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ALAS DE SANGRE

ALAS DE SANGRE

Status: En proceso
Genre:Elección equivocada / Traiciones y engaños / Poli amor / Atracción entre enemigos / Venganza de la protagonista / Enemistad nacional y odio familiar
Popularitas:1.4k
Nilai: 5
nombre de autor: Yoselin Soto

Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.

Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.

A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.

NovelToon tiene autorización de Yoselin Soto para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

CAPÍTULO 4: MIRADAS QUE DESNUDAN

...Nabí...

La oscuridad se adueñó del cielo y con eso llegó la noche estrellada. Me encontraba sentada a un lado de la cama, mirando a la nada, pero mi mente estaba atrapada en un torbellino de pensamientos. Planear mi escape de esta enorme mansión se había convertido en una obsesión, aunque no sabía ni siquiera en qué parte de Padua me encontraba. Las preguntas sobre la conexión de este hombre misterioso, Lombardi, con mi abuelo y Dante me atormentaban aún más.

De repente, el sonido del toque en la puerta me sacó de mi ensimismamiento.

Dafne, la mucama, preguntó con una sonrisa mientras hacía un gesto con la mano: —¿Señorita Nabí, puedo pasar?

Asentí, intentando ocultar el temblor en mi expresión.

Dafne entró con una canasta llena de pétalos de rosa. La imagen me desconcertó.

Con curiosidad y miedo, levanté mis manos en un gesto que significaba—: ¿Qué es eso?

—Es para su baño, señorita. —respondió Dafne amablemente—. El señor pide que se dé un baño, se cambie de ropa y baje a cenar con él.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar esas palabras.

Hice un gesto de negación con ambas manos, acompañándolo de un movimiento que indicaba—: ¿Y si me niego? —sabía que la respuesta no sería buena.

Dafne movió la cabeza en señal de negación y susurró mientras formaba un gesto de advertencia—: No es por estar del lado del señor... Pero si usted se niega... él podría no tomarlo bien.

El terror me invadió al imaginar su reacción.

Con determinación, levanté las manos y agité los brazos enérgicamente. Me metí debajo de las sábanas, sintiéndome segura. Él me da mucho miedo, no quiero verlo. No quiero tenerlo cerca de mí.

—Creo que el verdadero miedo lo tendrá si se niega y lo hace enojar —dijo Dafne con seriedad.

Mis huesos temblaron ante esa afirmación.

Saqué mi cabeza entre las sábanas e intenté protestar, pero ella interrumpió mis movimientos.

—Prepararé un delicioso baño de rosas —dijo con una sonrisa amable—. Eso la relajará. Además, hará que su piel se vea deslumbrante.

A pesar de sus palabras reconfortantes, seguí escondida debajo de las sábanas, sintiendo cómo mis piernas temblaban y un sudor frío recorría mis manos y pies. El sonido del agua llenando la bañera resonaba en mis oídos mientras un olor floral y delicado inundaba mis fosas nasales. De repente, las sábanas fueron haladas por Dafne, dejándome al descubierto.

—Hora de su baño —avisó Dafne con una firmeza que no me dejaba opción.

No paraba de mirarla mal, pero la idea de enfrentar la ira de Lombardi me aterraba aún más. Con un movimiento decidido, Dafne cerró la puerta del balcón y corrió las cortinas, envolviendo el espacio en una atmósfera más privada, aunque eso no calmara mi ansiedad.

Con toda la confianza del mundo, desabrochó el vestido que llevaba puesto, dejándome completamente expuesta. El frío del aire me sorprendió y seguí quejándome, pero ella no pareció inmutarse.

Quitó las banditas que cubrían las viejas heridas en mi cuerpo, y antes de que pudiera protestar más, me tomó de la mano y me llevó al baño como si fuera una bebé.

—Entre con cuidado —me advirtió—. Puede ser un poco resbaloso...

Asentí, mi corazón latiendo con fuerza mientras me dejaba caer suavemente dentro del agua. Al sumergirme, el calor envolvió mi piel como un abrazo reconfortante. El agua era tibia y los pétalos de rosa flotaban a mi alrededor, creando un espectáculo visual que contrastaba con el torbellino de emociones en mi interior.

