Camilo Quintero es un hombre arrogante, que no tiene reparos en hacer sentir mal a los demás. No cree en el amor y se niega rotundamente a casarse. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando su abuelo lo destituye del cargo de CEO, le quita todas las tarjetas de crédito, su dinero y le da un año para que consiga un trabajo digno y cambie su forma de ser.
En medio de su nueva realidad, Camilo conoce a Lucía Fernández, una joven humilde, sencilla y amorosa, todo lo contrario a él. Por circunstancias del destino, terminan conviviendo juntos y, poco a poco, se enamoran. Sin embargo, la familia de Lucía no lo acepta, convencida de que su hija merece a alguien mejor y no a un “bueno para nada” como Camilo.
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CAPITULO 3
Lucía entró a la cocina unos minutos después. Lo encontró lavando los pedazos como si pudiera unirlos de nuevo con esperanza.
—Perdóname… mi abuela es… bueno, es algo especial.
—¿Especial? —preguntó él, volteando la cabeza—. Esa señora fue entrenada por el ejército para destruir la autoestima de la gente.
Lucía rió, por primera vez desde que lo conocía. Y esa risa hizo que todo valiera la pena.
—No es tan mala… en el fondo.
—¿Y a qué profundidad queda ese fondo? Porque estoy considerando bucear con un tanque de oxígeno para encontrarlo.
—Créeme, yo llevo años viviendo con ella, y aún no lo encuentro —respondió Lucía, apoyándose en la pared y cruzando los brazos.
Camilo la miró. Era hermosa Lucia estaba haciendo que su corazón volviera a latir por una mujer. A pesar de vivir en esa pensión vieja, sus ojos brillaban con vida. No era una princesa, pero para él era más que suficiente. De pronto, sintió que, por muy rotas que estuvieran sus circunstancias, tal vez aún tenía algo por lo cual luchar.
—Si algún día consigo trabajo… te invito a un café. Uno en taza de verdad.
—¿Con oreja? —preguntó Lucía, levantando una ceja.
—Con oreja, sin óxido y hasta con plato. ¡Lujazo!
Lucía rió de nuevo. Pero justo entonces, Angie apareció por la puerta con su bastón en la mano y un ojo entrecerrado.
—¿Y ustedes qué tanto cuchichean? ¿Planeando la boda o qué? Porque si este muchacho piensa que va a vivir aquí gratis y además va a embarazar a mi nieta, que se vaya olvidando. No crío a los mantenidos e inútiles.
—¡Abuelita! —gritó Lucía, con la cara como un tomate bien rojizo.
Camilo, por su parte, solo pudo sonreír. Aunque estuviera en la ruina, aunque no tuviera ni cinco pesos en el bolsillo, aunque lo trataran de inútil… ese lugar empezaba a parecerle hogar. Uno raro, caótico, lleno de pantuflas de conejo y sarcasmo venenoso… pero hogar al fin y al cabo.
Angie se fue resoplando, hablando sola mientras arrastraba las pantuflas. En la sala, Lucrecia escondía otra carcajada detrás de su tejido.
—Te acostumbrarás —dijo Lucía, dándole un golpecito en el hombro—. O morirás en el intento.
Camilo suspiró.
—Preferiría conseguir trabajo antes de morir, pero bueno, uno se adapta a lo que sea.
—Eso es lo que quiero ver —dijo Angie desde el fondo, sin que nadie le hablara—. ¡Adaptarte fregando el baño, que también es parte del alquiler!
Camilo levantó la mirada al cielo.
—Señor… si tienes algún trabajo allá arriba, mándamelo antes de que esta señora me entierre con escoba y todo.
Y esa noche, entre quejas, risas contenidas, y un pedazo de queso que seguía en el suelo, Camilo sintió que, tal vez, su vida apenas estaba empezando.
Un nuevo día comenzaba, aunque para Camilo eso no significaba nada especial. Se revolvió entre las cobijas como un gusano atrapado, estirándose por completo hasta dejarlas hechas un desastre. Se quedó mirando la cama con resignación.
—No sé ni por dónde empezar —murmuró rascándose la cabeza—. Esto de tender la cama se parece a la ingeniería espacial.
