¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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No estoy lista para esto
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Dos líneas.
Positivas.
La prueba de embarazo seguía ahí, en mis manos, como si se burlara de mí.
Tan rosa. Tan amable.
Como si dijera “felicidades”, en vez de: “tu vida acaba de cambiar para siempre”.
Me temblaban las piernas.
Estaba sentada en el retrete, encerrada en un cubículo del baño del instituto. Ni siquiera recordaba en qué momento había dejado de respirar.
Solo… no podía dejar de mirar esa cosa.
¿Cómo llegué a esto?
¿Cómo demonios dejé que pasara?
Hace apenas unas semanas todo era perfecto.
Mamá ya había hablado con el abogado de la disquera.
El contrato estaba listo.
Tenía nombre artístico, página web, cuenta verificada en redes.
Habíamos hecho una sesión de fotos promocional que me dejó flotando dos días.
Mi primer sencillo estaba en proceso.
Tenía una canción a medio terminar que iba a grabar en estudio.
Todo fluía.
Todo tenía sentido.
Y ahora esto.
Apoyé la frente en las rodillas.
Me ardían los ojos.
No quería llorar. No todavía.
Esto tenía que tener una explicación. Tenía que haber un error.
—Lía… ¿todo bien ahí? —la voz de Sofía me atravesó desde el otro lado de la puerta. Sonaba bajito, preocupada.
No contesté.
Quizás la prueba falló.
Quizás era una broma.
Quizás había comido algo raro.
Quizás el estrés, el calor, la presión…
Quizás…
—Lía, contéstame, porfa… me estás asustando.
Tragué saliva. Cerré los ojos con fuerza.
No.
No podía ser real.
Teníamos cuidado. Siempre.
Nico incluso… es el primero en recordarlo. El primero en asegurarse de que nos cuidáramos.
Sentí náuseas.
Me incliné hacia adelante, por un momento para vomitar de nuevo.
Sentí un dolor seco en el pecho, que se quedó ahí, como si me apretaran las costillas desde dentro.
Golpearon la puerta otra vez.
—Lía. Ábreme. ¿Que te salió? Me tienes preocupada. Por favor.
Me obligué a levantarme, tambaleándome un poco hasta la manija.
La abrí despacio.
Sofía me miró.
Y entonces lo supo.
—Ay no… —dijo, bajando la mirada al objeto que yo aún sostenía en la mano—. No… Lía…
Yo solo asentí.
Una vez.
Y ya no pude aguantar más.
La abracé.
Y rompí en llanto.
Me lavé la cara antes de salir del baño.
Tres veces.
Pero aún sentía la piel tensa, como si las lágrimas hubieran dejado una marca invisible que ardía con el aire.
Sofía no dijo nada más. Me acompañó hasta la puerta del salón y se despidió con una mirada que decía: “Si me necesitas, aquí estaré”.
Entré tratando de actuar como si no pasara nada.
Como si no tuviera una bomba de tiempo en el vientre.
Como si no me hubieran cambiado la vida con dos rayitas color rojo.
Me senté en mi puesto, al lado de Matteo.
—Hola —me dijo él, con su sonrisa de siempre, aunque hoy era más bajita, más suave.
Le respondí con un gesto. Ni siquiera sé cuál. Algo con la cabeza.
Pasaron unos segundos.
Entonces me miró de reojo.
—¿Estás bien?
Lo miré. Rápido. Y luego bajé la vista a mi cuaderno.
—Sí. Solo tengo sueño —mentí.
Él asintió, pero no parecía convencido. Jugaba con el borde de su lapicero, haciéndolo girar sobre el escritorio.
Yo trataba de concentrarme en la profesora que ya había empezado a hablar, pero las palabras entraban por un oído y salían por el otro.
De pronto, sin mirarme, Matteo soltó:
—¿Y Nico?
Lo miré, extrañada.
Parpadeé.
Dos veces.
—¿Qué pasa con Nico?
—Nada. Solo preguntaba —dijo, encogiéndose de hombros, pero estaba visiblemente nervioso. Como si hubiese dicho algo que no quería decir.
Lo observé bien.
Los ojos, la forma en que apretaba los labios, cómo evitaba mirarme.
Y entonces lo vi.
La pregunta.
La incomodidad.
La forma en que había dicho Nico como si no le gustara decirlo.
Fruncí las cejas.
—¿Te gusta Nico?
—¿Qué? —preguntó él, tragando duro—. ¿Qué estás diciendo? Solo preguntaba por él.