Al principio, sentí una oleada de pánico; el agua era un refugio, pero también un recordatorio de mi vulnerabilidad. Sin embargo, a medida que el calor comenzaba a relajar mis músculos tensos, empecé a darme cuenta de lo placentero que podía ser ese momento. Los pétalos acariciaban suavemente mi piel y el aroma floral llenaba mis sentidos, ayudando a disipar un poco la sombra de miedo que me envolvía.

Un suspiro de satisfacción escapó de mis labios, y el sonido hizo que Dafne riera disimuladamente.

—¿Qué tal? —se burló, con esa chispa traviesa en su mirada.

Asentí, mostrando mi satisfacción.

Se sentó en el pequeño muro que había al lado de la bañera, y yo la observé mientras tomaba una esponja que, a simple vista, no parecía muy atractiva. Con movimientos decididos, llenó la esponja con un jabón líquido en un envase blanco adornado con ilustraciones de fresas. Luego, con un gesto amable, pidió permiso para tomar mi brazo y comenzó a jabonarlo con suavidad.

—Las esponjas marinas son una de las mejores opciones para pieles sensibles —comentó mientras deslizaba la esponja por mi piel—. Puede pasarlas con suavidad por todo su cuerpo y se sentirá como algodón.

Sonrió al entregarme la esponja, y aunque la idea de fregarme a mí misma me parecía un poco extraña, decidí seguir su consejo. Comencé a fregar mi cuerpo, y pronto el baño entero se impregnó del dulce aroma de fresas y rosas que me envolvía en una sensación de tranquilidad inesperada. Era como si cada burbuja que se formaba llevase consigo un poco de mis preocupaciones.

Al salir del baño, Dafne se dirigió al armario y sacó uno de los muchos vestidos que colgaban allí. Lo colocó cuidadosamente a un lado de mi cuerpo mientras me miraba en el espejo. No podía negarlo; era hermoso. Un vestido que nunca imaginé tendría en mi armario.

Siempre había optado por pantalones vaqueros, camisetas y tenis, pero este era diferente.

El vestido era de un suave color rosado, adornado con delicadas rosas y ligeros cristales bordados que brillaban sutilmente con cada movimiento.

«¿No es muy elegante?» pensé, y mi gesto incrédulo la hizo entenderme de inmediato.

—El señor es perfeccionista; por favor, use este —me instó Dafne con una seriedad que dejaba poco espacio para la discusión.

«Es solo una simple cena, en contra de mi voluntad», pensé con una risa amarga dibujada en mi rostro.

A pesar de mi desacuerdo interno, asentí sin convicción. Sabía que no tenía muchas opciones en ese momento.

Dafne se acercó para peinar mi cabello desordenado; lo transformó en algo decente por primera vez en mucho tiempo. Sus manos trabajaban con destreza y cuidado, convirtiendo mi melena rebelde en algo manejable. Mientras me miraba en el espejo, sentí una mezcla de emociones: incertidumbre sobre lo que vendría, pero también una chispa de curiosidad sobre cómo sería enfrentar esa cena vestida así.

Pasaron unos minutos y, cuando Dafne terminó de arreglarme, sacó unas zapatillas blancas con un lazo al frente. Eran sencillas, pero de alguna manera llamaban la atención. No podía creer lo bien que todo me quedaba; era casi aterrador. Me ponía los pelos de punta, pero había algo en ese momento que me conmovía de una manera extraña... Jamás había experimentado algo así.

Siempre había sido la tonta e inútil Nabí.

La invisible.

Aquella que parecía no importarle a nadie.

Dafne, con su delicadeza habitual, me ayudó a bajar las escaleras. Con cada escalón que descendía, sentía cómo mi presión arterial se desplomaba junto a mí. Intentaba respirar hondo, tratando de calmarme, pero esa paz no duraba mucho tiempo.

Y entonces lo vi.

Estaba de espaldas, y el sonido del hielo moviéndose en su vaso de cristal resonó en mis oídos como un tambor que hacía vibrar mis órganos. Este hombre era enorme. Su espalda era ancha y musculosa; la camisa que llevaba parecía ajustarse a cada contorno de su cuerpo.

