Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Luna, ya se quien eres
Te he visto, cuando otra estrella me iluminó…
Y de todas maneras, para mí tú eres la más brillante,
aunque tu brillo provenga del sol.
No sé quién eres.
No sé por qué me elegiste.
Pero cada palabra tuya pesa más que las promesas que me hacen con la voz.
Cada mensaje me deja sin aire…
Y sin embargo, hoy me siento lejos.
Confundida.
Lo que escribes me hace temblar.
Pero ya no sé si te estoy viendo con los ojos correctos.
¿Estás ahí, todavía?
Lo leí una, dos, tres veces. Y ahí estaba el mensaje de ella.
“Pensé que te dejaría encantada el brillo de aquella estrella… pero me viste cuando ni yo podía. ¿Ya sabes quién soy?”
No sé cómo explicarlo. No era solo un mensaje. Era un espejo. Uno de esos que no te muestra la cara, sino el alma.
Y la suya… la suya me hablaba directamente al pecho.
Sentí un vacío en el estómago, como cuando algo importante se revela y ya no podés hacerte la tonta. Algo dentro de mí sabía —lo supo desde hace rato— que Katherine no era Luna.
Su forma de hablar, sus gestos forzados, incluso sus poemas… eran otra cosa. Bellos, sí. Pero no era ella.
Luna no escribe para que la escuchen. Escribe porque si no lo hace, se desintegra.
Y ese mensaje… ese mensaje solo podía venir de alguien que me ha mirado de verdad. Que me ha amado desde el rincón más silencioso del mundo.
Mis pensamientos vuelven, como un resorte, a Diana.
La chica de los ojos oscuros como el universo, que camina sin hacer ruido, que vive en los márgenes. La que orbita a mi alrededor sin atreverse a aterrizar.
¿Y si siempre fue ella?
No estoy lista para decirlo en voz alta. Pero mi corazón ya lo está gritando.El mensaje no me dejó dormir.
Daba vueltas en la cama, una y otra vez, con el celular apretado contra el pecho. “¿Ya sabes quién soy?”
Lo sabía. O al menos, quería saberlo.
Al día siguiente, salí temprano. Antes de que sonara la primera campana, ya estaba caminando por los pasillos, bajando escaleras, revisando aulas, cruzándome con grupitos de alumnos que reían o bostezaban, sin saber que yo estaba buscando a alguien.
Buscando a ella.
Pasé por la biblioteca. Nada.
Fui al patio central, donde el sol ya comenzaba a calentar el suelo. Tampoco.
Incluso me asomé al laboratorio de ciencias, al aula de Historia, al salón de arte… Nada.
Hasta que salí.
Y ahí estaba.
Bajo el gran árbol del fondo, ese que da sombra a media escuela, donde suelo sentarme con mis amigos, la vi. Sentada sola, con las piernas cruzadas y un cuaderno entre las manos.
Diana.
El viento le movía algunos rizos sueltos. Estaba escribiendo, tan concentrada que parecía parte del paisaje.
Me quedé quieta un momento, observándola.
Era como si el universo me estuviera señalando algo obvio que yo había ignorado demasiado tiempo.
No sé cómo me acerqué. No recuerdo si mi corazón latía o si el mundo giraba. Solo sé que caminé hacia ella, sabiendo que cada paso me acercaba más a una verdad que ya no podía evitar.
Cuando estuve frente a ella, levantó la vista.
Sus ojos…
Negros. Inmensos.
Llenos de miedo. Llenos de esperanza.
Y entonces, sin pensar, me senté a su lado.
—Hola, Luna —susurré.
Ella no dijo nada. Pero apretó el cuaderno con fuerza.
Y sonrió. Muy, muy leve.
Como quien por fin es vista. Como quien deja de ser un secreto.
Me senté a su lado con el corazón latiéndome en la garganta. Diana no dijo nada al principio. Solo cerró su cuaderno, como si lo que estuviera escribiendo ya no tuviera sentido ahora que yo estaba ahí.
La miré de reojo. Tenía la vista baja, los dedos jugueteaban con el borde de la hoja. No sabía si hablar. No quería romper ese momento frágil, como de cristal.
—¿Fuiste tú… verdad? —pregunté, y mi voz apenas fue un susurro arrastrado por el viento.
Diana asintió, sin mirarme.
—¿Por qué me escribiste? —continué.
Tardó en responder. Como si las palabras tuvieran que abrirse paso entre muchas puertas internas.
—Porque… no sabía cómo hablarte —dijo al fin, tan bajito que si no la hubiera estado mirando, habría pensado que lo imaginé.
Me quedé en silencio. Ella tampoco dijo más. El viento movía las hojas del árbol y sus rizos suaves. La observé con más atención. Siempre la había visto ahí, al fondo del aula, junto a la ventana. Invisible. Silenciosa. Ahora, frente a mí, parecía tan humana, tan real.
—Las cartas… me hicieron sentir vista. Como si alguien… realmente me mirara.
Diana tragó saliva. Sus dedos temblaban un poco, pero había algo en su mirada, algo que no era miedo.
Era verdad.
—Tengo autismo —dijo, sin rodeos.
Y yo me quedé helada. No por lo que dijo, sino por la valentía de decirlo.
—Nunca ha sido fácil para mí… hablar, estar con gente. Me esfuerzo, pero a veces me duele la cabeza de tanto pensar en qué decir.
Me miró, apenas por un segundo, como pidiendo permiso para seguir.