Lo seguí mirando fijamente en silencio con la ceja levantada.
Matteo giró hacia mí, con las mejillas coloradas.
—Ay por Dios… —dije, entre risas bajitas—. Te gusta.
Matteo se tapó la cara con las dos manos.
—No te burles —murmuró, avergonzado.
—¡No me burlo! —dije, riendo bajito ahora de verdad—. Solo que… no lo vi venir. Pero bueno, lo lamento en el alma…
Hice una pausa dramática, me acomodé en el asiento y dije:
—…es mío. Así que consíguete el tuyo.
Matteo soltó una risa ahogada, avergonzado, y se encogió un poco sobre el escritorio.
—No puedo competir con eso —murmuró—. Igual, te traje chocolate. Del que te gusta. Para ver si hoy sí te animas a comer algo.
Sacó el chocolate del bolsillo del buzo y me la ofreció.
Mi favorito.
Y fue solo destaparla y olerlo…
Bam.
Una ola de náuseas me golpeó de frente, tan fuerte y tan repentina que no me dio tiempo a pensar.
Me cubrí la boca con la mano y me levanté de golpe.
Sentí que todo el salón giraba.
Ignoré a la profesora llamándome.
Ignoré a Matteo que se paró detrás de mí, sorprendido.
Salí del aula como si se me fuera la vida.
Y en parte… se me iba.
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Apenas había salido del aula cuando una de las asistentes administrativas se me acercó con una expresión neutral.
—Señorita Lía Castellanos, la consejera Sánchez la está esperando en su oficina.
—¿Ahora? —pregunté, con el estómago haciéndose un nudo.
—Sí, por favor.
El trayecto fue corto, pero me pareció eterno. Al llegar, noto de inmediato a Vanessa sentada frente al escritorio, con una sonrisa que no podía esconder su satisfacción. Mi corazón empezó a latir con fuerza.
—Toma asiento, Lía —dijo la consejera Sánchez con voz grave y formal.
Me senté, sin poder evitar mirar de reojo a Vanessa, que parecía estar disfrutando cada segundo.
—Vanessa, por favor espera afuera —indicó la consejera luego de unos segundos.
Vanessa se levantó con un dejo de teatralidad, se acomodó el cabello y salió, dejando la puerta entreabierta. La consejera suspiró y clavó los ojos en mi
—Según tu compañera, por accidente escuchó una conversación delicada en los baños. ¿Hay algo que quieras decirme?
Baje la mirada, sintiéndome expuesta, atrapada.
—¿Nada? —insistió la mujer, sin levantar la voz, pero firme.
El silencio pesó. Finalmente, la consejera se apoyó en el respaldo de su silla.
—Lía… No puedes seguir estudiando en esa condición.
Levante la vista, confundida.
—¿Perdón?
—Tendrás que suspender el año lectivo. Si decides retomarlo, deberás esperar a después del parto… tal vez.
—¿Pero qué? —susurrre, con la voz quebrándose—. Faltan solo unos meses para la graduación. No se me notará la barriga para entonces… puedo…
—El reglamento del instituto es claro —interrumpió la consejera—. No está permitido que estudiantes embarazadas sigan asistiendo a clases presenciales. Damos un ejemplo, y no es el tipo de ejemplo que queremos proyectar.
Sentí cómo la rabia se mezclaba con la impotencia.
—¿Y si no lo tengo? —dije de pronto, sin pensar. Pero al ver la expresión horrorizada de la consejera, me arrepintí de inmediato de haber hablado.
—Eso sería aún peor —respondió la mujer, en tono duro—. ¿Pretendes asesinar una vida y volver aquí como si nada? ¿Qué ejemplo crees que darías a tus compañeras?
la miré con los ojos abiertos, llena de frustración.
—Entonces… ¿significa que tener una vida dentro de mí ya es motivo para que me castiguen?—subí mi tono de voz indignada.
—¡Cuida tu tono, jovencita! —dijo la consejera, severa—. El pecado fue haberte acostado con un chico a tu edad sin cuidarte. Nadie te obligó. Esto no es un castigo, son consecuencias.
Apreté los labios, conteniéndome.
—Estás suspendida por un año. Si decides volver, será en la jornada nocturna, cuando ya hayas tenido a tu hijo. Llamaré a tu madre para que venga mañana temprano. Si aún no sabe lo que ocurre, te sugiero que se lo digas antes de que yo lo haga.