Fue entonces cuando Dafne rompió el silencio—: Señor...

Él subió la mirada y se giró hacia nosotras, sosteniendo un vaso que contenía lo que parecía ser whisky.

Su mirada era intensa, como un escáner que recorría cada parte de mí. Sin pensarlo, mi instinto me llevó a tratar de esconderme detrás de Dafne.

Ella me miró con una expresión tranquilizadora, pero su esfuerzo resultaba inútil frente a aquel mastodonte que se encontraba a unos metros de mí.

Entonces nos dejó solos. Lo que para mí fue como si me hubiesen tirado a un pozo.

El aire se volvió denso y pesado; cada latido de mi corazón resonaba en mis oídos mientras luchaba contra el impulso de desaparecer.

El sudor comenzó a acumularse en mi frente y sentí cómo cada parte de mí quería salir corriendo. A pesar del miedo que me invadía, una pequeña chispa dentro de mí deseaba enfrentar este momento, aunque fuera solo por el hecho de ser vista por primera vez.

La tensión en el aire era palpable, pero había algo más: una curiosidad que empezaba a florecer dentro de mí.

¿Quién era este hombre?

¿Por qué me hacía sentir así?

Las preguntas giraban en mi mente mientras trataba de contener la respiración y no dejar que el pánico me dominara por completo.

Mis huesos parecían crujir bajo la presión de la tensión que se había instalado entre nosotros. Cada paso que él daba resonaba en mi pecho, como un eco que hacía vibrar mis entrañas. La distancia entre nosotros se reducía cada vez más, y a pesar del miedo que me invadía, había algo en su presencia que despertaba una curiosidad irresistible.

No podía mirarlo a la cara; mis ojos se aferraban al suelo, o a los primeros botones de su camisa que estaban desabrochados, revelando un atisbo de su pecho marcado. Era como si cada detalle de él estuviera grabado en mi mente, aunque mi corazón latía desbocado por la vulnerabilidad de aquel momento. El collar en su cuello, con un charm en forma de ancla, me resultaba extrañamente familiar y reconfortante. Como si ese símbolo de estabilidad contrastara con el torbellino emocional que sentía dentro de mí.

Su perfume masculino era una droga, envolvente y seductor, capaz de nublar mis pensamientos y hacerme olvidar el miedo. Cada inhalación me llenaba de una sensación embriagadora, como si ese aroma pudiera desatar partes ocultas de mí misma que nunca había explorado.

A medida que él se acercaba, el aire se tornaba más denso y cargado de electricidad. Era como si el mundo a nuestro alrededor se desvaneciera, dejando solo este momento suspendido en el tiempo. Mi corazón latía con fuerza mientras luchaba por mantener la calma.

Su presencia era abrumadora y cautivadora al mismo tiempo.

—¿Por qué no puedes mirarme a los ojos? —preguntó.

Su pregunta flotó en el aire, cargada de una tensión que me hizo querer encogerme. No podía mirarlo a los ojos, no podía enfrentar la intensidad de su mirada. Era como si, al hacerlo, revelara todos mis secretos, cada rincón oscuro de mi alma. Así que me quedé allí, inmóvil como una piedra, atrapada en un mar de confusión y deseo.

Cuando sentí su toque en mi hombro expuesto, un escalofrío recorrió mi columna vertebral. La suavidad de sus dedos era un contraste con la crudeza del momento. Su mano se deslizó con delicadeza, apartando el mechón de cabello que ocultaba mi rostro. Era un gesto tan íntimo que casi me hizo perder el aliento. Luego, con un movimiento firme pero suave, levantó mi mentón hasta que nuestros ojos se encontraron.

Fue en ese instante cuando el mundo pareció detenerse. Sus ojos grises eran hipnóticos, profundos como océanos tormentosos; había algo en ellos que me atrapaba y me desarmaba a la vez. Las cejas gruesas y pobladas le daban un aire de autoridad, como si estuviera siempre al borde de la irritación o la diversión. Su cabello negro caía desordenadamente sobre su frente, dándole un aire despreocupado y salvaje.