—Las palabras escritas… me salvan. Desde chiquita. Son como un puente que puedo cruzar sin sentir que me ahogo.
Yo asentí, porque de pronto entendía todo. Las cartas, los silencios, los mensajes con metáforas sobre el universo, las estrellas, la Tierra y la Luna.
—¿Y por qué ese nombre? —le pregunté.
—Porque tú eras la Tierra. Y yo… yo siempre estoy orbitando alrededor.
Sentí que el pecho se me apretaba.
No era una confesión, era una verdad que llevaba guardada mucho tiempo.
—Cuando chocamos —continuó— pensé que iba a desaparecer del miedo. Pero tú… tú me miraste. Como si no fuera invisible. Como si yo también estuviera hecha de luz.
Me llevé una mano al pecho. Tenía los ojos húmedos, pero no lloraba. No todavía.
—No sabía… que podías sentir todo eso —dije, porque no encontraba otra manera de decirle lo que me estaba desbordando.
—Lo siento si te confundí —murmuró.
—No me confundiste —interrumpí, suave. —Me mostraste otra forma de sentir.
Ella me miró entonces. Por primera vez, sin miedo.
Y entendí.
Entendí su mundo de palabras escritas, su silencio, su forma de amar desde lejos. Su forma de verme, incluso cuando nadie más lo hacía.
—Mi familia no lo entendió —dijo, casi sin voz—. Por eso vivo aquí. Me dijeron que era mejor… que me quedara en el colegio. Que aquí al menos tendría estructura.
Su voz se rompió en esa última palabra.
Yo no sabía qué decir. Solo puse mi mano sobre la suya.
No se apartó.
—Siempre creí que había algo malo en mí —susurró—. Hasta que te vi.
—¿A mí? —pregunté.
—Sí. Tú… no me asustaste. Y eso fue nuevo.
El silencio se alargó. Las hojas del árbol bailaban sobre nuestras cabezas. Un grupo de chicos pasó corriendo cerca, riendo. Diana bajó la cabeza como si temiera que nos vieran.
—No tienes que esconderte más —le dije.
Ella me miró, y esa vez su sonrisa fue más amplia. Más honesta.
—Tú también brillás, ¿sabés? —murmuró. —Pero no como las demás. Brillás como una supernova. Por eso te llamé “mi Tierra”. Porque eras el único lugar donde quería aterrizar.
Y ahí no pude más. Reí, lloré un poco, le apreté la mano.
—No sé qué somos —le dije—. No sé qué seremos. Pero quiero que sigas escribiéndome.
—¿Cartas?
—O lo que quieras. Pero no desaparezcas.
Diana asintió. Su sonrisa ya no era temblorosa. Era pequeña, pero fuerte. Como ella.
Y yo, sentada bajo el árbol, con el cuaderno cerrado entre nosotras, supe que había encontrado algo que no esperaba:
Una voz que hablaba desde el silencio.
Una luna que brillaba por sí misma.
Y una historia que apenas comenzaba.
No la estaba buscando. No a ella.
Caminaba por el pasillo central, aún con la cabeza llena de palabras de Diana, del sonido de su voz temblorosa y de su verdad, cuando la vi parada junto a las taquillas. Katherine. Inmóvil. Con las manos entrelazadas al frente como si llevara algo frágil, aunque solo eran sus dedos. Me miraba como si ya supiera que yo lo sabía todo.
—Anne —dijo. Su voz sonó distinta. Más baja. Más… real.
Me detuve. No dije nada. Esperé.
—Necesito hablar contigo. Aunque sea la última vez.
No asentí, no negué. Solo me quedé quieta. Y ella se acercó. No con la seguridad de siempre, sino con esa clase de paso que da quien camina sobre vidrios.
—Fui yo —dijo—. Fui yo la que se hizo pasar por “Luna”. La que te mandó ese mensaje.
Me miró. No se justificaba. Solo lo decía.
—Yo me hice pasar por ella… porque te amo, Anne.
Tragué saliva. Sentí algo dentro de mí romperse en dos. No por rabia. Por tristeza.
—Te amo desde siempre —continuó—, pero tú nunca me viste. Nunca me miraste como la mirás a ella.
Quise decir algo, pero me quedé muda. Nunca me imaginé esa verdad escondida detrás de su sonrisa segura, de su andar altivo, de sus ojos que parecían tenerlo todo.
—Cuando me enteré de que Diana te escribía… de que alguien te tocaba con palabras tan suaves, me quebré —dijo con un nudo en la voz—. Y quise ser ella. Solo un instante. Quise que me leyeras, que me vieras. Como la ves a ella.
Se acercó un paso, pero no más.
—Discúlpame —susurró—. No quería lastimarte. Solo… dolía demasiado no existir para ti.
Me dolió escucharla.
No por el engaño, sino porque entendí que, en su desesperación, había querido sentir lo que yo sentí leyendo aquellas cartas. Porque Katherine también quería ser amada sin condiciones.
Solo que eligió el camino más triste para intentarlo.
La miré. Y esta vez, la vi de verdad. No como la chica que todos admiraban. Sino como la que, en silencio, me había amado sin que yo lo supiera.
—Gracias por decirme la verdad —le dije, suave.
Y aunque su rostro se arrugó por la vergüenza y los ojos se le llenaron de lágrimas, también se alivió.
No hubo reproches. Solo una verdad que necesitaba ser dicha para que todas las demás pudieran respirar.