Con un bostezo, se arrastró hasta la puerta del baño. Al llegar, la manija no cedió, no abrió . Cerrado por completo y golpeó dos veces.
—¡Oye! ¿Quién está ahí adentro? ¡Me estoy meando!
Pero nada. Nadie contestó. Camilo sintió un retorcijón en el estómago. Su vejiga estaba al borde del colapso. Instintivamente, se agarró sus partes con una mano, casi como si eso ayudara a mantener todo bajo control.
En ese momento, una voz áspera como lija le heló la sangre.
—Aparte de inútil, sos un pervertido a punto de masturbarse. ¡Cochino mantenido!
Camilo se volteó de golpe, y justo entonces sintió el impacto seco de un bastón golpeándole la cabeza. Era Angie, la abuela la dueña de la pensión, de unos sesenta y cinco años pero con alma de sargento.
—¡Ay! —exclamó sobándose la coronilla—. Buenos días, señora grosera. Y no estoy haciendo nada raro, ¡me estoy aguantando las ganas de orinar!
—Ajá, claro —resopló Angie con una ceja arqueada—. Como si no te hubiera visto. ¡Degenerado! Ya ni respeto hay. Mejor te ponés a ver si conseguís trabajo, que aquí no vas a vivir de aire, mantenido.
Camilo tragó saliva con dificultad, como si fuera vidrio molido. Bajó la cabeza, vencido, y se fue arrastrando sus pies de regreso a su habitación, con la vejiga a punto de reventar.
—Un día más en el paraíso —masculló.
Al entrar, sus ojos recorrieron desesperados el cuarto hasta que vieron una botella de agua vacía junto a la cama. Dudó unos segundos, pero la necesidad era más fuerte que la dignidad.
—Dios me perdone por lo que estoy apunto de hacer—susurró, y se puso en posición.
Justo cuando estaba en plena faena, la puerta se abrió de golpe como si la abuela supiera todo.
—¡El baño ya está libre! —anunció con voz fuerte.
Pero se quedó congelada al ver a Camilo orinando en la botella. Hubo un silencio incómodo... y luego una carcajada contenida.
—Definitivamente, sos un cochino, un pervertido y un inútil —dijo la señora con una sonrisa burlona antes de cerrar la puerta y marcharse.
Camilo se quedó paralizado, deseando que la tierra lo tragara.
—Esto no me puede estar pasando —dijo, mirando al techo buscando respuestas.
Pero eso no fue todo. Cuando finalmente salió al pasillo, camino al baño con la esperanza de darse una ducha que lo hiciera olvidar el ridículo, notó que todos lo miraban. Algunos se tapaban la boca para no reírse, otros cuchicheaban descaradamente.
—¿Ya escuchaste lo de la botella? —murmuró una señora mayor a su vecina.
—¡Y en su propio cuarto! ¿Qué clase de animal hace eso?
Camilo apretó los dientes.
—Vieja chismosa... —susurró entre dientes.
Entró al baño tratando de ignorar las risas a su alrededor. Se desvistió con torpeza, encendió la ducha esperando consuelo en el agua caliente, pero lo que recibió fue una lluvia helada directamente salida del polo norte. Pegó un grito desgarrador que hizo eco por toda la pensión.
Desde el otro lado de la puerta, la risa aguda de Angie se dejó oír como una puñalada de burla.
—¡Para que se le baje lo cochino que eres! ¡Eso te pasa por andar orinando botellas!
Camilo tiritaba de frío, con los dientes chirriando,mientras se enjabona todo su cuerpo a la velocidad de la luz.
—Extraño a mis abuelos... —susurró con nostalgia—. Al menos mi abuelita Anastasia me preparaba chocolate caliente, no estas duchas de tortura.
Salió del baño envuelto en una toalla vieja y medio mojada, solo para encontrarse con una nota pegada en la puerta de la cocina. La letra era inconfundible:
“Aquí no se aceptan cochinos. Hasta que no laves la botella, no hay desayuno.”
—¡Maldita sea, Angie! —gritó, mientras las carcajadas de los inquilinos lo acompañaban como una orquesta de ridículo...
Continuara...
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