Inocente, bajé la mirada hacia sus labios; no eran ni gruesos ni finos, pero tenían una forma perfecta, el arco de Cupido ligeramente marcado que prometía tanto. Me sentí perdida en su belleza; era un Dios del Olimpo hecho carne y hueso, pero había algo más oscuro en él. Parecía más El Diablo; el pecado parecía rodearlo como una sombra persistente, atrayéndome hacia un abismo del cual no estaba segura si quería escapar.

Pero entonces, como si una ola de realidad me golpeara de repente, despabilé y le di la espalda. Al dar esos dos pasos hacia la cocina, sentí cómo una corriente de incertidumbre me atravesaba.

Su voz, firme y clara, cortó el aire: —¿A dónde vas?

La sorpresa se reflejó en mi rostro. Miré a la puerta de la cocina que permanecía cerrada y luego lo vi. Demostrándole mi confusión.

Su respuesta fue simple y directa: —Sí, pero no en la mansión.

Con esa revelación, la curiosidad me atrapó, como un pez en una red.

¿A dónde me llevaría?

La noche prometía algo más que una simple cena. Al salir detrás de él, la brisa fresca me envolvió como un abrazo inesperado, mientras los hombres armados a su alrededor hacían una reverencia con una determinación que me hizo sentir tanto segura como vulnerable: —¡Buenas noches, señor! —resonó en el aire, y su presencia parecía transformar el ambiente en uno de respeto y temor.

Al abrirme la puerta del copiloto, su gesto era una mezcla de caballerosidad y posesividad. Sin protestar, me deslicé dentro del lujoso interior del Rolls-Royce Phantom. El motor rugió suavemente al encenderse, y al mirar hacia atrás vi las tres camionetas que nos seguían de cerca; un pequeño ejército que custodiaba nuestra travesía nocturna. La sensación de ser parte de algo más grande me llenó de inquietud.

El camino serpenteaba a través de la ciudad iluminada, cada luz pasando fugazmente por nuestra ventana como recuerdos efímeros.

Él mantenía la vista fija al frente; su rostro era un enigma que me desafiaba a descifrarlo. Mi mano descansaba cerca de la suya, pero había una barrera invisible entre nosotros que parecía no poder ser atravesada.

Al llegar al restaurante, el bullicio y el glamour nos rodearon. La elegancia del lugar era abrumadora; personas vestidas con marcas de lujo bajaban de autos relucientes, creando un espectáculo digno de admiración. Cuando el auto se detuvo y él se movió para abrir mi puerta, sentí una mezcla de emoción y aprensión. Su mano tomó la mía con firmeza mientras descendía del vehículo; era un gesto que hablaba más que mil palabras.

El hombre que nos recibió con un saludo formal era un símbolo del mundo al que él pertenecía: poder y prestigio.

—Bienvenido, señor Lombardi. Tengo su mesa reservada; por favor, síganme. —dijo con una sonrisa calculada.

Los murmullos comenzaron a elevarse tras nosotros; las miradas curiosas eran flechas arrojadas a mi alrededor.

Cuando su brazo se deslizó por mi cintura y susurró al oído: —Pase lo que pase, no hagas nada y quédate a mi lado—, el aire se volvió espeso con la tensión entre nosotros. Era una advertencia disfrazada de protección que dejaba claro quién dominaba esta situación.

Mientras caminábamos hacia nuestra mesa, las risas y conversaciones parecían desvanecerse en un eco distante. Yo sentía cada parpadeo de las mujeres a nuestro alrededor; sus ojos lanzaban dardos cargados de celos e intriga. Era evidente que él había dejado una huella profunda en ese mundo; yo era solo un nuevo capítulo en su historia.

El ambiente estaba impregnado de sofisticación; las luces tenues danzaban sobre copas de cristal y platos finamente dispuestos. Él era como un rey entre súbditos admiradores mientras yo intentaba encontrar mi lugar en este inusual escenario.

