Briagni Oriacne es una mujer como mucha fuerza mental, llega a un momento de colapso donde su felicidad se ve vista en declive ¿Qué hará para alcanzar la felicidad ?
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Eran Completamente Suyos
El carro se detuvo frente a su casa de dos pisos, y Briagni bajó con los brazos llenos… no de maletas, sino de vida. Uno a uno, con delicadeza absoluta, los sostuvo en sus brazos, mientras Micaela la ayudaba con las bolsitas de regalos, las mantas del hospital, las credenciales y las flores marchitas que no quiso dejar.
Entrar por la puerta fue como cruzar un umbral invisible. La casa olía a ella, a hogar, a madera y lavanda. Y ahora también, a leche tibia y piel de bebé. El cuarto que con tanto amor había preparado semanas antes, con cuna doble y estrellas en el techo, la recibió con una calidez distinta. Como si todo ese espacio hubiese estado esperando exactamente este instante.
Se sentó en la cama con los dos en brazos. Eliander, con su cabecita pálida recostada contra su pecho, y Aineth, más inquieta, moviendo los deditos dentro del gorrito de algodón. Aún no podía creerlo. No uno, sino dos… tan suyos, tan reales, tan pequeños.
Micaela apareció detrás de ella con una sonrisa y le dejó una taza de agua de canela y una cajita con pañales miniatura.
—Parece de mentira todo esto —susurró, sentándose a su lado—. Pero tú lo hiciste real, Briagni.
Ella solo sonrió sin responder. No necesitaba palabras. Solo bajó la vista a sus bebés y los acarició con una ternura que le brillaba hasta en las pestañas.
A media mañana llegaron sus padres, Ariadna y Samuel Elías, con los brazos cargados de bolsas. Una con bodys diminutos, otra con dos paquetes de pañales, una toalla de ositos y un termo de sopa caliente. Ariadna no pudo contener las lágrimas al ver a sus nietos.
—Se parecen a ti cuando naciste, hija —dijo mientras acomodaba a Aineth sobre un cojín—. Pero esos ojos… esos ojos son de otro mundo.
Samuel, en silencio, los observó a ambos, como si sus ojos quisieran retener para siempre esa imagen: su hija, madre, la casa llena, la vida multiplicada.
Esa noche, cuando todos se fueron y Micaela dormía en su habitación, Briagni se quedó sola con sus hijos, acunándolos en la mecedora junto a la ventana. Afuera, la ciudad dormía. Adentro, respiraban tres corazones.
Los miró… y con un gesto casi inconsciente, les susurró
—Mi Eliander… mi Aineth… ustedes no lo saben aún, pero vinieron a darme algo que nadie más me ofreció: un hogar dentro de mí misma.
Se quedó así un largo rato, sin miedo, sin dolor, solo con la certeza de que, aunque ella fue la que los eligió… eran ellos quienes ahora le daban razón a todo.
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Apenas amanecía cuando Briagni, con una mantita de algodón sobre los hombros y los dos bebés acurrucados a su lado, los observó con el corazón palpitando despacio, en ritmo con la vida nueva que había traído al mundo.
Los contempló, embobada, como si no pudiera decidir por cuál empezar a maravillarse.
Aineth, la niña, dormía con la boquita apenas entreabierta, revelando un suspiro tibio. Tenía el cabello finito, rubio como la miel iluminada por el sol, con ondas suaves que apenas se enroscaban sobre su frente y detrás de sus orejitas diminutas. Su piel era blanca como leche, tan delicada que dejaba entrever venitas suaves en las sienes. Pero eran sus ojos los que más la hipnotizaban…
—¿Qué eres tú, una mezcla de cielo y tierra? —susurró Briagni.
Eran ojos que no se decidían entre el azul profundo de su padre y el cálido marrón claro de ella, así que combinaron ambos en una mezcla única, casi dorada, como si hubieran sido pintados con la paleta de un atardecer.
A su lado estaba Eliander, de cabello castaño oscuro, lacio como el agua quieta, que caía recto sobre su frente. Su carita era redonda y serena, y tenía una paz antigua que la conmovía. Su piel también era blanca, impecable, casi de porcelana, pero sus ojos… ay, sus ojos.
Azules. Profundos. Claros como el hielo, pero cálidos como su mirada recién llegada al mundo.
—Tú sí que saliste como tu padre —le dijo en voz baja, acariciándole la naricita recta—. Aunque no lo conozcas, lo llevas en cada rasgo.
Él abrió los ojos unos segundos y la miró con tal fijeza que ella juró que entendía.
Los envolvió a ambos con su abrazo, sintiendo que en esos cuerpos minúsculos cabía el amor más grande que jamás había sentido. Cada uno con su luz, con su mezcla perfecta de pasado y futuro.
Ella los había creado, uno con el recuerdo tierno del hombre que un día ella penso para ser padre, y otro con todo el amor que había en su pecho.
Y ahora estaban ahí, respirando con suavidad, eran completamente suyos.