Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 19: CARTA DEL REY.
NARRADOR.
Desde el encuentro con Evangelina, el conde Arlington mostraba un cambio notable. Callado durante las comidas, siempre con el ceño fruncido, parecía estar distante incluso con su hija, quien le miraba con la dulzura de alguien que no comprende por qué su héroe se ha vuelto tan serio. Magdalena sentía la necesidad de preguntar, pero no se atrevía. Era evidente que algo le pesaba en el corazón, y pensó que esa carga se llamaba Evangelina.
Sin embargo, lo que más la preocupaba era el silencio, la falta de información no era una buena señal, esa mujer no se daría por vencida tan fácilmente. Evangelina debía estar planeando algo y le magdalena no sabía que esperar y eso la tenía buscando formar de anticipar cualquier nuevo cambio en la trama.
Esa mañana, para despejar su mente, Magdalena pensó en hacer algo distinto.
Con la ayuda de Greta, improvisó dos trajes de baño: uno para Penélope, confeccionado con telas livianas y en colores suaves, con un diseño cómodo, pero aún conservador, y otro para ella, más reservado y acorde a las modas del momento, con mangas largas, un cuello alto y una falda amplia que llegaba hasta la mitad de la pierna.
—¿Vamos al lago? —preguntó la niña con brillo en los ojos.
—Sí. Pero será nuestro secreto —respondió Magdalena en un suave susurro—. Hoy te enseñaré a nadar.
—¿Nadar? ¿Como los peces?
—Exactamente. Pero será con más estilo —sonrió.
Cruzaron el jardín trasero hacia la parte este del castillo, donde el lago tocaba la muralla. Allí, en un rincón protegido por sauces llorones y juncos altos, el agua era más baja, apenas alcanzando la cintura. Magdalena quiso enseñarle por una razón: en caso de que ocurriera algo malo, si Evangelina regresaba, si la historia seguía su cruel curso… al menos Penélope tendría una oportunidad de escapar.
Una posibilidad de salvarse.
—Papá no me deja meterme —dijo la niña, contemplando el agua con interés y temor.
— Él no lo sabrá. Y no estamos desobedeciendo. Solo aprendemos algo valioso.
Magdalena comenzó con movimientos suaves, mostrándole cómo flotar y mover los brazos sin angustia. Penélope temblaba al principio, pero poco a poco, entre risas y chapoteos, se fue sintiendo más confiada.
—Lo haces muy bien —la animó—. Ya sabes lo más fundamental: no tener miedo.
Tras un tiempo, salieron del agua con el cabello mojado y las mejillas sonrojadas. Magdalena ayudó a Penélope a vestirse mientras la envolvía en una manta. Estaban a punto de regresar al castillo cuando el sonido del puente levadizo rompió la tranquilidad como un rayo.
El crujido de las cadenas resonó en las paredes de piedra. Un carruaje, cubierto por cortinas de terciopelo azul y tirado por caballos bien cuidados, cruzó la entrada principal con un porte majestuoso.
Penélope se enderezó de inmediato.
—¡Es el mensajero de mi tío! ¡Vamos al palacio!
Magdalena se quedó sin moverse.
¿Palacio? ¿Tío? ¿Qué era todo esto?
En la versión original nunca se mencionaba a una familia real. Mucho menos había un lazo directo entre el conde y la monarquía. El cochero bajó del carruaje y, sin pronunciar palabra, le entregó un sobre sellado al mayordomo, quien lo recibió con respeto. Magdalena, todavía perpleja, se acercó sin pensarlo.
—Déjemelo a mí —dijo tranquilamente—. El conde todavía no ha vuelto del hospital. Se lo haré llegar tan pronto como regrese.
El mayordomo, sin tener dudas, le pasó la carta. Magdalena la sostuvo con ambas manos, sintiendo que algo de curiosidad, algo extraño, se infiltraba en las rendijas de la historia.
El sello era inconfundible. Una doble flor de lis, grabada con detalle en la cera dorada.
El sello de la realeza.
Se dirigió a su habitación como si cargara con dinamita. Sentía la necesidad de romper el sello, de leer, de descubrir qué nuevo capítulo se estaba escribiendo. Pero se contuvo. El conde lo notaría. Y si la historia estaba tambaleándose, debía mantener su lugar… al menos por un tiempo.
Pasó la tarde en un estado casi de ensueño. Jugó con Penélope, organizó su ropa, preparó una pequeña maleta sin entender el motivo. El peso de la carta seguía resonando en su mente.
¿Qué estaba sucediendo?
¿Quién más aparecería?
¿Y qué significado tenía todo esto si la novela original ya no existía?
Cuando el conde llegó esa noche, su rostro mostraba los signos de dos noches sin dormir. Tenía ojeras marcadas, labios agrietados, y caminaba más despacio de lo habitual. Parecía un hombre que guardaba más de un secreto.
Magdalena avanzó y le entregó la carta.
—Esto ha llegado para usted, señor. Enviado por un mensajero del palacio.
Él se detuvo. Al ver el sello real, su expresión se tornó seria. Se dirigió al salón, se sentó frente al fuego y rompió el sello con cuidado. Leyó en silencio, sin mostrar ninguna emoción. Magdalena no se atrevió a respirar. Cuando terminó, plegó la carta lentamente y la guardó en su abrigo.
—Prepare maletas para un par de días. Partimos al amanecer.
—¿Sucede algo, señor? —inquirió ella, tratando de sonar tranquila.
Él la miró sin esbozar una sonrisa.
—Mi primo, el rey, ha pedido que esté en el palacio. Penélope y usted vendrán conmigo. Si no lo hago, su esposa me reprochará es una dama especial—añadió con una leve y cansada sonrisa—. La reina tiene cariño por mi hija.
Magdalena quedó paralizada.
¿El rey era su primo?
¿Y por qué no había ninguna mención sobre esto en los recuerdos de Magdalena?
Sintió un frío intenso que la desorientaba. Parecía que el mundo en el que había despertado se desvanecía ante ella. El guion ya no tenía utilidad. Los nuevos personajes no eran meros extras. Y lo más preocupante era que ella ignoraba qué papel iba a desempeñar en esta nueva versión.
—¿Le pasa algo? —preguntó insistentemente el conde.
—No, señor —respondió con un leve gesto de sonrisa—. Solo estoy recordando lo que necesito llevar.
Él asintió y se puso de pie.
—Está bien. El viaje será largo el palacio se encuentra lejos de la ciudad. Sería mejor descansar pronto.
Cuando el conde se marchó, Magdalena se quedó sola en la sala, con el fuego ya casi apagado.
El castillo, que fue una vez un refugio silencioso, ahora parecía la antesala de un evento más grande, más peligroso.
Y ella aún no sabía si debía actuar… o huir.