Sentados uno frente al otro, el aire estaba impregnado de un silencio tenso, interrumpido solo por el sonido mecánico de los cubiertos sobre la cerámica. Aquel platillo, que solía ser mi favorito, se convirtió en una carga pesada, un recordatorio constante de la incomodidad que me provocaba su presencia. Las miradas a nuestro alrededor, afiladas como un cuchillo, se posaba sobre mí con una intensidad que me hacía sentir como si no perteneciera a aquel lugar.

A pesar de mi creciente inquietud, era ineludible que mis ojos buscaban los suyos. Cada cruce de miradas era un choque electrizante; su expresión fría y distante me hacía dudar de mi propia razón. La sensación de ser observada por aquellos ojos egoístas que nos rodeaban solo intensificaba mi malestar.

—No has comido ni la mitad de tu comida —dijo de repente, rompiendo el silencio como un trueno en una tarde tranquila. Me sobresalté, sintiendo cómo sus palabras se convertían en dardos lanzados a mi inseguridad.

Moví la cabeza en señal de negación y dejé los cubiertos a un lado, como si eso pudiera deshacerme del peso que llevaba encima.

Pero en un giro inesperado, él se levantó y movió su silla para sentarse a mi lado. Con movimientos seguros, tomó mi plato y comenzó a picar la carne en trozos más pequeños. Observé cada detalle: la elegancia de sus dedos largos, la forma en que su cuerpo se inclinaba hacia mí con una confianza casi arrogante. Aquel hombre parecía ajeno a las miradas curiosas que nos rodeaban.

—Toma —me ofreció con un tono que desafiaba mi resistencia—. Estás muy delgada; debes comer.

Sostenía un trozo de carne con el tenedor, casi tocando mis labios. Su mirada se tornó inquisitiva, y al ver una ceja levantarse en un gesto que reclamaba acción, me vi empujada a ceder. Sin pensarlo más, tomé el bocado y lo dejé deslizarse por mi garganta.

Él repitió el gesto una y otra vez, cada vez acercando más la comida a mis labios hasta que finalmente el plato quedó vacío.

Al terminar de comer, él regresó a su lugar, imperturbable, como si el acto de compartir la comida no hubiera tenido peso alguno. Su mirada, en cambio, se volvió distante, buscando a alguien en el bullicio del restaurante. Pronto, el mismo hombre de bigotes arqueados que nos dió la bienvenida se acercó, con un aire de servilismo.

—Puedes traerlo —ordenó con un tono que no admitía réplica.

El hombre asintió y, con un gesto casi imperceptible, hizo una seña a una mujer que se acercaba empujando un carrito. La mujer, vestida con un traje de mesera que acentuaba sus curvas, se detuvo ante nosotros, y pude sentir cómo sus ojos recorrían cada parte de mí con una curiosidad casi palpable.

—Es un placer verlo, señor Lombardi —dijo ella con una voz suave y melódica, inclinándose hacia él con una familiaridad que me incomodó profundamente. A pesar de su intento por ser profesional, había en su actitud algo que me parecía inconfundiblemente vulgar. Él asintió sin prestarle atención, su mirada fija en mí como si yo fuera el único objeto de su interés.

—Con permiso, retiraré los platos sucios —anunció la mujer mientras comenzaba a recoger lo que quedaba de nuestra comida. Sus manos se movían con gracia y deliberación, pero cada vez que sus dedos rozaban los de él, sentía que el aire se volvía más denso. La imagen de ella con su camisa con tres botones desabrochados revelando más piel de la apropiada me provocaba un asco absoluto.

La mujer, con una sonrisa que intentaba ser dulce, tomó una botella de champán del carrito y, con movimientos calculados, llenó su copa. La burbuja del líquido chisporroteante parecía bailar en el aire. Pero cuando su mirada se posó en mí, la dulzura se tornó en un frío destello que me atravesó.

—Oh, lo siento mucho, señorita —dijo ella, simulando una sorpresa que sabía era pura hipocresía.

Asentí, fingiendo restarle importancia, aunque en mi interior comenzaba a hervir una mezcla de frustración y confusión. Nunca había recibido la educación adecuada para manejar situaciones como esta; la torpeza se apoderaba de mí, y esa copa rebosante era un símbolo de mi descontrol.

