Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 16: El DUELO.
Narrador.
Los chismes se esparcían rápidamente por el castillo. Las sirvientas murmuraban entre ellas, los mozos de la cuadra hacían pequeñas apuestas en susurros, y los cocineros quemaban el pan distraídos con las noticias. El ambiente parecía estar cargado, como si anticipara el enfrentamiento inminente entre dos potentes personalidades.
Fue en la cocina donde Magdalena se enteró de lo sucedido. Iba a dejar la bandeja con lo que había sobrado de la merienda de Penélope cuando observó a Greta gesticulando como si estuviera dirigiendo un ejército. Harina flotando en el aire, cacerolas hirviendo, y la mesa repleta de ingredientes, como si fueran a alimentar a un gran tamaño de soldados.
—¿Qué pasa? —inquirió Magdalena, colocando la bandeja con cuidado—. Parece que os preparáis para algo grande.
Greta resopló, secándose el sudor con el antebrazo.
—¡El ministro de Oxford ha retado al conde a un duelo! ¡Y él ha dicho que sí! ¡Al amanecer! Como si no hubiera ya suficiente tensión en esta casa.
El corazón de Magdalena pareció detenerse por un instante.
—¿Realmente lo aceptó?
—¿Qué esperabas? Ese hombre no se echa atrás. Tiene más honor que todos los Oxford juntos y aún más valentía. Pero cuéntame, ¿quién se atreve a levantar una espada contra Freddy Arlington y aún vivir para contarlo?
Intentó mantener la calma, aunque por dentro se sentía agitada. Había sido idea suya… Pensó erróneamente que el ministro se asustaría. Pero la historia ya no seguía las reglas conocidas.
—¿Y Evangelina? —murmuró, sintiendo desconfianza.
—Se fue anoche. —Greta la miró con una expresión sospechosa—. Empacó sin hacer ruido y partió con sus padres. Dijo que no quería estar involucrada con el escándalo.
Magdalena frunció el ceño. Evangelina nunca se iba sin dar el último golpe. ¿Qué planeaba? ¿Por qué marcharse tan pronto, cuando su estrategia parecía funcionar?
Se retiró rápidamente, subiendo a su habitación. Tenía que estar lista. El destino se desenvolvía como un hilo en mal estado, y no estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados.
Esa noche, como era habitual, se adentró en el bosque para su entrenamiento. El guardia la esperaba, junto a una antorcha clavada en la tierra, apoyado en su espada de madera.
—Has llegado tarde —dijo sin mirarla—. ¿Preocupada por el conde?
—¿Sabías sobre el duelo?
—Todo el castillo lo sabe. El ministro desafió a Su Señoría, y Su Señoría aceptó como si fuera algo trivial.
—¿Y cómo se lleva a cabo? ¿Simplemente se matan?
El guardia asintió, lanzándole una espada de entrenamiento.
—Depende del acuerdo. Si es por honor, generalmente es a muerte. El retador escoge el arma. El conde es diestro con ambas… pero con la espada… es mortal.
Magdalena no dio respuesta. Su respiración era pesada y su cuerpo temblaba. Practicó intensamente con él, hasta que el sudor empapó su espalda y el temor le punzaba la cabeza. Al regresar a su cuarto, preparó una bolsa de medicina: vendajes limpios, alcohol, agujas, cremas y extractos de hierbas. Si algo salía mal… no permitiría que todo acabase así.
Poco antes de que amaneciera, ya con un abrigo sencillo, bajó al vestíbulo.
El conde descendía las escaleras con porte elegante y mirada decidida. Llevaba un abrigo negro abotonado hasta el cuello y una espada en el cinto. Se detuvo al verla.
—¿A dónde va, señorita Belmonte?
—Voy a acompañarlo. Sé que ya tiene un padrino, pero siempre es práctico contar con manos adicionales. Y, además… fui yo quien propuso aceptar el duelo.
Él la miró por un momento largo, como si evaluara sus palabras, sus intenciones y su rostro.
—Está bien. Pero mantenga su distancia. No quiero que se exponga al peligro por mi causa.
Minutos después, llegó un carruaje. De él salió un hombre alto, erguido, con un bigote militar y una voz firme.
—General Bresson —saludó el conde—. Agradezco su llegada.
—¿Y perderme esto? ¡De ninguna manera! —se rió el general, estrechando su mano—. Además, tengo cuentas que saldar con ese idiota de Oxford.
Se dirigieron al claro del bosque, Magdalena detrás de ellos. El cielo comenzaba a adquirir un tono gris azulado, la neblina se deslizaba entre los árboles, y el silencio era total, salvo por el crujir de las hojas secas bajo sus pies.
Al llegar al claro, esperaron.
Veinte minutos. Luego una hora.
No apareció nadie.
Magdalena se sentó sobre un tronco. Sacó una manzana de su bolso y la mordió mientras miraba el horizonte.
—Supongo que el ministro no vendrá —dijo con una sonrisa irónica—. Al menos no en presencia de testigos.
El general soltó una risa fuerte.
—¡Lo sabía! ¡Ese ratón hablador no tiene valor para enfrentarse al viejo Arlington!
El conde levantó la mirada y, por primera vez esa mañana, sonrió.
Al comenzar a regresar, el general lanzó una mirada a Magdalena.
—¿Y quién es la dama?
—La institutriz de mi hija —respondió el conde en un tono neutro.
—¿Está casada?
—No digas tonterías —replicó él, frunciendo el ceño.
—Oh, por favor. ¡Mírala! Inteligente, tranquila… y si me lo permites, hermosa. Mi hijo mayor estaría encantado.
El conde lo miró con desaprobación.
—Te callas o te dejo en el bosque.
El general rió de nuevo, inclinándose hacia él.
—No te pongas ansioso, Freddy. Solo digo lo que veo. Esa mujer… no es como las demás. Y tú, buen amigo, llevas años ocultando tu corazón bajo promesas quebradas. No dejes que la vida te pase de largo por miedo a sentir nuevamente.
El conde no dijo nada. Solo se dedicó a mirar a Magdalena mientras ella avanzaba frente a ellos, llevando su bolso al hombro y con el cabello bien atado. En ese momento, una realidad lo impactó como si fuera un descubrimiento.
Le preocupaba perderla. Y esa preocupación… no formaba parte de un plan o de un lamento.
Era amor.