Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo VII: El Río de Tinta
El mercurio de las mariposas se secó en sus manos, dejando un rastro plateado que brillaba como lágrimas de espectro. Víctor caminó hasta que los pies le sangraron, la cadena de palabras (Culpable, Autor, Silencio) arrastrando recuerdos rotos. El desierto negro terminó abruptamente en un acantilado. Abajo, un río de tinta espesa serpenteaba, su superficie reflectante como un espejo de alquitrán. El aire olía a papel quemado y obsesión.
En la orilla, una barca podrida esperaba. El barquero no tenía rostro: donde deberían estar sus ojos y boca, solo vacío. Vestía un hábito de lino gris, y sus manos, envueltas en vendas sucias, sostenían un remo cubierto de versos tallados.
—El precio es un recuerdo —dijo el barquero, su voz surgiendo de todas direcciones, como viento a través de huesos—. Uno que no quieras perder.
Víctor tocó la moneda de plata que Lilith le había dado en el circo, aún caliente en su bolsillo.
—Tengo esto —ofreció, mostrándola.
El barquero giró su vacío hacia la moneda.
—Eso paga el viaje —reconoció—. Pero el río siempre cobra su tributo.
Víctor subió a la barca. La tinta chapoteó contra los costados, salpicando su ropa. Las gotas se arrastraban como gusanos, dejando manchas que susurraban en lenguas muertas.
—¿A dónde llevas a los demás? —preguntó, viendo sombras bajo la tinta: cuerpos retorciéndose, bocas mudas que intentaban gritar.
—A donde creen que quieren ir —respondió el barquero, remando con movimientos mecánicos—. Pero todos terminan igual: ahogados en sus propias historias.
El río se ensanchó. En sus profundidades, Víctor vio ciudades sumergidas: bibliotecas con libros que se disolvían, teatros donde marionetas se ahorcaban con sus propias cuerdas. De pronto, la barca se detuvo.
—Aquí —dijo el barquero, señalando hacia la orilla opuesta—. Tu destino.
Pero no había orilla. Solo un muro de niebla gris donde decenas de figuras esperaban. Víctor saltó, hundiéndose hasta las rodillas en la tinta fría. Al acercarse, las figuras se volvieron claras: eran él.
Docenas de Víctores, cada uno con una máscara diferente.
Uno llevaba una máscara de hierro oxidado con la palabra SOLEDAD grabada. Otro, una de cristal quebrado titulada LOCURA. Un tercero, una careta de barro sin rasgos, etiquetada INSIGNIFICANCIA. Todos extendían las manos hacia él, murmurando en coro:
—Tú nos creaste... tú nos condenaste...
Víctor retrocedió, pero la tinta lo sujetaba como mil dedos.
—No sois reales —gruñó, aunque sentía cada máscara como un golpe en el pecho.
El doble con la máscara de SOLEDAD se acercó. Bajo la careta, su rostro era una copia perfecta, pero con los ojos vaciados.
—Me escribiste en bares vacíos —dijo, y su voz era el crujir de hielo bajo el sol—. Me alimentaste con silencios y me vestiste de versos tristes. ¿Ahora me niegas?
El de LOCURA rio, un sonido de cristales rompiéndose.
—Yo nací en tus noches de insomnio, entre botellas vacías y páginas quemadas. Soy tu obra maestra.
Víctor se llevó las manos a los oídos, pero las palabras atravesaban su piel. La tinta subía por sus piernas, pesada como plomo.
—¡Basta! —gritó, pero los dobles continuaron avanzando.
El de INSIGNIFICANCIA, el más terrible, no tenía voz. Solo señalaba a Víctor con un dedo que se deshacía en polvo, mientras su máscara de barro se agrietaba, revelando un vacío absoluto.
—No puedes escapar de lo que eres —resonó la voz del barquero desde la barca—. El río solo refleja la verdad.
Víctor miró sus manos. Las palabras grabadas (Creador, Fragmento, La luz duele...) brillaban con intensidad enfermiza. En un acto de desesperación, clavó los dedos en sus cuencas oculares.
El dolor fue un relámpago blanco. Cuando abrió los ojos (¿o los cerró?), el mundo había cambiado.
La tinta ahora era un río de letras sueltas, nadando como peces negros. Los dobles seguían allí, pero sus máscaras eran transparentes: bajo ellas, solo había más tinta, más versos, más preguntas sin respuesta.
—Mira —susurró el doble de SOLEDAD, ahora sin máscara—. Sin ojos, ves más.
Víctor sintió la sangre caliente corriendo por su rostro. Las voces de los dobles se fusionaron en un canto:
—La ceguera es la única verdad...
la única verdad...
la única...
El barquero lo agarró del brazo, tirándolo de vuelta a la barca.
—Nunca debiste hacer eso —murmuró, remando de regreso—. Ahora estás atado al río.
Víctor no respondió. En su mente, las imágenes persistían:
Lilith, de pie en un acantilado, su vestido negro ondeando como una bandera de derrota.
La máquina de escribir en el ático, tecleando sola: EL PRECIO SIEMPRE SE PAGA DOS VECES.
La niña fantasma de la biblioteca, riendo desde un pozo de mercurio.
Al llegar a la orilla original, el barquero lo empujó fuera de la barca.
—Busca la Fábrica —dijo antes de desvanecerse en la niebla—. Allí terminarás de pagar.
Víctor se arrastró lejos del río. Aunque ciego, veía a través de las pesadillas de otros:
Un hombre borracho escribiendo su nombre en el aire con una botella rota.
Una mujer llorando sobre un libro cuyas páginas eran su piel.
Un niño enterrando palabras en un jardín de sal.
Al tocar su rostro, encontró que los ojos habían sido reemplazados por dos agujeros suaves, como papel perforado. No sangraban. En su lugar, exudaban tinta fina que trazaba versos en el suelo:
"Ceguera voluntaria,
verdad involuntaria.
El río siempre gana."
Siguió adelante, guiado por el latido de la cadena en su tobillo. En el horizonte, el perfil de una fábrica monstruosa se recortaba contra el cielo, sus chimeneas escupiendo letras al aire. Pero antes de llegar, una voz lo detuvo.
—¿Valió la pena?
Era Lilith. O su fantasma. O su locura.
—No sé —respondió Víctor, y fue la primera verdad que había dicho en años.