La mujer soltó una risa burlona, como si disfrutara cada momento de mi incomodidad. Con un movimiento despreocupado, tomó un pastel de crema con fresas del carrito y, en un instante que pareció eterno, lo arrojó sobre mí. El desastre fue absoluto; el dulce colisionó contra mi vestido y esparció sus restos por todo mi ser.

No pude contenerme. Me levanté como un resorte, mirando el hermoso vestido que ahora era un completo desastre.

Su rostro reflejaba satisfacción, un deleite oscuro por haber logrado incomodarme ante todos. Pero al notar las miradas curiosas que se volvieron hacia nosotras, su expresión cambió drásticamente. Se convirtió en la víctima que imploraba compasión.

—Lo siento mucho, señorita —dijo, su voz ahora temblorosa—. Fue un error, por favor, discúlpeme.

—Desde que llegaste a nuestra mesa no has hecho más que incomodarme —hice un gesto amplio con las manos, señalando la mesa y la situación.

—No sé qué está tratando de decir, señorita —fingió ignorancia con una habilidad digna de aplauso—. Le juro que fue un error.

Le lancé una mirada cargada de desprecio hacia él, quien permanecía impasible como un espectador en este teatro grotesco.

La furia me envolvía como una tormenta. Sin pensarlo más, agarré la copa llena hasta el borde y, con un movimiento decidido, la vacié sobre él. El murmullo de los presentes era como un eco lejano; el escándalo resonaba en el aire.

La mujer se quedó paralizada por un momento antes de reaccionar: —¡¿Quién te crees...?!

Sin dudarlo ni un segundo, le abofeteé con toda la fuerza que tenía. La satisfacción momentánea fue eclipsada por el caos que dejé a mi paso. Miré a todos los rostros atónitos por última vez antes de darme la vuelta y marcharme de aquel catastrófico escenario.

El aire fresco me recibió al salir; con la luna creciente y las sombras alargándose, me encontraba en una situación precaria. Había logrado evadir a los guardaespaldas de ese idiota, pero la humillación seguía fresca en mi memoria. Con un montón de emociones amargas en mi paladar, finalmente logré salir a la calle. Los vigilantes, quizás distraídos por el bullicio del lugar, no me detuvieron. Era mi momento de huir.

Mientras avanzaba por la acera, los sonidos de la ciudad me envolvían: el claxon de los autos, el murmullo de las conversaciones y el olor a comida callejera que me hacía recordar tiempos más sencillos.

Caminaba, yéndome de lado en varias ocasiones, tratando de encontrar un equilibrio mientras la molestia de mis zapatillas me hacía sentir incómoda. Cada paso era una lucha entre la necesidad de escapar y el dolor que se acumulaba en mis pies. Las sandalias, que alguna vez habían sido elegantes y cómodas, ahora se convertían en una tortura.

Por otro lado, el melado de la crema del pastel en mis pechos y brazos causándome molestia y picazón. La sensación pegajosa se adhirió a mi piel como un recordatorio desagradable de aquello sucedido.

Perdida en mis pensamientos, al cruzar una esquina, tropecé con un joven y su grupo.

Hice una reverencia rápidamente como disculpa, sintiendo cómo el rubor me subía por las mejillas.

Él asintió con indiferencia, y seguí mi camino. A medida que avanzaba, la frustración comenzó a acumularse en mi pecho como una tormenta inminente. Me harté de la incomodidad de las zapatillas, que parecían tener vida propia; me las quité sintiendo el frio del cemento bajo mis pies, escuché la conversación detrás de mí.

—¿Vieron su vestido? —dijo uno de los hombres, su voz cargada de curiosidad.

—Parece costoso, ¿no creen? —respondió otro, y yo sentí un escalofrío recorrerme.

—¿Lo será? —preguntó el tercero, mientras mi corazón daba un vuelco.

Mis pasos se aceleraron; estaba huyendo. No podía permitir que notaran mi presencia ni que se sintieran intrigados por mí. La idea de ser vista como una presa fácil me llenaba de pánico.

