En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
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25/04/2026
Joel
Emily es esperanza.
Nunca pensé escribir eso. Pero lo es. Su presencia me obliga a seguir adelante. A creer, aunque sea un poco, que esto no es el final. Ella representa algo que no sabía que necesitaba: un ancla. Alguien que me recuerda, sin decirlo, que aún hay razones para no rendirse.
Esta mañana nos pusimos en marcha temprano. El cielo estaba cubierto por nubes grises, pesadas con la promesa de lluvia. El aire tenía ese olor denso a tierra mojada incluso antes de que cayera la primera gota. Mi costado pulsaba con cada paso, una punzada ardiente que subía hasta el pecho, pero me esforcé por mantener el ritmo. No quería que Emily se preocupara más de lo que ya lo hacía. Ella ya carga suficiente. No merece cargar también con mi debilidad.
Seguimos la carretera principal durante un tiempo, manteniéndonos ocultos entre los árboles que la bordeaban. El asfalto estaba agrietado, con hierba creciendo entre las fisuras, como si la naturaleza intentara tragarse las huellas de nuestra civilización. Los coches abandonados formaban un cementerio metálico a lo largo del camino, algunos con las puertas abiertas, congelados en el momento exacto de la huida desesperada de sus dueños. Otros tenían marcas de disparos, ventanas estalladas, asientos cubiertos de polvo… y a veces, algo más.
Pasamos junto a uno que tenía una mancha oscura en el asiento del conductor. No dijimos nada. Ya no hay palabras para esos restos.
Emily caminaba delante de mí, alerta, con esa tensión constante en sus hombros que ya había aprendido a reconocer. Sus pasos eran silenciosos pero decididos. De vez en cuando se detenía y escuchaba, girando levemente la cabeza como un animal salvaje captando sonidos distantes. Su intuición era certera. Siempre lo es. Ha sobrevivido porque aprendió a escuchar lo que la mayoría ya no puede oír.
Al mediodía comenzó a llover. Una lluvia fina pero constante, la clase de lluvia que no parece amenazante pero que pronto te empapa hasta los huesos. No teníamos impermeables. Solo nuestras chaquetas viejas, con las costuras debilitadas por el tiempo. El frío se coló por las mangas, por los cuellos, por el alma. Apreté los dientes. No podía mostrar debilidad.
Encontramos refugio en una antigua estación de servicio. Las bombas de gasolina hacía tiempo que habían sido saqueadas y los estantes estaban vacíos, pero el techo aún se mantenía en pie, y eso era suficiente. Nos instalamos cerca de la trastienda, donde aún quedaban restos de lo que alguna vez fue una oficina. Una silla de oficina rota, papeles descoloridos, una cafetera cubierta de polvo. Aun así, se sentía como un palacio en comparación con la intemperie.
Mientras esperábamos que amainara la lluvia, Emily exploró la trastienda. De pronto, escuché una exclamación ahogada. Cuando me acerqué, la vi con una vieja guitarra en las manos. Le faltaban dos cuerdas y estaba desafinada, pero sus ojos se iluminaron como nunca la había visto. La tomó con una reverencia que me conmovió. Era como si en sus brazos no sostuviera un objeto roto, sino un recuerdo que se negaba a desaparecer.
“¿Tocas?” le pregunté.
“Desde niña. Mi padre me enseñó”. Me respondió
Durante la siguiente hora, Emily intentó afinar el instrumento. Usó una llave oxidada como cejilla improvisada. Sus dedos, esos mismos dedos que había visto manejar un cuchillo con creciente habilidad, ahora se movían con delicadeza sobre las cuerdas gastadas. Era como si las acariciara. Como si les hablara en un idioma antiguo.
Finalmente, logró arrancar algunos acordes reconocibles. Sonaban apagados, extraños, pero hermosos.
Comenzó a tocar una melodía suave, melancólica. No cantó, pero no hacía falta. La música llenó nuestro pequeño refugio, ahogando por un momento el sonido de la lluvia y los recuerdos del mundo perdido. Cerré los ojos y me dejé llevar. No recordaba cuándo fue la última vez que escuché música. No desde el colapso. No desde Madison.
La observé mientras tocaba, con los ojos cerrados y una expresión de paz que nunca había visto en su rostro. Por un instante, dejó de ser una superviviente. Era solo una joven, sentada con una guitarra, tocando como si el mundo aún tuviera sentido. Y sentí algo extraño en mi pecho, algo que había olvidado: esperanza.
No la esperanza ingenua de que todo volvería a ser como antes. No esa mentira reconfortante. Sino algo más real, más tangible. La esperanza de que, incluso en este mundo destruido, aún quedaba belleza. Aún quedaba humanidad. Que aún podemos crear algo que no sea muerte.
Cuando la lluvia cesó y guardamos la guitarra en mi mochila (insistí en llevarla yo), sentí una nueva determinación. Tenía que mantenerme con vida, no solo por mí, sino por Emily. Por la música que aún podía crear en este mundo de silencio. Por lo que nos recuerda que no somos solo carne huyendo. Somos algo más.
Y si queda algo de alma en mí, quiero que se mantenga viva con ella.