Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 24
La boda de Anastasia y Santiago fue una celebración luminosa y profundamente íntima, muy distinta de la opulencia con la que Griselda se había casado semanas atrás. La Capilla de Cristal, ubicada en lo alto de una colina, parecía sacada de una pintura: los vitrales lanzaban destellos multicolores sobre los invitados, mientras el sol del mediodía bendecía con su luz dorada a los novios.
Anastasia caminó hacia el altar del brazo de su madre, la duquesa Evelyne, quien esta vez lucía menos fría, más serena. Había elegido un vestido de seda plateada, sin excesos, y una tiara discreta. Anastasia, por su parte, parecía flotar en un vestido marfil, bordado en hilos de oro viejo. El velo era corto, sujeto con peinetas de nácar que antes habían pertenecido a su abuela.
—¿Estás segura? —le susurró Evelyne justo antes de entregarla.
—Tan segura como que soy tu hija —respondió Anastasia con una sonrisa nerviosa.
Santiago la esperaba al frente con un traje oscuro, sobrio pero elegante, y una expresión que mezclaba adoración y nerviosismo. Cuando tomó su mano, el temblor en sus dedos delató que, por mucho que hubiese estado en guerras y duelos, nunca había estado tan vulnerable como en ese instante.
La ceremonia fue breve pero emotiva. El sacerdote habló del amor como una alianza de voluntades, y del matrimonio como una batalla en la que ambos deben luchar del mismo lado. Hubo risas suaves cuando Santiago prometió que no dejaría que Anastasia “gobernara su vida entera”, y más aún cuando ella replicó: “Eso ya es inevitable”.
Los invitados aplaudieron cuando se besaron. Evelyne soltó el aire que no sabía que retenía y se permitió aplaudir también, con orgullo contenido.
Esa noche, en el banquete, mientras se brindaba por los recién casados, Griselda y Filip —llegados especialmente para la ocasión— compartieron miradas cómplices. Las hermanas Montclair, cada una desde su nueva vida, sabían que el amor había comenzado a florecer donde alguna vez hubo dudas, miedos y rivalidades.
***
Semanas después, el castillo Montclair acogió una celebración que nadie hubiese predicho: la boda de Lucinda.
No hubo pompa real ni vestiduras de cuento. Fue un evento mucho más sencillo, pero cargado de significado. Evelyne, como siempre, había organizado todo con eficiencia —aunque esta vez, con una atención especial que sólo alguien muy atento podría notar—. Había cumplido su promesa.
Lucinda vestía un traje color crema, sin corsé apretado ni cola exuberante. Se negó a llevar velo, pero aceptó una corona de flores frescas sobre su cabello suelto. Caminó sola hasta el altar. No por falta de acompañante, sino por decisión propia. Quería dar ese paso por sí misma.
Elías la esperaba con una sonrisa tranquila y ojos que no juzgaban. La había conocido con sus aristas más filosas, y aun así había decidido quedarse. No para salvarla, sino para caminar junto a ella.
—¿Estás segura? —le preguntó al tomar sus manos.
—No. Pero quiero intentarlo contigo.
Elías soltó una risa suave, y el sacerdote continuó sin interrumpir. Nadie esperaba perfección en esa unión. Pero sí había esperanza.
Griselda y Anastasia estaban entre los primeros bancos, junto a Filip y Santiago. Las hermanas miraban con discreto asombro cómo Lucinda —la temida, la orgullosa, la amargada— había bajado por fin la guardia.
Evelyne, desde su sitio, no aplaudió. Pero sonrió. De forma tenue. Sincera.
Esa noche, durante el banquete, Lucinda se acercó a ella. No llevaba copa en mano, ni una excusa rebuscada.
—Gracias —dijo simplemente—. Por no darme por perdida.
Evelyne la observó por un instante. Asintió una sola vez y respondió:
—Haz que valga la pena.
—Lo haré.
Y se alejó para bailar con Elías, por primera vez sin miedo al juicio ajeno.
***
En el silencio de la noche, mientras todos dormían, Evelyne caminó por el jardín trasero del castillo. Miró al cielo estrellado y pensó en su esposo, en la promesa que le había hecho, en los años difíciles y en los cambios que no pensó vivir.
Tres hijas. Tres bodas. Y ninguna igual.
Griselda, la valiente que se hizo princesa.
Anastasia, la impulsiva que encontró a un hombre que la desafía con ternura.
Y Lucinda… la más difícil de amar, pero quizás la que más necesitaba ser amada.
La duquesa cerró los ojos y, por primera vez en años, sintió que su labor como madre —incluso como madrastra— había sido completada.
Tal vez no perfecta, pero sí auténtica.
Y en su mundo, eso era suficiente.