Decidí actuar rápido. Me deslicé entre los autos estacionados en la acera y traté de perderme en la multitud. Pero el grupo no se quedó atrás; sus risas resonaban a mis espaldas.

—Echemos un vistazo —sugirió uno de ellos con una sonrisa burlona.

Mis instintos me gritaron que debía encontrar refugio. El callejón a mi derecha parecía la única opción viable. Sin pensarlo dos veces, me metí en él, sintiendo cómo la oscuridad me envolvía como un abrigo protector.

Desde mi escondite improvisado, observé cómo los hombres pasaban sin notar mi ausencia.

—¿Dónde se habrá metido? —uno preguntó con frustración.

—No lo sé, busquen por allá —respondió otro con desdén.

En medio del pánico, mi corazón latía con fuerza, como si quisiera escapar de mi pecho. Me escondí detrás de unos botes de basura, el olor a desecho y la oscuridad me envolvían, pero sabía que no podía quedarme ahí para siempre. La sensación de ser descubierta me paralizaba, así que decidí que era mejor salir de ese escondite. Tenía que escabullirme en medio de la oscuridad, regresar por el mismo camino por el que había entrado.

Con cada paso, intentaba ser silenciosa, pero el destino tenía otros planes. Tropecé con una lata que cayó al suelo con un ruido escandaloso, resonando en la noche como un grito desesperado. Al instante, las risas y voces coquetas de esos hombres se volvieron más cercanas, llenas de burla y desafío.

Mi instinto de supervivencia se activó y corrí como si mi vida dependiera de ello.

Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas, una mezcla de miedo y frustración. Sabía que tenía que encontrar un lugar seguro, pero no podía evitar sentir que cada vez estaban más cerca. Sus risas resonaban en mis oídos, una cacofonía aterradora que me impulsaba a correr más rápido. La adrenalina bombeaba en mis venas mientras zigzagueaba entre las sombras.

Finalmente, llegué cerca de un complejo residencial. Las luces brillantes iluminaban las calles y por un momento pensé que podría encontrar ayuda allí. Pero antes de poder gritar o pedir auxilio, uno de ellos me alcanzó. Su mano se cerró en mi cabello con fuerza, tirando de mí hacia atrás como si fuera una marioneta en sus manos.

El dolor me hizo detenerme en seco. Miré hacia atrás y vi su rostro burlón, y en ese instante sentí que el mundo se desmoronaba a mi alrededor. No quería ser una víctima; no quería dejar que me atraparan en su juego cruel. Con todas mis fuerzas, giré mi cabeza y traté de soltarme, pero su agarre era firme.

Los tres me rodeaban, sus miradas burlonas como cuchillos afilados, y podía sentir su aliento pesado en el aire. Jadeaban de tanto correr, pero la diversión en sus ojos era clara.

Uno de ellos, el más atrevido, rompió el silencio con una risa que me hizo estremecer.

—Mira lo tanto que nos has hecho correr —dijo, su tono cargado de burla—. Pero tu vestido lleno de diamantes era un enorme botín para nosotros.

Se acercó a mí con una confianza inquietante. La rabia burbujeaba dentro de mí. Sus carcajadas resonaron en las calles vacías y entre los edificios altos, como un eco cruel que aumentaba mi desesperación.

—Veamos qué harás al respecto —replicó, acercándose aún más. Mi cabello, pegajoso por la crema del pastel, caía desordenado sobre mi rostro y mis pechos. Era una imagen que no quería que ellos vieran, pero ya estaba fuera de mi control.

El hombre que me sostenía del pelo me acercó a su rostro, sus ojos recorrían cada parte de mí con una mirada lasciva.

—La verdad es que tú también eres muy hermosa —dijo en un tono morboso que me hizo sentir vulnerable y expuesta—. Ese vestido te queda muy bien.

Mis mejillas ardían de vergüenza mientras él observaba cómo el corset del vestido acentuaba mis pechos manchados de crema. Intenté ignorar su mirada lasciva y concentrarme en encontrar una salida.

—Parece que la fiesta de la que venías salió mal —se burló uno de sus cómplices, riendo con desprecio—. Tranquila, nosotros te trataremos bien.

