde, entre colinas suaves, se alzaba un castillo antiguo, rodeado por chozas humildes y jardines encantados.
—Mira, allá en ese castillo vivo yo —dijo Valentay, señalando con orgullo.
—Nunca me dijiste que eras de la realeza.
—Nunca preguntaste —respondió divertida—. Soy la hija menor de doce hermanas. Ahora quedamos solo seis. De las demás... la verdad, no sé qué fue de ellas.
—Lo siento...
—No importa. Ven, llegaremos en un instante. Ocultaré tu presencia de las demás brujas. Soy la más joven, pero mi poder supera incluso al de mi madre.
Mientras cruzaban la puerta del castillo, ocultos entre sombras, dos figuras observaban desde el interior de una sala de piedra. Voces antiguas se alzaron entre murmullos y crujidos del fuego.
—¡No! No lo acepto. ¡Cambia el oráculo!
—¿Cómo es posible que ella tenga como pareja a un vampiro? Se lo prometimos al Maestro. La daremos en sacrificio con la Luna Roja... y apenas faltan dos días para ese hecho.
Valentay, que acababa de entrar junto a Antanor, escuchó las palabras y se tensó de inmediato. Su respiración se detuvo. Durante doce años había soñado con ese momento, con volver a ver al vampiro que amaba, con presentarlo ante su madre y hermanas. Nunca pensó que lo que encontraría sería una traición tan antigua como el tiempo, un pacto sellado sin su consentimiento.