La consejera hizo una pausa y luego bajó la vista a unos papeles en su escritorio.
—Ya puedes retirarte.
Me levanté despacio, sintiendo que cada paso al salir de esa oficina pesaba más que el anterior. Afuera, Vanessa ya no estaba. Solo el vacío del pasillo y el sonido de mi propia respiración entrecortada me acompañaban.
Caminaba sin rumbo por el pasillo tras salir de consejería.
La cara empapada, los ojos como vidrio empañado.
No veía a nadie, no escuchaba nada.
Hasta que sentí que alguien me tomaba suavemente del brazo.
—Lía… —era Nicolás.
Me giré, lentamente, como si mis huesos pesaran una tonelada.
Lo miré.
Y apenas lo vi, se me derrumbó todo de nuevo.
—¿Qué pasó? ¿Por qué te llamaron a consejería? —preguntó él, con el ceño fruncido, visiblemente inquieto—. ¿Estás bien?
Intenté decir algo, pero solo salió un sollozo y entonces me abrazó. Sin palabras.
Solo su pecho y mis lágrimas.
—Necesito hablar contigo… —dije con la voz rota—. A solas.
Él asintió enseguida.
Caminamos hasta la cancha. Vacía. El viento cargaba olor a grama húmeda.
Me senté en las gradas. Él a mi lado.
Me miraba, esperando que dijera algo.
Así que lo solté, sin adornos, sin rodeos:
—Estoy embarazada.
El silencio fue tan pesado que incomodaba.
Nicolás parpadeó lento. Como si el mundo se le hubiera trabado.
—¿Qué…? —dijo por fin, en un susurro ahogado.
—Estoy embarazada, Nico.
Él se echó hacia atrás como si le hubieran dado un golpe en el pecho.
—No, no… esperá, ¿cómo? ¿Estás segura? ¿Cómo que…? Pero… o sea… ¿de cuántas semanas? ¿Desde cuándo sabés esto? —preguntaba todo atropellado, como si buscara una rendija por donde escaparse.
—Lo sospechaba hace días, hoy me hice varias pruebas en el baño del instituto. pero hoy… la consejera me llamó. Dijo que… me van a suspender. Que no puedo seguir aquí.
Él me miró, los ojos abiertos, procesando todavía la bomba.
—Maldición… —fue todo lo que dijo. Se pasó ambas manos por el rostro—. ¡Maldición!
—Sí —repetí—. Maldición.
—¿Qué carajos? ¿Cómo que te van a suspender?
—Es un instituto privado, en donde les importa más su estatus, Nico. Para ellos soy una mala influencia. Un mal ejemplo. Una vergüenza. —Me reí, amarga.
Él me tomó la mano, fuerte.
—Ey. No. No eres ninguna vergüenza. ¿Me oíste?
—Pero eso no cambia nada. Me van a sacar. —Me volví hacia él, los ojos llenos de rabia y miedo—. ¡Estoy por graduarme! ¡He sido buena estudiante, responsable, nunca he hecho daño a nadie! Y ahora me van a dejar fuera como si fuera… como si fuera basura.
—¿Y… y qué vamos a hacer? ¿O sea… piensas… tenerlo?
Me encogí de hombros.
—No sé. No estoy segura de nada ahora.
Él se quedó callado.
La mirada fija en el suelo. Los codos en las rodillas. Respirando agitado.
Y entonces soltó lo más Nico que podía decir:
—Mi mamá me va a matar. Literal.
No pude evitarlo. Me reí entre lágrimas.
—¿Tu mamá? ¡A mí me quieren linchar en el colegio! Me van a dejar sin graduación, sin beca, sin nada. ¡Y tu piensas en tu mamá!
—¡Porque estoy en shock, Lía! ¡¿Qué quieres que diga?! ¡Tengo 17! ¡¡No sé ni cómo hacer un maldito arroz!! —explotó, desesperado—. ¡Y ahora resulta que… que voy a tener un hijo!
Se quedó ahí. Mirándome.
Como si no pudiera creerlo.
Nico se pasó la mano por el pelo, nervioso. No sabía qué decir. Solo me abrazó otra vez.
—No vas a estar sola. No te voy a dejar sola, Princesa.
Y esa frase…
Esa.
Fue lo único que me sostuvo ese día.
Aunque no supiera qué iba a hacer mañana.
Aunque no supiera si quería o no tener a ese bebé.
Aunque el mundo se me estuviera cayendo encima.
Nicolás estaba ahí.