La ironía en sus palabras me llenó de rabia. No podía dejar que este fuera mi destino. Recordé las historias de Nabí, donde la valentía siempre superaba al miedo. Si había algo que había aprendido de esas historias era que incluso en los momentos más oscuros había una chispa de esperanza.

—Veamos si seguirás siendo así de arisca. —se burló.

Cada toque sobre mi piel me hacía sentir indefensa, como si el mundo se hubiera vuelto un lugar hostil. De las seis manos que había sobre mí uno halo los tirantes de mi vestido, aflojándolo con la intención de quitármelo. Me sacudí con todas mis fuerzas, pero parecía que cada intento era inútil.

Sin esperármelo otra mano apretó uno de mis pechos provocándome un dolor molesto. Lo estaban disfrutando. Sentía sus miradas lascivas sobre mí, como si estuvieran despojándome de mi dignidad. Suplicaba en silencio que me soltaran, deseando que mis palabras pudieran salir de mi boca y atravesar su indiferencia, pero para ellos, mis súplicas eran solo un susurro perdido en el viento.

Mis fuerzas disminuían.

La desolación se apoderaba de mí, y el miedo se instalaba en mi pecho, pesado y frío. Estaba a punto de ser despojada de mi esencia, y esa idea me llenaba de terror.

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Eudy Brito
Capítulo muy intenso.. Dante apareció nuevamente en la vida de Nabi... Cada capítulo más emocionante
Yara Noguera
me atrapó tanto suspenso.....baje las escaleras con nabi...qué nervios!!!!
Eudy Brito
Ojalá que no sea una trampa 😞😞... Y bueno Dafne es esa amiga loca e incondicional que en algún momento todos tenemos, debió parecer un tomate 🍅🍅.. Aunque es cierto,por qué Nabi no recuerda a Daemon y a la monja??
Eudy Brito
Daemon Sor. Ana se refiere al mundo que te rodea
Eudy Brito
Daemon dejó muy en claro que no se comprometería con ninguna otra mujer. La única mujer para él se llama Nabi
Eudy Brito
Una zorra que se le quería colar en la cama a Daemon y más enemigos que enfrentar.. Aunque yo creo que Nabi es hija de Volkov que sucederá si eso es así??? Cada capítulo más emocionante
Alex-72
Nunca había imaginado que alguien describiera tanto como yo ✨🤩
Yoss: Muchas gracias, disfruta la lectura, la escribo con el corazón.❤️
total 1 replies
Eudy Brito
Nabi, Daimon no te dejará ir por nada del mundo
Eudy Brito
Adoro como la cuida y protege. Aunque sea tosco
Eudy Brito
Nabi ha pasado por mucho y merece ser realmente feliz
Eudy Brito
Nabi a ese loco que tienes a tu lado lo conociste en el orfanato y por alguna razón lo olvidaste. Dentro de todo te salvó
Eudy Brito
Hay Nabi, me parece que diste en el blanco cuando le escogiste el nombre a Daemon, es el demonio en persona, y por tí hará que arda el fuego del infierno por defenderte y hacerte justicia. Empezando por ese par de viejos desgraciados que han hecho de tu vida un martirio
Eudy Brito
Pobre Nabi, está atrapada entre el odio de su propia familia y la obsesión de Daemon
Eudy Brito
Le salió competencia a Daemon uyy
Eudy Brito
No debió abrir la puerta 🤦🏽‍♀️🤦🏽‍♀️🤦🏽‍♀️ por lo leído a Dante le gusta su sobrina
Eudy Brito
Desgraciada, mal agradecida. Daemon apúrate en encontrarla antes de que le hagan más daño a Nabi
Eudy Brito
Ojalá que llegue alguien y la salvé 😢😢😢😢
Eudy Brito
Ahora sí se preocupa su tío ¿ dónde estaba?? Cuando no le importó como la humillaron y sacaron a la calle?? Que hipócrita
Eudy Brito
Que nervios 😱😲😲
Jefrii
una historia para no dejar de leer!! es impresionante por lo que tiene que pasar Nabi!.
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